Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Llevo días dándole vueltas a un dicho latino que me vino
a la mente después de asistir la tarde de Reyes, en el Teatro Bellas Artes de
Madrid, a la representación de la obra Todas las noches de un día, sobre un
texto de Alberto Conejero, con la dirección de Luis Luque y la interpretación
de Carmelo Gómez y Ana Torrent.
El dicho en cuestión reza en latín “Verba volant, scripta
manent”, que de una manera literal podría traducirse como “Las palabras vuelan,
lo escrito permanece”. Hay quienes atribuyen esta frase a Cayo Tito (siglo I),
que la pronunciaría en un discurso ante el senado romano. El aforismo
castellano “Las palabras se las lleva el viento”, con el sentido de que
fácilmente podemos olvidar lo que en algún momento hemos escuchado, dicho o
prometido, tendría su origen en el adagio latino. De esta inconsistencia y
volatilidad de las palabras surgiría la necesidad de poner por escrito lo
importante, lo que por cualquier motivo queremos recordar y que permanezca.
¿Y se puede saber qué tiene que ver esa frase, bien sea
en su versión latina o castellana, con la mencionada obra de teatro?
Pues tiene que ver con la peculiaridad de toda
representación escénica, cuyos monólogos y diálogos oímos sin que podamos
después recordarlos y reproducirlos con precisión, a no ser que dispongamos del
correspondiente texto escrito.
Yo querría haber comentado en un artículo mis impresiones
sobre Todas las noches de un día, pero me disuadió de hacerlo mi falta de
retentiva –por supuesto también mi creciente falta de oído, a pesar de estar
sentados mi mujer y yo en la primera fila del patio de butacas– ante una
historia de gran densidad y profundidad, contada con palabras que, ya digo, no
era capaz de retener con exactitud.
La ventaja de lo escrito frente a lo que solo oímos
reside en que podemos volver a leer palabras anteriores o pasar a otras
posteriores. A mí me gusta imprimir en papel textos digitales que me interesa
releer o deleitarme con ellos.
Cuando en la década de los noventa del siglo pasado se
impuso la informática en la editorial Santillana en la que yo trabajaba, y en
otras muchas empresas, se supuso que disminuirían y hasta desaparecerían las
copias en papel. No fue así. Incluso puede decirse que aumentaron los
documentos en papel.
A mí no me agrada leer en la pantalla del ordenador, de
un libro electrónico o del móvil supuestamente inteligente. Y nunca me han
atraído los audios, salvo los musicales.
En estas andaba cuando encuentro en Una historia de la
lectura, de Alberto Manguel –a quien tuve la satisfacción de escuchar una
conferencia precisamente sobre la lectura en la Universidad Internacional
Menéndez Pelayo–, una interpretación muy distinta del “Verba volant”. Lejos de
significar que las palabras se las lleva el viento, querría decir que, frente a
la rigidez estática de lo escrito, las palabras pronunciadas en voz alta tienen
alas, están vivas, sobrevuelan a quienes las escuchan, mientras que las
consignadas por escrito están muertas, rígidas e inamovibles.
En Todas las noches de un día desempeñan un papel muy
importante las plantas, no en vano toda la acción dramática transcurre en el
invernadero de un antiguo jardín rodeado de urbanizaciones. Samuel, el
jardinero, a quien da vida en la escena Carmelo Gómez, que se define a sí mismo
como un hombre simple, dice a Silvia, la dueña de la casa, interpretada por Ana
Torrent, que las plantas para crecer y florecer necesitan el silencio. Están
sujetas a la tierra por las raíces pero, como las palabras, también quieren
volar y para ello echan flores, que son como las alas de las aves. Al final de
la obra se sugiere que las palabras de Silvia igualmente se elevarán de la
tierra y seguirán sonando siempre en el invernadero y en los oídos de Samuel.
Nuestros ojos leen las palabras escritas, nuestros oídos
oyen las que otros pronuncian. Otro dicho latino, este tomado de la Carta de
San Pablo a los Romanos, capítulo 10, versículo 17, reza así: “Fides ex
auditu”, o sea, que la fe nace de lo oído, de la palabra anunciada y
proclamada, primero por los patriarcas y los profetas de Israel, y en la
plenitud de los tiempos por el mismo Jesús, el Verbo encarnado. La fe, sí, se
nos transmite de padres a hijos, por la tradición hablada, por lo que hemos
escuchado a nuestros antepasados y maestros.
La vista y el oído se complementan, no existe
contraposición entre ellos. Hay melómanos que disfrutan más de la música
siguiendo sus acordes en la partitura escrita.
Los narradores orales, de los que tanto sabe y por los
que tanto hace mi amigo y gran escritor Ignacio Sanz, él también eximio
narrador oral, nos encandilan con las palabras voladoras, que no volátiles.
Palabras que entran por nuestros oídos y se posan en nuestras mentes, para en
cualquier momento salir volando ante nuestros ojos atónitos e invitarnos a
seguir su vuelo hacia las más altas esferas de la fantasía y de la belleza.
Buenas tardes, Alberto. Soy Katia Cócera, desde Las Navillas. Ya sabía, y ya veo, que sigues en plena forma con la Literatura. Acabo de publicar un libro de cuentos, mucho más ameno que el ensayo anterior, y me gustaría enviártelo, sin idea ninguna de presentación, sólo para que lo tengas, al igual que los otros. Si de verdad te interesa, dime donde te lo envío (mejor en katiacoma@hotmail.com). Un abrazo, Katia.
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