Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Me
llama un compañero del colegio San José de Valladolid para invitarme a una
comida de antiguos alumnos. No es la primera vez que recibo una invitación de
este tipo y, que ahora recuerde, sólo en una ocasión he asistido a una de estas
reuniones. Yo trabajaba por entonces en la Editorial Miñón, así que debió de
ser hacia el año mil novecientos setenta y tantos. Tuvo lugar en El Montico,
Tordesillas. Al entrar entonces en el hall del hotel, busqué con la mirada a
mis antiguos compañeros. Aquel grupo de señores mayores no podían ser… Eran.
He
estado dudando si aceptar hoy la invitación. Quien me la hace por teléfono,
Clemente Garzón Querol, disputaba conmigo las dignidades y los primeros
puestos. Martín Baró, Luis Alberto: diez en todo, rememora al invitarme otras
veces Antonio Iglesias, gran jugador de baloncesto, rememora, digo, al padre
prefecto Juan Iriarte cuando leía las notas.
En
esta ocasión, se ha dado la curiosa circunstancia de que, por la tarde del
mismo día, estábamos invitados mi mujer y yo a la presentación de un libro de
poemas de Beatriz Villacañas, gran poeta y amiga, también en el Centro Riojano,
Serrano, 25, Madrid, donde iba a tener lugar la comida de compañeros.
En
la entrada del Centro veo a dos señores mayores: “¿No seréis antiguos alumnos
del colegio San José?” Eran el mencionado Antonio Iglesias y su hermano Manuel,
con menos pelo y más años.
Algunos
de estos “compañeros de mi edad feliz” se han visto en anteriores reuniones y
no necesitan presentarse. Yo opto por hacerlo. Más aún, cuando me quito la
visera, que llevo por prescripción de la dermatóloga, y dejo al descubierto mi
importante calva.
Desde
luego, a ninguno de ellos le habría saludado de cruzarnos por la calle. Ni
siquiera a Garzón, ni a Federico Pastor Ramos, con quien tanta vida compartí en
tiempos pasados, ni a Juan José García Bilbao, que se conservan todos ellos
bastante bien.
A
pesar de mis buenas notas, a mí no me gustaba ir al colegio. Recuerdo la
tristeza de los domingos por la noche ante la perspectiva de los días de clase,
con unos horarios que se alargaban mañana y tarde, incluidos los sábados. El
mismo domingo teníamos misa y una hora de estudio.
Evocamos
a profesores jesuitas y seglares: al hermano Martínez, apodado Chefe; al padre
Ojínaga, el encargado de nuestro curso; al padre Cagigal, que murió en un
accidente de avión en Barajas; al padre Larrea, siempre rodeado de un grupo de
chicos en el patio; al padre Schweitzer, a quien yo me encontré en Bonn en una
excursión del colegio; al señor Redondo, que nos decía en aquella clase de
Intendencia que podíamos llamarle don Doroteo o señor Redondo, pero no señor
Doroteo y don Redondo; a don Veridiano, que tenía casi tantos hijos como
alumnos…
Ciro
Alonso Herrero tiene una memoria excepcional para recordar estos pormenores y
nos divierte con otras anécdotas de su vida posterior, algunas “picantes”.
Monje
Tejeda, José Luis, que se sienta a mi derecha, ha traído y nos enseña fotos de
entonces. No me venía su nombre, pero cuando me lo ha dicho Garzón, sí le
reconozco. Como identifico a Juan José García Bilbao, al que recordaba más
alto, y a Juan Montijano, que debe de pesar el doble que yo, hombre cordial que
ha venido en el AVE de su residencia en Segur de Calafell expresamente para
esta reunión.
Nos
reprocha a todos Garzón que en el año 1975, cuando murió Franco, no entráramos
en política. Andrés Martínez Méndez, que conserva sus rasgos juveniles y el
pelo rubio, se justifica con su voto a la derecha que mantiene.
Escucha
con atención, pero habla poco, José Antonio Mijares García Pelayo. Creo que era
interno y con los internos del colegio teníamos menos trato.
Cuentan
que, de los del curso que entramos jesuitas, sólo permanece Antonio López de la
Rica. Luis Jesús Cantalapiedra Conde sigue de sacerdote secular.
Vidal
Pérez Herrero, asiduo al Centro Riojano y hombre de múltiples actividades
culturales, nos regala al terminar la comida la edición de este año de la
Agenda Taurina que él edita.
Me
preguntan por mi hermano Nacho, asesinado por un batallón del ejército
salvadoreño junto a Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno,
Amando López, Joaquín López y López y dos asistentas. ¿Progresa su
beatificación? No, es mi tajante respuesta.
¿Qué
conservamos nosotros de aquella educación en un colegio de jesuitas? Pienso
que, como mínimo, un fondo de humanismo cristiano.