29 de abril de 2018

El lazo amarillo


Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

El esperpento en el que, desde hace meses, si no años, se ha convertido el proceso separatista catalán halla quizá su más genuina expresión en el lazo amarillo que los independentistas han elegido como símbolo de una de sus más insistentes reivindicaciones.
¿Y en qué consiste esta reclamación? De los partidarios de la secesión de Cataluña se esperaría que su exigencia se centrara en demandar una República catalana independiente. Pero de tal independencia ya no hablan, al menos no abiertamente. Lo que exigen con los lazos amarillos, en sus solapas, o en los escaños vacíos del Parlamento catalán, o desplegados en lugares públicos y hasta en las fachadas de edificios institucionales, es la libertad de los “presos políticos”, encarcelados, según ellos, a causa de sus ideas por el represor y antidemocrático Estado español.
A unos defensores inteligentes de la secesión de Cataluña cabría pedirles una exposición clara y razonada de las ventajas que una República catalana independiente reportaría a los ciudadanos de la hoy por hoy Comunidad Autónoma. Pero a este terreno de la razón no llevan los independentistas el debate, que saben perdido en pura lógica por la contundencia de los hechos.
Ah, mas hay que mantener viva la llama del secesionismo, y entonces recurren a la guerra, de momento incruenta, aunque nada pacífica, de los símbolos.
Así, cuando el 16 de octubre de 2017 fueron enviados a prisión preventiva Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, presidentes respectivamente de la Asamblea Nacional Catalana y de Òmnium Cultural, estas organizaciones pidieron a sus miembros y demás simpatizantes de la causa independentista utilizar lazos amarillos para reivindicar la liberación de los “presos políticos” catalanes, que no son tales, sino políticos presos por presuntos delitos de rebelión, sedición y malversación.
El lazo amarillo se usa con alcance internacional en apoyo a los enfermos de endometriosis. Pero, como estamos en una comedia bufa, ¿saben los portadores de los lazos amarillos y los que llevan camisetas del mismo color que en el mundo del teatro el amarillo es gafe? Lo cual tiene su origen en el hecho de que Molière falleció en escena el año 1673 representando El enfermo imaginario con una vestimenta amarilla.
¡Si es que la declaración de la República catalana está gafada! No tanto por la timorata y alicorta aplicación del Artículo 155 de la Constitución, cuanto por los errores y la división de los secesionistas, empeñados en proponer candidatos inviables a la presidencia de la Generalidad, por estar inmersos en causas judiciales, acusados de promover un golpe de Estado, violando la Constitución Española en vigor.
El color amarillo ha variado de significado simbólico a lo largo de los siglos y según los distintos ámbitos geográficos y civilizaciones.
En sí mismo es un color primario, que no resulta de la mezcla de otros colores. En mi profesión de editor, he trabajado con la cuatricromía, a saber la impresión en cuatro colores, el amarillo –allo en la abreviatura de las artes gráficas–, el magenta, el azul o cian y el negro o gris, con los cuales se obtiene toda la gama cromática de cualquier grabado o reproducción.
Para unos países y culturas, el color amarillo, con el que suele representarse el Sol, tiene una connotación positiva y luminosa, mientras que en otras civilizaciones, y según épocas históricas, se ha utilizado para señalar a las prostitutas, o a los herejes y apóstatas por la Inquisición.
Se cuenta que en la antigua Roma se recomendaba a las mujeres respetables que no usaran pelucas rubias, ya que estas estaban reservadas para las prostitutas y mujeres de mala reputación.
A Judas se le representa en cuadros religiosos, como en las pinturas del Giotto sobre la “Pasión de Cristo” de principios del siglo IV, vestido con una túnica amarilla, símbolo de su traición. Me temo que los gobernantes independentistas catalanes, traidores al juramento de respetar la Constitución que hicieron al tomar posesión de sus cargos, desconocen este significado del color amarillo.
Como también puede que ignoren que el amarillo, color de la flor del narciso, recuerda al personaje mitológico de este nombre, que se enamoró de sí mismo al contemplar su imagen reflejada en una fuente. Dejen los independentistas catalanes de mirarse en el espejo de su narcisismo y atrévanse a mirar de frente la realidad.
La realidad del trigo amarillo que nos habla de la importancia y la hermosura del trabajo en común. Y la realidad del sol que ilumina y calienta a todos por igual, secesionistas y constitucionalistas. A los que la luz une no los separemos con oscuros señuelos y falsas promesas.

22 de abril de 2018

Si las mujeres mandasen


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Desde la Antigüedad de la que tenemos noticia, las mujeres han estado excluidas del poder público, con excepciones que han ido aumentando en el transcurso de la historia. Pero siempre el predominio del hombre en este campo ha sido, o bien total, o muy preponderante, por más que en tiempos actuales se den avances en la consecución de una igualdad entre los sexos en lo que respecta al acceso de la mujer al poder, igualdad que puede aún tardar décadas en lograrse.
Con el título de Mujeres y poder, la especialista británica en Cultura Clásica Mary Beard ha publicado este año dos conferencias: “La voz pública de las mujeres”, que pronunció en el Museo Británico en 2014, y “Mujeres en el ejercicio del poder”, dictada en 2017. Recomiendo vivamente la lectura de estas poco más de cien páginas, en las que la catedrática del Newnham College de Cambridge ofrece una visión esclarecedora de las relaciones de las mujeres con el poder.
Llevaba yo varios meses dándole vueltas a un aspecto de esta presencia, o mejor dicho ausencia, de la mujer en las estructuras del poder, a saber, el papel femenino ante la guerra, o lo que es lo mismo, ante la paz. Y me venía a la memoria una canción que hace años gozó de cierta popularidad y que se escucha en la zarzuela Gigantes y cabezudos, estrenada el 29 de noviembre de 1898 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, con música del maestro Manuel Fernández Caballero y libreto de Miguel Echegaray y Eizaguirre. La letra de la canción dice así: “Si las mujeres mandasen, en vez de mandar los hombres, serían balsas de aceite los pueblos y las naciones”.
Avalando esta visión de la mujer como autora de paz, el también profesor de Clásicas Bernardo Souvirón, en su libro Hijos de Homero, apunta dos rasgos que caracterizan la civilización minoica, desarrollada en la isla de Creta alrededor del año 1500 a.C.: “Ausencia de todo lo relacionado con la guerra, especialmente murallas y armas. Presencia claramente significativa de la mujer frente a una presencia masculina que, en todo caso, no se identifica con el prototipo del guerrero”. O sea, una civilización pacífica, debida principalmente a la prevalencia de la mujer.
Y si este mundo en paz tuvo, según Souvirón, una plasmación histórica en la isla de Creta, Mary Beard trae a colación en el citado libro una obra de ficción, la conocida comedia de Aristófanes Lisístrata, que data de finales del siglo V a.C. Su argumento puede resumirse como una huelga de sexo emprendida por las mujeres, encabezadas por Lisístrata, para obligar a sus maridos a poner fin a la interminable guerra de Atenas contra Esparta, negándose a mantener relaciones sexuales con ellos hasta lograr su propósito. Aunque a juicio de Mary Beard, la lectura de esta obra no es tan positiva como a primera vista parece, a mí me sirve para corroborar el poder pacifista de la mujer, capaz de acabar con las guerras.
Así que sería verdad, en la realidad y en la invención literaria, que cuando mandan las mujeres, o cuando su papel en la sociedad es influyente, reina la paz.
¿Habría sido el mundo mejor si hubieran gobernado las mujeres? Nunca lo sabremos. Pero resulta fácil poner ejemplos, tanto en tiempos pasados como presentes, de mujeres poderosas que no han sido precisamente modelos como promotoras de la paz. Invito al lector a repasar las biografías de algunas de estas figuras.
Las esposas de algunos de los más sanguinarios emperadores romanos fueron en la sombra partícipes de las crueldades de sus maridos. A la reina Isabel la Católica no le tembló la mano al firmar el decreto de expulsión de los judíos, ni puede sostenerse que la conquista de Granada fuera una toma pacífica. En el mundo de hombres que fue el comunismo, con tiranos responsables de los más execrables crímenes contra la humanidad, cuando aparece una dirigente política, Jiang Qing, la cuarta esposa de Mao Tse-tung, emula en crímenes y represiones a su cruel esposo. Winnie Mandela, recientemente fallecida, será recordada por su meritoria lucha contra el apartheid, pero también por ejercer una implacable violencia contra sus oponentes. Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990, primera mujer que desempeñó este cargo, reprimió con dureza los conflictos sociales e intervino más que enérgicamente en la guerra de las Malvinas.
A pesar de estos ejemplos, es incuestionable el papel de los hombres como culpables de las guerras que han asolado la historia toda de la humanidad. Pero quiero llamar la atención sobre un secreto efecto pernicioso de considerar que las mujeres, al llegar al poder, van a traer la paz. Es una insidiosa injusticia poner a la mujer, para que sea digna de ejercer el poder, un listón que no se pone al hombre. Dar por sentado que, si las mujeres mandasen, serían balsas de aceite los pueblos y las naciones, no solo queda desmentido por la existencia de mujeres gobernantes poco o nada pacifistas, sino que además está implícitamente exigiendo a la mujer para gobernar una actuación pacificadora que no se les exige a los hombres.

15 de abril de 2018

Presentaciones de libros


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Hay ritos que, una vez inventados y demostrado su valor, adquieren carta de ciudadanía y se mantienen impertérritos en el tiempo. Uno de estos actos –hoy el personal adicto a las modas del lenguaje diría ‘eventos’, qué insistencia– es la presentación de libros. Rara es la semana en la que, al menos en Madrid, no me inviten a dos o tres de estas ceremonias. Que a menudo coinciden en el mismo día, con lo que me veo obligado a elegir en función del grado de amistad o de compromiso con el autor, o de mi propia apetencia.
Yo mismo he sido frecuente protagonista de tales puestas de largo de libros recién publicados, unas veces como autor y otras como presentador.
Los autores suelen, solemos, buscar a alguien con renombre y gancho para que oficie de introductor, lo cual puede entrañar el riesgo de que te robe protagonismo. Recuerdo que, al presentar hace algunos años mi libro Tiempo de respuestas: Sobre el sentido de la vida, confié el papel de presentador a mi admirado amigo profesor de Lenguas y Cultura Clásicas Bernardo Souvirón. Nunca se me ocurriera tal cosa. Ante la brillante exposición de Bernardo, que mantuvo en vilo al público que llenaba el salón del Centro Segoviano de Madrid, yo me fui apagando sin remedio. De todos modos, es esta una de mis obras publicadas que mejor se ha vendido. ¿Influyó en este éxito el padrinazgo de Bernardo Souvirón?
Importa, claro, llenar el aforo. Por ello, yo suelo elegir, y recomendar a mis amigos escritores que busquen, una sala no muy grande. El efecto de un recinto pequeño abarrotado es mucho mejor que el de un local amplio semivacío.
Forma parte inseparable de la ceremonia de presentación en sociedad de un libro la firma de ejemplares. Nos contaba mi colega Juan Andrés Saiz Garrido, en la tertulia de abril de “El libro del mes” celebrada en homenaje a Forges, cómo el genial humorista gráfico personalizaba las dedicatorias de sus libros, acompañándolas incluso con dibujos. Otros no tenemos ese ingenio y nos limitamos al consabido “Para Pili, con afecto”, o “con todo cariño”, según los casos.
Guardan algún parentesco con las presentaciones de libros las tertulias literarias, como la citada “El libro del mes” que mantenemos desde el año 2005 un grupo de amigos en El Espinar. De hecho, en algunas ocasiones se han presentado en ella libros con asistencia de sus autores. Pero no es esta la finalidad de tales reuniones, en las que previamente se propone la lectura de una obra para comentarla después en la tertulia, con o sin la presencia de su autor, y sin que necesariamente el libro sea de reciente publicación. Me hacen llegar autores, amigos, conocidos o desconocidos, sus obras para “presentarlas” en nuestra tertulia. Tengo sobre la mesa de la sala un montón de libros, que voy leyendo como puedo y que a menudo no tienen cabida en “El libro del mes” por una razón o por otra. Y porque no soy yo el único que decide de qué obra vamos a ocuparnos en nuestra tertulia.
¿Leer o hablar? He asistido a intervenciones penosas de presentadores o autores que, por no llevar escrito lo que iban a decir, y confiar en su capacidad de improvisación, no acertaron a hilvanar un discurso medianamente fluido. Mi experiencia aconseja la lectura, intercalando comunicaciones habladas.
También da buenos resultados el diálogo entre presentador y autor, con preguntas y respuestas, en las que pueden participar los asistentes. Recientemente, en la sede de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, en la calle Leganitos de Madrid, Enrique Gracia Trinidad y su mujer Soledad Serrano actuaron de presentadores de un ensayo de Emilio Porta titulado Contrapensamientos. Enrique y Soledad nos deleitaron con un coloquio lleno de gracia, humor y poesía, del que no desmereció el diserto autor de la obra.
A mí la suerte me sonríe estos días. Tengo la fortuna de presentar en librerías de varias ciudades españolas –pronto se hará en Segovia– el último libro de Angelina Lamelas, escritora santanderina reconocida como una de las más prestigiosas narradoras, articulistas y poetas en lengua española. El libro se titula Aquel niño austriaco y está dirigido a niños a partir de los 9 años. El relato se basa en un hecho real: la acogida de 3.500 niños austriacos por familias españolas en los años 1949 y 1950, organizada por Cáritas y Acción Católica. El protagonista de la historia, Hans, es recibido en Santander por una familia que cuenta con cinco hijos, tres chicas y dos chicos, entre 13 y 7 años, que pronto se harán amigos inseparables del austriaco. Un delicioso, divertido y apasionante cuento de literatura infantil, que leemos con igual interés y emoción los mayores.
Con una autora como Angelina Lamelas, que narra de mano maestra la vida propia y ajena, la realidad y la ficción, da gusto presentar un libro.

8 de abril de 2018

La cruz


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

¿Se han preguntado alguna vez por qué la cruz ha llegado a ser el símbolo principal de los cristianos?
Durante la semana de Pascua, la Iglesia celebra con toda solemnidad la resurrección de Cristo, como en la semana anterior, la que denominamos Semana Santa, ha conmemorado la pasión y la muerte de Jesús de Nazaret.
Ahora bien, la conmemoración de los sufrimientos y del ajusticiamiento de Jesucristo en la cruz tiene una inmensa resonancia popular, sobre todo en España, en procesiones y representaciones por calles y plazas, en las que toman parte centenares de cofrades y son seguidas por muchedumbres de fieles y turistas. Mientras que la celebración de Cristo resucitado no suscita ese eco entusiasta y multitudinario.
Se me dirá que la pasión y la muerte de Jesús se prestan a ser representadas en pasos e imágenes con mucho mayor dramatismo y fuerza plástica que la resurrección, un hecho que choca con nuestra limitada percepción humana y pertenece más al ámbito de la fe y, si se prefiere, de la esperanza. Del dolor físico y de la muerte todos tenemos una experiencia más o menos cercana, no así del volver a la vida o de una vida nueva y distinta a la terrenal, entiéndase esta inmortalidad de la forma que se quiera.
Se puede, sí, pintar y esculpir a Cristo vencedor de la muerte, saliendo del sepulcro. Existen en realidad, y todos las conocemos, tales pinturas y esculturas de Jesucristo resucitado. Pero ni son tan numerosas, ni causan el mismo impacto emocional que las representaciones del Jesús “varón de dolores”, flagelado, coronado de espinas, pendiente de la cruz o yacente, figuras debidas a grandes imagineros de la talla –nunca mejor dicho– de Gregorio Fernández, Alonso Cano, Juan Martínez Montañés, Alonso Berruguete, Juan de Juni o Francisco Salzillo.
Quizá sea la plasmación artística de la pasión y de la muerte de Jesús en la cruz una posible respuesta a la pregunta de por qué este instrumento de suplicio se convirtió en el símbolo primordial del cristianismo. Y de que el crucifijo, o sea la imagen de Cristo crucificado, fuera la forma predominante de representar al Salvador en la religión cristiana.
No fue así, en los tres primeros siglos del cristianismo, después de la muerte de Jesús: en lugar de la cruz y del crucifijo, prevalecieron otras formas de representar a Jesús y de simbolizar la fe de sus seguidores, como el pastor, el pez (ictus), la paloma, el ancla… De estos símbolos, muy en especial del pez en épocas de persecución, se servían los primeros cristianos para identificarse unos a otros.
Los españoles, acaso más que otros pueblos, mostramos una predilección por las emociones vinculadas al dramatismo de la muerte, al “sentimiento trágico de la vida”.
Pero el símbolo de la cruz arraigó no solo en los cristianos españoles, sino desde Constantino I el Grande en toda la cristiandad. Conocida es la visión que tuvo este emperador romano, en la que se le anunció “In hoc signo vinces”, “Con este signo (de la cruz) vencerás”. Y así venció al emperador Majencio en la batalla del puente Milvio el año 312 de nuestra era. Convertido Constantino a la fe cristiana, promovió la cruz como símbolo de esta religión.
Años después, en el 326, fue hallada la supuesta cruz de Cristo por Elena de Constantinopla, madre de Constantino, en el lugar donde se alzaría una basílica. Digo supuesta, pues no por todos los historiadores y expertos es reconocida esta cruz como aquella en la que fue crucificado Jesús en el monte Gólgota.
Hay también exegetas que, basándose en textos bíblicos, niegan que Jesucristo fuera ejecutado en una cruz, entendida como dos piezas de madera, una vertical más larga y otra horizontal más corta. Y sostienen que en las ejecuciones de la época en Palestina se utilizaba un madero sencillo, un poste que se hincaba en la tierra, y a él se ataba o clavaba a los delincuentes. Lo cual estaría en consonancia con pasajes de los Hechos de los Apóstoles, de la epístola de San Pablo a los Gálatas y de la Primera Carta de San Pedro, en los que se habla de “leño, garrote o palo”.
Sea de esta polémica lo que fuere, lo que no ofrece duda alguna es que el símbolo de la cruz ha predominado sobre cualquier otra imagen para identificar la fe cristiana. La cruz o el crucifijo presiden las iglesias y la celebración de la eucaristía. Hacemos la señal de la cruz, nos persignamos en numerosas ceremonias litúrgicas.
Se nos insiste, desde los Evangelios, desde todo el Nuevo Testamento y desde la predicación de la Iglesia, en que la religión cristiana es una creencia de vida. “Yo soy la resurrección y la vida”, le dice Jesús a Marta, hermana de Lázaro, antes de resucitar a este, como se nos relata en el Evangelio de Juan (11, 25).
La cruz, convertida en victoria de Jesús sobre la muerte, puede también significar la resurrección y la vida que proclama el mismo Jesús.


1 de abril de 2018

Contradicciones y falsedades


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Después de perpetrar un golpe de Estado en toda regla, los secesionistas catalanes han cambiado de táctica. Primero, al ser investigados y citados ante el juez, adujeron que la declaración de independencia había sido solo “simbólica”. Después, al comprobar que la justicia no se cree sus excusas, los procesa y manda a prisión, han dejado de defender la independencia de Cataluña como república separada del resto de España. Esta defensa sería lo lógico, lo que cabría esperar de quienes se declaran partidarios de un Estado catalán independiente.
Flagrante contrasentido: los independentistas ya no defienden la independencia de Cataluña. O al menos no la sostienen a las claras y con argumentos racionales. Así, proponen candidatos a la presidencia de la Generalidad a sabiendas de que ni cuentan con los suficientes apoyos, ni su candidatura puede prosperar al estar incursos en causas judiciales.
Veamos. De un candidato a presidir el gobierno de la Generalidad debería esperarse una exposición coherente y razonada de su futura actuación gubernamental, de las medidas concretas que él y su equipo de consejeros tomarían para mejorar las condiciones de vida, sociales, educativas, sanitarias, económicas, laborales, del pueblo catalán. Estas medidas servirían de base al debate de investidura.
Pues bien, en el pleno del Parlamento autonómico del pasado día 22 de marzo, Jordi Turull, el candidato propuesto por el presidente de dicho Parlamento Roger Torrent, no expuso en su discurso de investidura ningún programa de gobierno que pudiera ser debatido y votado por los grupos políticos representados en la cámara. Y menos aún expuso las ventajas de una República catalana independiente. En su lugar, hizo una defensa de la democracia que él y su partido representan, de la libertad que propugnan para un pueblo oprimido por el Estado español, del respeto a los derechos cívicos y políticos de todos los ciudadanos, y de su postura de diálogo, siempre rechazado por el Gobierno español.
Estas ideas constituyeron también el núcleo de las intervenciones de los representantes de los partidos independentistas en la sesión del Parlamento catalán del 24 de marzo y de la posterior declaración institucional de su presidente. Y en la sesión del día 28 se aprobó por mayoría el derecho de Puigdemont, Sànchez y Turull de someterse a un debate de investidura y se exigió la excarcelación de los secesionistas presos.
Ellos son los sinceros defensores de una democracia “suspendida” por el Estado español y de unas libertades conculcadas por el Gobierno y los jueces de España. Patente contradicción: el mero hecho de que se celebraran elecciones, de que todos los partidos que lo quisieron se presentaran a las mismas, y de que el señor Torrent, como presidente de un Parlamento autonómico, hubiera convocado tres sesiones parlamentarias y pronunciado una declaración institucional, todo ello estaba demostrando palmariamente que no hay tal suspensión de la democracia.
Otro mantra, repetido hasta la saciedad por los independentistas, es la violación de los derechos cívicos y políticos de los representantes legítimos del pueblo catalán, encarcelados por una justicia española injusta. El lazo amarillo que llevan los secesionistas y que colocan en los escaños de los diputados ausentes para denunciar la existencia de “presos políticos”, lazo que nadie les impide utilizar, es una nueva prueba de que en España se respeta la libertad de expresión.
También insisten una y otra vez los independentistas en que se les persigue, juzga y envía a prisión por sus ideas. Si esto fuera así, todos los que intervinieron en los plenos del Parlamento catalán ya estarían procesados y en la cárcel. Solo se ha procesado y enviado a prisión a los que con sus hechos han violado las leyes, empezando por la Constitución.
Los representantes de los partidos independentistas asimismo reiteran que ellos no hacen sino cumplir el mandato del pueblo catalán. Otra evidente falsedad. Ni siquiera cuentan con una mínima mayoría de votos, sumando los obtenidos en las elecciones del 21D por todos los grupos independentistas.
Los bloques son inamovibles desde hace al menos 35 años. A pesar de contar el nacionalismo excluyente con el adoctrinamiento soberanista en las escuelas y demás centros educativos, con la manipulación constante de los medios de comunicación afines, sobre todo la TV3, y con la persecución, esta sí por sus ideas, de quienes disienten de la versión oficial, los partidarios de la independencia no han aumentado. Aunque tampoco los defensores de la Constitución.
Este es el drama de Cataluña y, por tanto, de España: que el pueblo catalán está fracturado en dos mitades ancladas en sus respectivas e irreconciliables posturas. Así las cosas, ¿qué diálogo cabe entre ambas partes? ¿Qué solución hay para superar esta endémica división?