8 de abril de 2018

La cruz


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

¿Se han preguntado alguna vez por qué la cruz ha llegado a ser el símbolo principal de los cristianos?
Durante la semana de Pascua, la Iglesia celebra con toda solemnidad la resurrección de Cristo, como en la semana anterior, la que denominamos Semana Santa, ha conmemorado la pasión y la muerte de Jesús de Nazaret.
Ahora bien, la conmemoración de los sufrimientos y del ajusticiamiento de Jesucristo en la cruz tiene una inmensa resonancia popular, sobre todo en España, en procesiones y representaciones por calles y plazas, en las que toman parte centenares de cofrades y son seguidas por muchedumbres de fieles y turistas. Mientras que la celebración de Cristo resucitado no suscita ese eco entusiasta y multitudinario.
Se me dirá que la pasión y la muerte de Jesús se prestan a ser representadas en pasos e imágenes con mucho mayor dramatismo y fuerza plástica que la resurrección, un hecho que choca con nuestra limitada percepción humana y pertenece más al ámbito de la fe y, si se prefiere, de la esperanza. Del dolor físico y de la muerte todos tenemos una experiencia más o menos cercana, no así del volver a la vida o de una vida nueva y distinta a la terrenal, entiéndase esta inmortalidad de la forma que se quiera.
Se puede, sí, pintar y esculpir a Cristo vencedor de la muerte, saliendo del sepulcro. Existen en realidad, y todos las conocemos, tales pinturas y esculturas de Jesucristo resucitado. Pero ni son tan numerosas, ni causan el mismo impacto emocional que las representaciones del Jesús “varón de dolores”, flagelado, coronado de espinas, pendiente de la cruz o yacente, figuras debidas a grandes imagineros de la talla –nunca mejor dicho– de Gregorio Fernández, Alonso Cano, Juan Martínez Montañés, Alonso Berruguete, Juan de Juni o Francisco Salzillo.
Quizá sea la plasmación artística de la pasión y de la muerte de Jesús en la cruz una posible respuesta a la pregunta de por qué este instrumento de suplicio se convirtió en el símbolo primordial del cristianismo. Y de que el crucifijo, o sea la imagen de Cristo crucificado, fuera la forma predominante de representar al Salvador en la religión cristiana.
No fue así, en los tres primeros siglos del cristianismo, después de la muerte de Jesús: en lugar de la cruz y del crucifijo, prevalecieron otras formas de representar a Jesús y de simbolizar la fe de sus seguidores, como el pastor, el pez (ictus), la paloma, el ancla… De estos símbolos, muy en especial del pez en épocas de persecución, se servían los primeros cristianos para identificarse unos a otros.
Los españoles, acaso más que otros pueblos, mostramos una predilección por las emociones vinculadas al dramatismo de la muerte, al “sentimiento trágico de la vida”.
Pero el símbolo de la cruz arraigó no solo en los cristianos españoles, sino desde Constantino I el Grande en toda la cristiandad. Conocida es la visión que tuvo este emperador romano, en la que se le anunció “In hoc signo vinces”, “Con este signo (de la cruz) vencerás”. Y así venció al emperador Majencio en la batalla del puente Milvio el año 312 de nuestra era. Convertido Constantino a la fe cristiana, promovió la cruz como símbolo de esta religión.
Años después, en el 326, fue hallada la supuesta cruz de Cristo por Elena de Constantinopla, madre de Constantino, en el lugar donde se alzaría una basílica. Digo supuesta, pues no por todos los historiadores y expertos es reconocida esta cruz como aquella en la que fue crucificado Jesús en el monte Gólgota.
Hay también exegetas que, basándose en textos bíblicos, niegan que Jesucristo fuera ejecutado en una cruz, entendida como dos piezas de madera, una vertical más larga y otra horizontal más corta. Y sostienen que en las ejecuciones de la época en Palestina se utilizaba un madero sencillo, un poste que se hincaba en la tierra, y a él se ataba o clavaba a los delincuentes. Lo cual estaría en consonancia con pasajes de los Hechos de los Apóstoles, de la epístola de San Pablo a los Gálatas y de la Primera Carta de San Pedro, en los que se habla de “leño, garrote o palo”.
Sea de esta polémica lo que fuere, lo que no ofrece duda alguna es que el símbolo de la cruz ha predominado sobre cualquier otra imagen para identificar la fe cristiana. La cruz o el crucifijo presiden las iglesias y la celebración de la eucaristía. Hacemos la señal de la cruz, nos persignamos en numerosas ceremonias litúrgicas.
Se nos insiste, desde los Evangelios, desde todo el Nuevo Testamento y desde la predicación de la Iglesia, en que la religión cristiana es una creencia de vida. “Yo soy la resurrección y la vida”, le dice Jesús a Marta, hermana de Lázaro, antes de resucitar a este, como se nos relata en el Evangelio de Juan (11, 25).
La cruz, convertida en victoria de Jesús sobre la muerte, puede también significar la resurrección y la vida que proclama el mismo Jesús.


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