22 de abril de 2018

Si las mujeres mandasen


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Desde la Antigüedad de la que tenemos noticia, las mujeres han estado excluidas del poder público, con excepciones que han ido aumentando en el transcurso de la historia. Pero siempre el predominio del hombre en este campo ha sido, o bien total, o muy preponderante, por más que en tiempos actuales se den avances en la consecución de una igualdad entre los sexos en lo que respecta al acceso de la mujer al poder, igualdad que puede aún tardar décadas en lograrse.
Con el título de Mujeres y poder, la especialista británica en Cultura Clásica Mary Beard ha publicado este año dos conferencias: “La voz pública de las mujeres”, que pronunció en el Museo Británico en 2014, y “Mujeres en el ejercicio del poder”, dictada en 2017. Recomiendo vivamente la lectura de estas poco más de cien páginas, en las que la catedrática del Newnham College de Cambridge ofrece una visión esclarecedora de las relaciones de las mujeres con el poder.
Llevaba yo varios meses dándole vueltas a un aspecto de esta presencia, o mejor dicho ausencia, de la mujer en las estructuras del poder, a saber, el papel femenino ante la guerra, o lo que es lo mismo, ante la paz. Y me venía a la memoria una canción que hace años gozó de cierta popularidad y que se escucha en la zarzuela Gigantes y cabezudos, estrenada el 29 de noviembre de 1898 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, con música del maestro Manuel Fernández Caballero y libreto de Miguel Echegaray y Eizaguirre. La letra de la canción dice así: “Si las mujeres mandasen, en vez de mandar los hombres, serían balsas de aceite los pueblos y las naciones”.
Avalando esta visión de la mujer como autora de paz, el también profesor de Clásicas Bernardo Souvirón, en su libro Hijos de Homero, apunta dos rasgos que caracterizan la civilización minoica, desarrollada en la isla de Creta alrededor del año 1500 a.C.: “Ausencia de todo lo relacionado con la guerra, especialmente murallas y armas. Presencia claramente significativa de la mujer frente a una presencia masculina que, en todo caso, no se identifica con el prototipo del guerrero”. O sea, una civilización pacífica, debida principalmente a la prevalencia de la mujer.
Y si este mundo en paz tuvo, según Souvirón, una plasmación histórica en la isla de Creta, Mary Beard trae a colación en el citado libro una obra de ficción, la conocida comedia de Aristófanes Lisístrata, que data de finales del siglo V a.C. Su argumento puede resumirse como una huelga de sexo emprendida por las mujeres, encabezadas por Lisístrata, para obligar a sus maridos a poner fin a la interminable guerra de Atenas contra Esparta, negándose a mantener relaciones sexuales con ellos hasta lograr su propósito. Aunque a juicio de Mary Beard, la lectura de esta obra no es tan positiva como a primera vista parece, a mí me sirve para corroborar el poder pacifista de la mujer, capaz de acabar con las guerras.
Así que sería verdad, en la realidad y en la invención literaria, que cuando mandan las mujeres, o cuando su papel en la sociedad es influyente, reina la paz.
¿Habría sido el mundo mejor si hubieran gobernado las mujeres? Nunca lo sabremos. Pero resulta fácil poner ejemplos, tanto en tiempos pasados como presentes, de mujeres poderosas que no han sido precisamente modelos como promotoras de la paz. Invito al lector a repasar las biografías de algunas de estas figuras.
Las esposas de algunos de los más sanguinarios emperadores romanos fueron en la sombra partícipes de las crueldades de sus maridos. A la reina Isabel la Católica no le tembló la mano al firmar el decreto de expulsión de los judíos, ni puede sostenerse que la conquista de Granada fuera una toma pacífica. En el mundo de hombres que fue el comunismo, con tiranos responsables de los más execrables crímenes contra la humanidad, cuando aparece una dirigente política, Jiang Qing, la cuarta esposa de Mao Tse-tung, emula en crímenes y represiones a su cruel esposo. Winnie Mandela, recientemente fallecida, será recordada por su meritoria lucha contra el apartheid, pero también por ejercer una implacable violencia contra sus oponentes. Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990, primera mujer que desempeñó este cargo, reprimió con dureza los conflictos sociales e intervino más que enérgicamente en la guerra de las Malvinas.
A pesar de estos ejemplos, es incuestionable el papel de los hombres como culpables de las guerras que han asolado la historia toda de la humanidad. Pero quiero llamar la atención sobre un secreto efecto pernicioso de considerar que las mujeres, al llegar al poder, van a traer la paz. Es una insidiosa injusticia poner a la mujer, para que sea digna de ejercer el poder, un listón que no se pone al hombre. Dar por sentado que, si las mujeres mandasen, serían balsas de aceite los pueblos y las naciones, no solo queda desmentido por la existencia de mujeres gobernantes poco o nada pacifistas, sino que además está implícitamente exigiendo a la mujer para gobernar una actuación pacificadora que no se les exige a los hombres.

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