Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Desde la Antigüedad de
la que tenemos noticia, las mujeres han estado excluidas del poder público, con
excepciones que han ido aumentando en el transcurso de la historia. Pero
siempre el predominio del hombre en este campo ha sido, o bien total, o muy
preponderante, por más que en tiempos actuales se den avances en la consecución
de una igualdad entre los sexos en lo que respecta al acceso de la mujer al
poder, igualdad que puede aún tardar décadas en lograrse.
Con el título de Mujeres y poder, la especialista
británica en Cultura Clásica Mary Beard ha publicado este año dos conferencias:
“La voz pública de las mujeres”, que pronunció en el Museo Británico en 2014, y
“Mujeres en el ejercicio del poder”, dictada en 2017. Recomiendo vivamente la
lectura de estas poco más de cien páginas, en las que la catedrática del
Newnham College de Cambridge ofrece una visión esclarecedora de las relaciones
de las mujeres con el poder.
Llevaba yo varios
meses dándole vueltas a un aspecto de esta presencia, o mejor dicho ausencia,
de la mujer en las estructuras del poder, a saber, el papel femenino ante la
guerra, o lo que es lo mismo, ante la paz. Y me venía a la memoria una canción
que hace años gozó de cierta popularidad y que se escucha en la zarzuela Gigantes y cabezudos, estrenada el 29 de
noviembre de 1898 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, con música del maestro
Manuel Fernández Caballero y libreto de Miguel Echegaray y Eizaguirre. La letra
de la canción dice así: “Si las mujeres mandasen, en vez de mandar los hombres,
serían balsas de aceite los pueblos y las naciones”.
Avalando esta visión
de la mujer como autora de paz, el también profesor de Clásicas Bernardo
Souvirón, en su libro Hijos de Homero,
apunta dos rasgos que caracterizan la civilización minoica, desarrollada en la isla
de Creta alrededor del año 1500 a.C.: “Ausencia de todo lo relacionado con la
guerra, especialmente murallas y armas. Presencia claramente significativa de
la mujer frente a una presencia masculina que, en todo caso, no se identifica
con el prototipo del guerrero”. O sea, una civilización pacífica, debida
principalmente a la prevalencia de la mujer.
Y si este mundo en
paz tuvo, según Souvirón, una plasmación histórica en la isla de Creta, Mary
Beard trae a colación en el citado libro una obra de ficción, la conocida
comedia de Aristófanes Lisístrata,
que data de finales del siglo V a.C. Su argumento puede resumirse como una
huelga de sexo emprendida por las mujeres, encabezadas por Lisístrata, para
obligar a sus maridos a poner fin a la interminable guerra de Atenas contra
Esparta, negándose a mantener relaciones sexuales con ellos hasta lograr su
propósito. Aunque a juicio de Mary Beard, la lectura de esta obra no es tan
positiva como a primera vista parece, a mí me sirve para corroborar el poder pacifista
de la mujer, capaz de acabar con las guerras.
Así que sería verdad,
en la realidad y en la invención literaria, que cuando mandan las mujeres, o
cuando su papel en la sociedad es influyente, reina la paz.
¿Habría sido el mundo
mejor si hubieran gobernado las mujeres? Nunca lo sabremos. Pero resulta fácil
poner ejemplos, tanto en tiempos pasados como presentes, de mujeres poderosas
que no han sido precisamente modelos como promotoras de la paz. Invito al
lector a repasar las biografías de algunas de estas figuras.
Las esposas de
algunos de los más sanguinarios emperadores romanos fueron en la sombra
partícipes de las crueldades de sus maridos. A la reina Isabel la Católica no
le tembló la mano al firmar el decreto de expulsión de los judíos, ni puede sostenerse
que la conquista de Granada fuera una toma pacífica. En el mundo de hombres que
fue el comunismo, con tiranos responsables de los más execrables crímenes
contra la humanidad, cuando aparece una dirigente política, Jiang Qing, la
cuarta esposa de Mao Tse-tung, emula en crímenes y represiones a su cruel
esposo. Winnie Mandela, recientemente fallecida, será recordada por su
meritoria lucha contra el apartheid, pero también por ejercer una implacable
violencia contra sus oponentes. Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990, primera mujer que
desempeñó este cargo, reprimió con dureza los conflictos sociales e intervino
más que enérgicamente en la guerra de las Malvinas.
A
pesar de estos ejemplos, es incuestionable el papel de los hombres como
culpables de las guerras que han asolado la historia toda de la humanidad. Pero
quiero llamar la atención sobre un secreto efecto pernicioso de considerar que
las mujeres, al llegar al poder, van a traer la paz. Es una insidiosa injusticia
poner a la mujer, para que sea digna de ejercer el poder, un listón que no se
pone al hombre. Dar por sentado que, si las mujeres mandasen, serían balsas de
aceite los pueblos y las naciones, no solo queda desmentido por la existencia
de mujeres gobernantes poco o nada pacifistas, sino que además está
implícitamente exigiendo a la mujer para gobernar una actuación pacificadora
que no se les exige a los hombres.
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