Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Los viajes turísticos
siguen ocupando un lugar privilegiado en las preferencias de gentes de toda
clase y condición. Cuando al participante en un concurso televisivo el
presentador le pregunta qué haría con el dinero del premio si lo ganara, la
respuesta incluye casi indefectiblemente un viaje a alguno de los destinos
consagrados por la demanda de los turistas de todo el mundo.
Debo de ser de las
pocas personas de mi edad y posición que, a estas alturas de la vida, no había
estado nunca en Italia. ¿Cómo, que ni siquiera había viajado a Roma? Pues, mire
usted, no. Así que, aprovechando una ventajosa oferta de la Comunidad de Madrid
en colaboración con El Corte Inglés, mi mujer, que ella sí conocía la Ciudad
Eterna, y yo hemos recorrido ciudades italiana tan típicas y tópicas como
Venecia, Padua, Pisa, Florencia, Siena, Asís y, claro está, Roma.
No teman que les vaya
a endosar un relato pormenorizado de nuestras visitas a monumentos, templos,
plazas, fuentes, palacios, museos, etc., en compañía de 46 esforzados miembros
de un grupo dirigido por un experto guía.
Pero déjenme que
comparta con ustedes algunas de las impresiones y reflexiones que el citado
periplo me ha suscitado.
Lo primero que a un
turista accidental y poco avezado en estas lides como yo le llama la atención
es la masiva concentración de visitantes procedentes de los más diversos países
en las citadas ciudades y, dentro de estas, en los más afamados centros de
interés turístico, artístico o cultural. Se forman interminables colas para
entrar en las basílicas, en los museos o en otros edificios de reconocida fama
que cualquier persona medianamente culta ha podido contemplar en fotos,
postales, películas, libros y vídeos de arte.
Una pregunta que no
me resisto a formular, a formularme, es qué añade la visión in situ, en la
realidad, de una obra de arte que tantas veces y con mayor detalle hemos
contemplado en fieles reproducciones, sin estar apretujados y empujados por
multitudes de grupos conducidos por sus respectivos guías. Guías que, para no
perdernos quienes los seguimos, portan unos a modo de estandartes con cintas de
colores.
Por ejemplo, un
recorrido virtual por la Capilla Sixtina ¿no nos informa mejor sobre las
maravillosas pinturas de Miguel Ángel que la atropellada visita al espacio real
de la misma?
La no menos famosa
Piedad del escultor, arquitecto y pintor oriundo de la villa toscana de Caprese
está protegida por una mampara de cristal que dificulta su visión.
Por ello, cuando en
la Explanada de la Plaza de los Milagros de Pisa se abre ante nuestros ojos la
dilatada blancura marmórea del conjunto que forman la catedral, el baptisterio
y la torre inclinada del campanile, rodeados de verdes praderas, el alma experimenta
un luminoso y exaltado gozo, que nos incita a mi mujer y a mí a tendernos en la
hierba como jóvenes estudiantes en un campus universitario.
Así, la esforzada
vida del turista, llena de madrugones y caminatas, tiene sus gratas
compensaciones, como sentarse en la terraza de un café de Florencia fundado en
1939, año de mi nacimiento, divisando parte de la fachada y la torre de la
basílica catedral Santa Maria del Fiore, cuyo interior ya habíamos visitado.
Ya sé, la respuesta a
mi pregunta sobre las ventajas de una visita real a cualquier obra artística es
compleja, pero me atrevería a esbozarla de la siguiente manera: las pinturas,
las esculturas, las construcciones religiosas o civiles, los monumentos
cargados de historia, percibidos en su entidad física, transmiten al observador
una sensación de verismo y una indescriptible emoción, como ocurre con la
música escuchada en vivo y en directo a una orquesta sinfónica.
Sí, yo, como millones
de turistas, he lanzado de espaldas mi moneda al agua de la Fontana di Trevi,
con el deseo de volver a esta plaza y a tantas otras, con sus fuentes, templos
y torres.
Y en la Plaza de
España creemos cruzarnos con Audrey Hepburn y Gregory Peck de vacaciones a
lomos de una Vespa.
Se ha afirmado con
razón que lo importante no es cambiar de lugar, sino cambiar la mirada. Los
duros viajes turísticos nos ayudan a educar la mirada, a descubrir las
intenciones de los artistas, a llenar el alma de imágenes, de luces, que luego
rebobinamos en los momentos de sequía interior.