25 de mayo de 2017

La esforzada vida del turista

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Los viajes turísticos siguen ocupando un lugar privilegiado en las preferencias de gentes de toda clase y condición. Cuando al participante en un concurso televisivo el presentador le pregunta qué haría con el dinero del premio si lo ganara, la respuesta incluye casi indefectiblemente un viaje a alguno de los destinos consagrados por la demanda de los turistas de todo el mundo.
Debo de ser de las pocas personas de mi edad y posición que, a estas alturas de la vida, no había estado nunca en Italia. ¿Cómo, que ni siquiera había viajado a Roma? Pues, mire usted, no. Así que, aprovechando una ventajosa oferta de la Comunidad de Madrid en colaboración con El Corte Inglés, mi mujer, que ella sí conocía la Ciudad Eterna, y yo hemos recorrido ciudades italiana tan típicas y tópicas como Venecia, Padua, Pisa, Florencia, Siena, Asís y, claro está, Roma.
No teman que les vaya a endosar un relato pormenorizado de nuestras visitas a monumentos, templos, plazas, fuentes, palacios, museos, etc., en compañía de 46 esforzados miembros de un grupo dirigido por un experto guía.
Pero déjenme que comparta con ustedes algunas de las impresiones y reflexiones que el citado periplo me ha suscitado.
Lo primero que a un turista accidental y poco avezado en estas lides como yo le llama la atención es la masiva concentración de visitantes procedentes de los más diversos países en las citadas ciudades y, dentro de estas, en los más afamados centros de interés turístico, artístico o cultural. Se forman interminables colas para entrar en las basílicas, en los museos o en otros edificios de reconocida fama que cualquier persona medianamente culta ha podido contemplar en fotos, postales, películas, libros y vídeos de arte.
Una pregunta que no me resisto a formular, a formularme, es qué añade la visión in situ, en la realidad, de una obra de arte que tantas veces y con mayor detalle hemos contemplado en fieles reproducciones, sin estar apretujados y empujados por multitudes de grupos conducidos por sus respectivos guías. Guías que, para no perdernos quienes los seguimos, portan unos a modo de estandartes con cintas de colores.
Por ejemplo, un recorrido virtual por la Capilla Sixtina ¿no nos informa mejor sobre las maravillosas pinturas de Miguel Ángel que la atropellada visita al espacio real de la misma?
La no menos famosa Piedad del escultor, arquitecto y pintor oriundo de la villa toscana de Caprese está protegida por una mampara de cristal que dificulta su visión.
Por ello, cuando en la Explanada de la Plaza de los Milagros de Pisa se abre ante nuestros ojos la dilatada blancura marmórea del conjunto que forman la catedral, el baptisterio y la torre inclinada del campanile, rodeados de verdes praderas, el alma experimenta un luminoso y exaltado gozo, que nos incita a mi mujer y a mí a tendernos en la hierba como jóvenes estudiantes en un campus universitario.
Así, la esforzada vida del turista, llena de madrugones y caminatas, tiene sus gratas compensaciones, como sentarse en la terraza de un café de Florencia fundado en 1939, año de mi nacimiento, divisando parte de la fachada y la torre de la basílica catedral Santa Maria del Fiore, cuyo interior ya habíamos visitado.
Ya sé, la respuesta a mi pregunta sobre las ventajas de una visita real a cualquier obra artística es compleja, pero me atrevería a esbozarla de la siguiente manera: las pinturas, las esculturas, las construcciones religiosas o civiles, los monumentos cargados de historia, percibidos en su entidad física, transmiten al observador una sensación de verismo y una indescriptible emoción, como ocurre con la música escuchada en vivo y en directo a una orquesta sinfónica.
Sí, yo, como millones de turistas, he lanzado de espaldas mi moneda al agua de la Fontana di Trevi, con el deseo de volver a esta plaza y a tantas otras, con sus fuentes, templos y torres.
Y en la Plaza de España creemos cruzarnos con Audrey Hepburn y Gregory Peck de vacaciones a lomos de una Vespa.

Se ha afirmado con razón que lo importante no es cambiar de lugar, sino cambiar la mirada. Los duros viajes turísticos nos ayudan a educar la mirada, a descubrir las intenciones de los artistas, a llenar el alma de imágenes, de luces, que luego rebobinamos en los momentos de sequía interior. 

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