28 de enero de 2018

Aporofobia

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Si ustedes conservan alguna de las últimas ediciones en papel del Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), no busquen en ella la palabra ‘aporofobia’. No la encontrarán. Sí está ya incluido este término en la más reciente versión digital del DRAE.
La Fundación del Español Urgente (Fundéu), patrocinada por el BBVA, ha declarado ‘aporofobia’ palabra del año 2017. Anteriormente declaró palabras del año, por su reiterada presencia en la actualidad informativa, ‘escrache’ en 2013, ‘selfi’ en 2014, ‘refugiado’ en 2015 y ‘populismo’ en 2016.
Estoy de acuerdo en la gran difusión de las palabras del año de 2013, 2014, 2015 y 2016 en los medios de comunicación y en el lenguaje de la gente.
A propósito de selfi, grafía castellanizada del inglés ‘selfie’, yo propuse en un artículo publicado en este mismo periódico la sustitución de selfi por la palabra ‘autofoto’, basándome en la existencia de autorretrato. Vano empeño. Cuando un neologismo adquiere carta de ciudadanía en el habla común de la gente, es muy difícil, por no decir imposible, sustituirlo por otro vocablo, aunque en este concurran razones etimológicas y compositivas de peso.
No creo que aporofobia haya gozado del mismo grado de utilización que las palabras de años anteriores, no ya por parte del público en general, sino tampoco de las personas cultas.
Intencionadamente he omitido hasta aquí revelar el significado de aporofobia, con la intención de preguntar al lector si conoce lo que este cultismo significa. Yo he hecho entre amigos y conocidos de mi entorno cercano una pequeña encuesta de urgencia, y ninguno de los interrogados conocía ni el término de aporofobia ni su significado. La mayoría de ellos sí tenían conocimiento de ‘agorafobia’, o sea el temor a los espacios abiertos –vocablo con el que aporofobia guarda una cierta similitud en la pronunciación–; de ‘xenofobia’, repugnancia o animadversión hacia el extranjero; o de ‘homofobia’, aversión hacia la homosexualidad o las personas homosexuales.
Entre los ignorantes sobre aporofobia me incluyo. Mejor dicho, me incluía, hasta que me he informado y he averiguado que aporofobia designa “la fobia al pobre”.
Mi ignorancia no tiene excusa, porque hace más de veinte años tuve el gran privilegio de trabajar con la creadora del vocablo en cuestión, la filósofa valenciana Adela Cortina, en la preparación y edición del libro de texto de “Ética” de la Editorial Santillana para el curso 4.º de la ESO. ¿Salió a relucir en nuestras conversaciones la palabra aporofobia? Si fue así, lo he olvidado.
El elemento compositivo ‘-fobia’ abarca un doble campo semántico: el de miedo o temor, y el de rechazo o aversión. Me parece a mí que los pobres, del griego ‘áporos’, los sin recursos, no suelen suscitar temor, a no ser que su menesterosidad vaya acompañada de otras características peligrosas que entrañen una amenaza para los que no compartimos su pobreza, y hasta para los que la comparten. En cambio, sí están más extendidos el rechazo, la aversión a los necesitados, sean estos mendigos, inmigrantes, refugiados, parados sin ningún tipo de prestación, o individuos señalados por cualquier otra condición que les marca con el estigma de desheredados de la fortuna.
Me cruzo habitualmente con pobres que piden limosna en sitios fijos, a las puertas de la iglesia, de los supermercados, en una esquina estratégica, en el interior de un vagón del metro… Si cada vez que paso o me encuentro ante ellos les doy un euro o por lo menos cincuenta céntimos, tendré que incluir este gasto en mis presupuestos. Lo que sí me he propuesto es no apartar la mirada del que solicita mi ayuda, como he hecho con frecuencia experimentando ese rechazo al pobre.
No, no creo que aporofobia haya sido declarada por la Fundéu palabra del año por su existente divulgación, sino precisamente para divulgarla.
Como indicaba el director general de Fundéu Joaquín Muller, “Conviene recordar la importancia de poner nombre a las cosas para hacerlas visibles. Si no lo tienen, esas realidades no existen o quedan difuminadas. No se pueden defender o denunciar”.
Difícilmente podremos poner remedio a un mal si se oculta su existencia.
Yo sé que mi limosna no soluciona el problema de la pobreza, ni en mi barrio, ni mucho menos en el mundo. Pero no es de recibo hacerse el desentendido, y menos aún dejarse llevar por cualquier tipo de rechazo o aversión al pobre.

Que es lo que expresa, y ojalá sirva de denuncia, el vocablo aporofobia.

21 de enero de 2018

Unilateralidad

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Al tratar de la cuestión catalana, se ha introducido de una manera subrepticia el término “unilateral”. Así, cuando exdiputados y otros presos investigados por posibles delitos de sedición o rebelión piden la libertad provisional no tienen ningún reparo en declarar ante el juez que renuncian a la vía unilateral de independencia. Que los independentistas se refieran a la unilateralidad del proceso de secesión entra dentro de su esquema, según el cual ellos se han visto obligados a una declaración unilateral de independencia ante la negativa del Gobierno español a dialogar. Pero lo extraño es que el vocablo que me ocupa forme parte también del discurso de políticos y comentaristas contrarios a la ruptura.
¿Significa el calificativo de unilateral aplicado a la declaración de independencia que una declaración bilateral de independencia sería legal? ¿O sea, una independencia pactada con el Estado español y, en su nombre, con el Gobierno de España?
Se olvida que, mientras no se aboliera o reformara el Artículo 2 de la actual Constitución Española, ningún Gobierno de España, sustentado por el partido político que fuere, está capacitado o autorizado a pactar con ninguna Comunidad Autónoma, región o provincia española su secesión. Pues dicho Artículo 2 establece que “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.
El Gobierno de España que reconociera la independencia de cualquier parte de la Nación violaría la ley de leyes y se situaría en la misma ilegalidad en la que han incurrido cuantos han participado en la declaración unilateral de independencia y en la aprobación de una República Catalana independiente.
No cabe bilateralidad de ningún género mientras siga vigente el Artículo 2 de la Constitución de 1978 aprobada en referéndum por una amplia mayoría del pueblo español, en el que, como afirma el Artículo 1, reside la soberanía nacional y del que emanan los poderes del Estado. En las elecciones autonómicas del pasado 21 de diciembre los independentistas no han obtenido ni siquiera una mayoría simple de los votos emitidos, pues los constitucionalistas les han superado en 170.000 votantes.
Los catalanes independentistas se han instalado en una visión de la realidad política, social y económica que solo contempla un aspecto de la cuestión. En cualquier asunto o problema ante el que nos encontramos y en el que es preciso adoptar una postura y tomar una decisión solemos ponderar los pros y los contras de tal postura o decisión. Ahí radica la racionalidad, el sentido común, por el que nos guiamos, o deberíamos guiarnos, en todos los ámbitos de la vida.
Los catalanes independentistas, de los que supongo que en otras parcelas de su existencia se rigen por el proceder de considerar las ventajas y los inconvenientes de una determinada conducta, al enfrentarse al dilema “independencia o unión con el resto de España” se dejan llevar por un sentimiento identitario de pertenencia a una nación, la catalana, que exige Estado propio e independiente. Como si su identidad más profunda y genuina se viese menoscabada por la unión con los demás pueblos de España. O como si su ser más íntimo en cuanto personas solo se realizara si la comunidad en la que han nacido o en la que habitan y a la que están ligados por otros vínculos jurídicos, sociales, laborales se erige en Estado independiente bajo la forma de república.
A mí no se me alcanza la conexión entre ambos términos: mi realización como ser personal y el hecho de que mi patria, chica o más amplia, se configure como Estado independiente. El amor a la patria, a las propias raíces, costumbres, paisaje, lengua, gastronomía, no necesita de una forma estatal segregada de otros pueblos que comparten muchas de esas características y se diferencian en otras singularidades. Tan solo si esas peculiaridades fueran reprimidas o prohibidas por un Estado opresor cabría, es más se exigiría, enfrentarse a esa opresión y erigirse en Estado independiente.
Únicamente desde una óptica sesgada y una deformación sistemática de la historia y de la situación actual de las relaciones de Cataluña con el Estado español, del que forma parte. muchas veces y en múltiples aspectos privilegiada, cabría hablar de colonización, de opresión o de no respeto a una singularidad que es tal dentro del conjunto armónico y solidario de los pueblos de España.

Aplíquese a esta relación de los catalanes con otros pueblos españoles la bilateralidad, que significa no circunscribirse a un solo aspecto de una realidad o cuestión. 

14 de enero de 2018

Tantísimos nombres

Las palabras y la vida
Tantísimos nombres
Alberto Martín Baró

Seguro que más de una vez se han dirigido a su interlocutor con la broma: “¿Te acuerdas de cuando hablábamos de corrido?”. Hoy se calificaría esta frase de “viral”, como se valora en las redes sociales un dicho o un acontecimiento que ha hecho fortuna, aunque parecería que lo perteneciente o relativo a los virus debería tener una connotación negativa.
Se nos queda la mente en blanco y no recordamos el nombre de una persona, el título de una novela, de una película, de una canción… En consecuencia, que ya no hablamos de corrido, sin penosas lagunas e interrupciones.
Por más que, en medio de la conversación, nos esforcemos por dar con el nombre en cuestión, es inútil. El nombre olvidado se nos ocurrirá tal vez después, cuando no pensemos en él.
Si se resiste a desvelársenos, podemos echar mano del móvil inteligente, siempre que acertemos a hacer a Google la pregunta pertinente. Este recurso puede servir, por ejemplo, cuando queremos hallar el nombre de un artista de cine, si sabemos el título de alguna película en la que actúa.
A lo largo de nuestra vida se han ido acumulando en nuestra retentiva centenares de nombres, quizá más: de familiares, de compañeros del colegio, de profesores, de colegas del trabajo, de amigos y conocidos, en las distintas etapas de nuestro periplo vital, cuando ya vamos sumando años y experiencia.
¿Por qué se borran algunos de esos nombres de nuestra memoria? Porque dejamos de usarlos. Es más probable que retengamos los rostros de quienes en algún momento de nuestra existencia han tenido trato con nosotros que sus nombres y apellidos. Casar rostros con sus respectivos nombres es ejercicio al que, en algunos de mis duermevelas, me dedico, no siempre con éxito.
Me saluda por la calle un viandante, yo respondo educadamente a su saludo pero, mientras que él –o ella, no se molesten las féminas, aunque soy reacio a la inútil y cansina repetición de masculinos y femeninos– me interpela por mi nombre de pila, yo no caigo así de pronto en el suyo. Si este encuentro se produce al ir yo acompañado de mi mujer y se hace obligado presentarla, no es de recibo decir: “Aquí mi esposa” y “Ahí… una amistad”.
Me sorprende descubrir que mis contactos almacenados en el ordenador o en el móvil ascienden a cerca de un millar. Bien es verdad que algunos están repetidos, porque figuran en registros distintos su teléfono y su correo electrónico. Repaso sus nombres y, si no he tenido la precaución de incluir el apellido, puedo llamar equivocadamente a una Pilar que no es aquella con la que en ese momento me interesa hablar.
El guasap puede ofrecer la ventaja de presentar en el perfil la imagen de la persona del contacto, si la susodicha se ha dignado insertarla, y no un paisaje u otro motivo que nada me dicen de su identidad.
Si de los nombres propios de las personas pasamos a los nombres de animales, de plantas, de minerales, de útiles e instrumentos o cualesquiera objetos, excuso decirles el almacenamiento ingente que se produce.
Conversando hace unos días con una sobrina de mi mujer y su pareja, ella, que tiene hijos en edad escolar, nos comentaba que aún se sabe de memoria la tabla periódica de los elementos. Ahí es nada. Como también nos aprendíamos en tiempos la lista de los reyes godos.
Los nombres bíblicos tenían en muchos casos la ventaja de significar algo propio de la persona a la que denominaban. Moisés, del hebreo ‘moseh’, se llamó así porque, abandonado en un cesto en el río Nilo, fue salvado de las aguas. Y Jesús, del hebreo ‘Yeshua’, significa salvación. Esto no sucede con nuestros patronímicos, perfectamente intercambiables, elegidos al azar y a su gusto por los padres para sus hijos, sin que tampoco tengan, como antes, que responder a nombres de santos o advocaciones de la Virgen.
Después de que Dios, como relata el libro del Génesis, formara de la tierra a los animales del campo y a las aves del cielo, “los llevó ante el hombre para que viese cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera”.
Según el filósofo alemán Heidegger, “Solo hay mundo donde hay lenguaje”. Los seres empiezan a existir cuando reciben un nombre.
Tantísimos nombres. Que a menudo caen en el olvido por el desuso y por el paso del tiempo. Y, puesto que seguimos vivos y activos, se irán incrementando al aumentar nuestras relaciones y nuestros conocimientos.


7 de enero de 2018

Poder con la soledad

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Se quedó viuda en 1981 con dos hijos adolescentes. Desde que estos se independizaron, ella ha vivido sola diecisiete años, hasta que decidió volver a casarse, a una edad en la que hace falta valor para embarcarse en semejante aventura.
“Puedo, he podido, con la soledad”. La expresión es suya. Y sabe de lo que habla.
Poder con la soledad. ¿Quiere esto decir que la soledad es una pesada carga, una situación onerosa para la que no estamos preparados?
Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2016 había en España cerca de dos millones de personas mayores de 65 años viviendo solas. Y en los hogares habitados por una única persona, las mujeres superan en más del doble a los hombres. Lo cual guarda relación con el hecho, también confirmado por las estadísticas, de que hay más viudas que viudos.
Igualmente puede ser cierto que los hombres soportamos la soledad peor que las mujeres. A lo que hay que añadir la realidad sociológica, hoy felizmente superada en parte, de que han sido las mujeres las que se ocupaban de las tareas domésticas.
Mi padre no se hizo en toda su vida una simple tortilla francesa. En cierta ocasión en la que mi madre le pidió que pusiera a calentar un vaso de leche, él, ni corto ni perezoso, colocó un vaso de duralex lleno de leche directamente sobre el fuego –entonces no había hornos de microondas–, con los resultados que cabe imaginar.
La familia en la que los abuelos convivían con el hijo o la hija casados y con los nietos hoy prácticamente ha desaparecido. Aunque sí es habitual que los abuelos echen una mano a sus hijos y se queden con los nietos pequeños o vayan a buscarles al colegio.
En el barrio de Madrid, de clase media alta, en el que actualmente paso temporadas alternando con mi casa de El Espinar, predominan las personas mayores, jubiladas, que salen a hacer la compra a media mañana. Después se reúnen en bares y cafeterías a tomar café y charlar, en grupos por lo general de solo mujeres o solo hombres. Me consta que bastantes de tales personas viven solas y hallan en estas reuniones la deseada compañía, sin renunciar a su independencia y demás ventajas de la soledad.
No es infrecuente observar a ancianos que no se resignan a quedarse en casa y salen a pasear acompañados por una mujer o un hombre, muy a menudo hispanoamericanos, que les ayudan a desplazarse, cogiéndoles del brazo o empujando su silla de ruedas.
“No es bueno que el hombre esté solo”, dijo Dios después de crear a Adán, según relata el libro del Génesis. Y le dio una compañera, al ver a la cual Adán exclamó: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”.
No me parece que guste al pensamiento igualitario actual esta versión de la creación de la mujer. Existe otro pasaje del Génesis, según la mayoría de los exegetas debido a otro autor, en el que se afirma que “Dios los creó hombre y mujer, a su propia imagen”, sin ninguna procedencia de la mujer de una costilla de Adán.
En cualquier caso, lo que me interesa resaltar es la comunión de dos seres humanos que se acompañan mutuamente.
Escribía en un reciente artículo mi admirado autor teatral Germán Ubillos que “A Dios, que es tremendamente humano, no le gusta nada vivir solo, por eso lo ha hecho desde siempre formando una trinidad con el Hijo y con el Espíritu Santo.
A eso se unía el problema de los hombres creados por él y encima a su imagen y semejanza. Decidió hacerse hombre para comprenderles mejor y hacerse como uno de ellos. Vemos que es muy sociable, que no le gusta nada la soledad y que es muy buena persona, incluso ha sido capaz de dar la vida por nosotros”.
El teólogo Olegario González de Cardedal, también en un artículo de prensa, hace igualmente descender la comunidad trinitaria a “la compañía de Dios con los mortales”. “…no estamos solos en el mundo, porque tenemos un padre que se nos dio en Belén”.
Jesús –esto lo añado yo– nos enseñó a llamar a Dios padre y a rezar “Padre nuestro que estás en el cielo”.
No fue Jesús de Nazaret un solitario. Cuando en la soledad del desierto descubrió a Yahvé, se echó a los caminos a predicar la buena nueva de que Dios nos ama como padre y quiere que le amemos como tal.
Y puesto que a Dios nadie le ha visto, el gran descubrimiento de Jesús fue que Dios está en el prójimo, en el próximo, en el hermano.
“Venid, benditos de mi Padre, porque estuve solo y me acompañasteis”.