7 de enero de 2018

Poder con la soledad

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Se quedó viuda en 1981 con dos hijos adolescentes. Desde que estos se independizaron, ella ha vivido sola diecisiete años, hasta que decidió volver a casarse, a una edad en la que hace falta valor para embarcarse en semejante aventura.
“Puedo, he podido, con la soledad”. La expresión es suya. Y sabe de lo que habla.
Poder con la soledad. ¿Quiere esto decir que la soledad es una pesada carga, una situación onerosa para la que no estamos preparados?
Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2016 había en España cerca de dos millones de personas mayores de 65 años viviendo solas. Y en los hogares habitados por una única persona, las mujeres superan en más del doble a los hombres. Lo cual guarda relación con el hecho, también confirmado por las estadísticas, de que hay más viudas que viudos.
Igualmente puede ser cierto que los hombres soportamos la soledad peor que las mujeres. A lo que hay que añadir la realidad sociológica, hoy felizmente superada en parte, de que han sido las mujeres las que se ocupaban de las tareas domésticas.
Mi padre no se hizo en toda su vida una simple tortilla francesa. En cierta ocasión en la que mi madre le pidió que pusiera a calentar un vaso de leche, él, ni corto ni perezoso, colocó un vaso de duralex lleno de leche directamente sobre el fuego –entonces no había hornos de microondas–, con los resultados que cabe imaginar.
La familia en la que los abuelos convivían con el hijo o la hija casados y con los nietos hoy prácticamente ha desaparecido. Aunque sí es habitual que los abuelos echen una mano a sus hijos y se queden con los nietos pequeños o vayan a buscarles al colegio.
En el barrio de Madrid, de clase media alta, en el que actualmente paso temporadas alternando con mi casa de El Espinar, predominan las personas mayores, jubiladas, que salen a hacer la compra a media mañana. Después se reúnen en bares y cafeterías a tomar café y charlar, en grupos por lo general de solo mujeres o solo hombres. Me consta que bastantes de tales personas viven solas y hallan en estas reuniones la deseada compañía, sin renunciar a su independencia y demás ventajas de la soledad.
No es infrecuente observar a ancianos que no se resignan a quedarse en casa y salen a pasear acompañados por una mujer o un hombre, muy a menudo hispanoamericanos, que les ayudan a desplazarse, cogiéndoles del brazo o empujando su silla de ruedas.
“No es bueno que el hombre esté solo”, dijo Dios después de crear a Adán, según relata el libro del Génesis. Y le dio una compañera, al ver a la cual Adán exclamó: “Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”.
No me parece que guste al pensamiento igualitario actual esta versión de la creación de la mujer. Existe otro pasaje del Génesis, según la mayoría de los exegetas debido a otro autor, en el que se afirma que “Dios los creó hombre y mujer, a su propia imagen”, sin ninguna procedencia de la mujer de una costilla de Adán.
En cualquier caso, lo que me interesa resaltar es la comunión de dos seres humanos que se acompañan mutuamente.
Escribía en un reciente artículo mi admirado autor teatral Germán Ubillos que “A Dios, que es tremendamente humano, no le gusta nada vivir solo, por eso lo ha hecho desde siempre formando una trinidad con el Hijo y con el Espíritu Santo.
A eso se unía el problema de los hombres creados por él y encima a su imagen y semejanza. Decidió hacerse hombre para comprenderles mejor y hacerse como uno de ellos. Vemos que es muy sociable, que no le gusta nada la soledad y que es muy buena persona, incluso ha sido capaz de dar la vida por nosotros”.
El teólogo Olegario González de Cardedal, también en un artículo de prensa, hace igualmente descender la comunidad trinitaria a “la compañía de Dios con los mortales”. “…no estamos solos en el mundo, porque tenemos un padre que se nos dio en Belén”.
Jesús –esto lo añado yo– nos enseñó a llamar a Dios padre y a rezar “Padre nuestro que estás en el cielo”.
No fue Jesús de Nazaret un solitario. Cuando en la soledad del desierto descubrió a Yahvé, se echó a los caminos a predicar la buena nueva de que Dios nos ama como padre y quiere que le amemos como tal.
Y puesto que a Dios nadie le ha visto, el gran descubrimiento de Jesús fue que Dios está en el prójimo, en el próximo, en el hermano.
“Venid, benditos de mi Padre, porque estuve solo y me acompañasteis”.      

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