14 de enero de 2018

Tantísimos nombres

Las palabras y la vida
Tantísimos nombres
Alberto Martín Baró

Seguro que más de una vez se han dirigido a su interlocutor con la broma: “¿Te acuerdas de cuando hablábamos de corrido?”. Hoy se calificaría esta frase de “viral”, como se valora en las redes sociales un dicho o un acontecimiento que ha hecho fortuna, aunque parecería que lo perteneciente o relativo a los virus debería tener una connotación negativa.
Se nos queda la mente en blanco y no recordamos el nombre de una persona, el título de una novela, de una película, de una canción… En consecuencia, que ya no hablamos de corrido, sin penosas lagunas e interrupciones.
Por más que, en medio de la conversación, nos esforcemos por dar con el nombre en cuestión, es inútil. El nombre olvidado se nos ocurrirá tal vez después, cuando no pensemos en él.
Si se resiste a desvelársenos, podemos echar mano del móvil inteligente, siempre que acertemos a hacer a Google la pregunta pertinente. Este recurso puede servir, por ejemplo, cuando queremos hallar el nombre de un artista de cine, si sabemos el título de alguna película en la que actúa.
A lo largo de nuestra vida se han ido acumulando en nuestra retentiva centenares de nombres, quizá más: de familiares, de compañeros del colegio, de profesores, de colegas del trabajo, de amigos y conocidos, en las distintas etapas de nuestro periplo vital, cuando ya vamos sumando años y experiencia.
¿Por qué se borran algunos de esos nombres de nuestra memoria? Porque dejamos de usarlos. Es más probable que retengamos los rostros de quienes en algún momento de nuestra existencia han tenido trato con nosotros que sus nombres y apellidos. Casar rostros con sus respectivos nombres es ejercicio al que, en algunos de mis duermevelas, me dedico, no siempre con éxito.
Me saluda por la calle un viandante, yo respondo educadamente a su saludo pero, mientras que él –o ella, no se molesten las féminas, aunque soy reacio a la inútil y cansina repetición de masculinos y femeninos– me interpela por mi nombre de pila, yo no caigo así de pronto en el suyo. Si este encuentro se produce al ir yo acompañado de mi mujer y se hace obligado presentarla, no es de recibo decir: “Aquí mi esposa” y “Ahí… una amistad”.
Me sorprende descubrir que mis contactos almacenados en el ordenador o en el móvil ascienden a cerca de un millar. Bien es verdad que algunos están repetidos, porque figuran en registros distintos su teléfono y su correo electrónico. Repaso sus nombres y, si no he tenido la precaución de incluir el apellido, puedo llamar equivocadamente a una Pilar que no es aquella con la que en ese momento me interesa hablar.
El guasap puede ofrecer la ventaja de presentar en el perfil la imagen de la persona del contacto, si la susodicha se ha dignado insertarla, y no un paisaje u otro motivo que nada me dicen de su identidad.
Si de los nombres propios de las personas pasamos a los nombres de animales, de plantas, de minerales, de útiles e instrumentos o cualesquiera objetos, excuso decirles el almacenamiento ingente que se produce.
Conversando hace unos días con una sobrina de mi mujer y su pareja, ella, que tiene hijos en edad escolar, nos comentaba que aún se sabe de memoria la tabla periódica de los elementos. Ahí es nada. Como también nos aprendíamos en tiempos la lista de los reyes godos.
Los nombres bíblicos tenían en muchos casos la ventaja de significar algo propio de la persona a la que denominaban. Moisés, del hebreo ‘moseh’, se llamó así porque, abandonado en un cesto en el río Nilo, fue salvado de las aguas. Y Jesús, del hebreo ‘Yeshua’, significa salvación. Esto no sucede con nuestros patronímicos, perfectamente intercambiables, elegidos al azar y a su gusto por los padres para sus hijos, sin que tampoco tengan, como antes, que responder a nombres de santos o advocaciones de la Virgen.
Después de que Dios, como relata el libro del Génesis, formara de la tierra a los animales del campo y a las aves del cielo, “los llevó ante el hombre para que viese cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera”.
Según el filósofo alemán Heidegger, “Solo hay mundo donde hay lenguaje”. Los seres empiezan a existir cuando reciben un nombre.
Tantísimos nombres. Que a menudo caen en el olvido por el desuso y por el paso del tiempo. Y, puesto que seguimos vivos y activos, se irán incrementando al aumentar nuestras relaciones y nuestros conocimientos.


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