Las
palabras y la vida
Tantísimos
nombres
Alberto Martín Baró
Seguro que más de una
vez se han dirigido a su interlocutor con la broma: “¿Te acuerdas de cuando
hablábamos de corrido?”. Hoy se calificaría esta frase de “viral”, como se
valora en las redes sociales un dicho o un acontecimiento que ha hecho fortuna,
aunque parecería que lo perteneciente o relativo a los virus debería tener una
connotación negativa.
Se nos queda la mente
en blanco y no recordamos el nombre de una persona, el título de una novela, de
una película, de una canción… En consecuencia, que ya no hablamos de corrido,
sin penosas lagunas e interrupciones.
Por más que, en medio
de la conversación, nos esforcemos por dar con el nombre en cuestión, es
inútil. El nombre olvidado se nos ocurrirá tal vez después, cuando no pensemos
en él.
Si se resiste a
desvelársenos, podemos echar mano del móvil inteligente, siempre que acertemos
a hacer a Google la pregunta pertinente. Este recurso puede servir, por
ejemplo, cuando queremos hallar el nombre de un artista de cine, si sabemos el
título de alguna película en la que actúa.
A lo largo de nuestra
vida se han ido acumulando en nuestra retentiva centenares de nombres, quizá
más: de familiares, de compañeros del colegio, de profesores, de colegas del
trabajo, de amigos y conocidos, en las distintas etapas de nuestro periplo
vital, cuando ya vamos sumando años y experiencia.
¿Por qué se borran
algunos de esos nombres de nuestra memoria? Porque dejamos de usarlos. Es más
probable que retengamos los rostros de quienes en algún momento de nuestra
existencia han tenido trato con nosotros que sus nombres y apellidos. Casar
rostros con sus respectivos nombres es ejercicio al que, en algunos de mis
duermevelas, me dedico, no siempre con éxito.
Me saluda por la
calle un viandante, yo respondo educadamente a su saludo pero, mientras que él
–o ella, no se molesten las féminas, aunque soy reacio a la inútil y cansina
repetición de masculinos y femeninos– me interpela por mi nombre de pila, yo no
caigo así de pronto en el suyo. Si este encuentro se produce al ir yo
acompañado de mi mujer y se hace obligado presentarla, no es de recibo decir:
“Aquí mi esposa” y “Ahí… una amistad”.
Me sorprende
descubrir que mis contactos almacenados en el ordenador o en el móvil ascienden
a cerca de un millar. Bien es verdad que algunos están repetidos, porque
figuran en registros distintos su teléfono y su correo electrónico. Repaso sus
nombres y, si no he tenido la precaución de incluir el apellido, puedo llamar
equivocadamente a una Pilar que no es aquella con la que en ese momento me
interesa hablar.
El guasap puede
ofrecer la ventaja de presentar en el perfil la imagen de la persona del
contacto, si la susodicha se ha dignado insertarla, y no un paisaje u otro
motivo que nada me dicen de su identidad.
Si de los nombres
propios de las personas pasamos a los nombres de animales, de plantas, de minerales,
de útiles e instrumentos o cualesquiera objetos, excuso decirles el
almacenamiento ingente que se produce.
Conversando hace unos
días con una sobrina de mi mujer y su pareja, ella, que tiene hijos en edad
escolar, nos comentaba que aún se sabe de memoria la tabla periódica de los
elementos. Ahí es nada. Como también nos aprendíamos en tiempos la lista de los
reyes godos.
Los nombres bíblicos
tenían en muchos casos la ventaja de significar algo propio de la persona a la
que denominaban. Moisés, del hebreo ‘moseh’, se llamó así porque, abandonado en
un cesto en el río Nilo, fue salvado de las aguas. Y Jesús, del hebreo
‘Yeshua’, significa salvación. Esto no sucede con nuestros patronímicos,
perfectamente intercambiables, elegidos al azar y a su gusto por los padres
para sus hijos, sin que tampoco tengan, como antes, que responder a nombres de
santos o advocaciones de la Virgen.
Después de que Dios,
como relata el libro del Génesis, formara de la tierra a los animales del campo
y a las aves del cielo, “los llevó ante el hombre para que viese cómo los
llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera”.
Según el filósofo alemán Heidegger,
“Solo hay mundo donde hay lenguaje”. Los seres empiezan a existir cuando
reciben un nombre.
Tantísimos nombres.
Que a menudo caen en el olvido por el desuso y por el paso del tiempo. Y,
puesto que seguimos vivos y activos, se irán incrementando al aumentar nuestras
relaciones y nuestros conocimientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario