28 de junio de 2020

Primera semana sin estado de alarma


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Me resisto a utilizar el término “desescalada”, un desafortunado calco del inglés, para designar el final del estado de alarma. Si escalada denota ascenso o subida, su antónimo significará descenso o bajada, que podría aplicarse al número de contagios y muertes por el covid-19, pero no a la relajación de las medidas de confinamiento que esta semana hemos venido a disfrutar por gracia de las autoridades sanitarias.
Dos diarios nacionales, el ABC y El Mundo, daban a conocer el lunes 22 de junio los resultados de sendas encuestas realizadas entre los ciudadanos españoles sobre lo que opinan acerca de diversas cuestiones de actualidad.
Así, el barómetro de GAD3 para ABC destacaba en titulares que ocho de cada diez encuestados piden a PP y PSOE un “pacto de reconstrucción”.
El sondeo de Sigma Dos para El Mundo registra un fuerte ascenso del PP en intención de voto, que se pondría a menos de tres puntos del PSOE, castigando a Sánchez por la gestión de la pandemia. Como no estamos ante unas próximas elecciones generales, este dato es un brindis al sol, aunque puede animar al partido que lidera Casado a continuar con su labor de oposición.
Un resultado de la encuesta de GAD3 es demoledor para el Gobierno: el presidente y todos los ministros suspenden. En una valoración del 0 al 10, Sánchez obtiene la “mejor” nota con un 4,3, empatado con Margarita Robles, quien a mi juicio merecería por lo menos un notable. Los suspensos más bajos se los llevan Pablo Iglesias e Irene Montero con 3,0. No se les ha preguntado a los ciudadanos en este barómetro por la valoración de los líderes de los partidos, mientras que sí la recoge Sigma Dos. No se froten las manos ni el PP, ni Cs, ni Vox con el suspenso del Gobierno, pues tanto Casado con un 3,45, como Arrimadas con un 3,92 y Abascal con un 2,55 suspenden por detrás de Pedro Sánchez, que merece un 4,21.
Por aquello de que “en el país de los ciegos el tuerto es el rey”, Sánchez podría sacar pecho, pero desde luego sus notas, a juicio de los entrevistados, están muy lejos del sobresaliente que él mismo se ha otorgado en sus autocomplacientes comparecencias televisivas.
Es decir, todos los políticos sin excepción no llegan ni siquiera a un mísero aprobado. Con estos mimbres hay que tejer los acuerdos que demanda una gran mayoría de españoles para superar la crisis económica y laboral que ya se deja sentir en España según las cifras de déficit, de deuda pública, de caída del PIB y de paro que recogen todos los organismos nacionales e internacionales.
Un 79 % de los preguntados por Sigma Dos temen rebrotes del covid-19. Ante las imágenes que hemos podido contemplar por televisión de playas abarrotadas, de muchedumbres congregadas en manifestaciones, fiestas y botellones en que los participantes ni llevaban mascarillas ni guardaban las distancias de seguridad, no solo en España, sino también en Francia, Bélgica y otros países europeos, se me han abierto las carnes.
Este temor se ha visto irónicamente reforzado por las declaraciones del director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón, sí, el doctor experto en epidemias que aseguró al comienzo de la pandemia que “España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado”. La deficiente sintaxis, marca de la casa, no impide entender el alcance de tal pronóstico. Pues bien, el mismo certero augur declaraba el lunes 22 de junio: “Aunque se produzcan brotes en España, es difícil que la transmisión sea la misma que al principio”. Y concluía sin que le temblara la cascada voz: “Todo está bajo control”.
¿Y qué dice el Gobierno ante estos temidos rebrotes? Pues, mientras la vicepresidenta Carmen Calvo manifestaba que, si fuera necesario, se volvería a implantar el estado de alarma, la ministra portavoz María Jesús Montero descartaba que el Ejecutivo se hubiera planteado esa posibilidad. Menos mal que eran dos miembros distintos del gabinete de Sánchez, no el mismo presidente del Gobierno en las contradicciones a que nos tiene acostumbrados.
Si los ingenuos ciudadanos pedían mayoritariamente un pacto PSOE-PP por la reconstrucción de España, en el debate sobre el Estado de la Nación y en la sesión de control al Gobierno, ha quedado clara la voluntad de Sánchez de negarse a cualquier acuerdo con el PP, al que ha acusado de deslealtad, de falta de sentido de Estado y hasta de ser responsable de las muertes por el covid-19, mientras que él se jacta de haber salvado 450.000 vidas.
A pesar de todos los ataques del presidente y de sus ministros al principal partido de la oposición, el PP, que ya había votado a favor de la declaración del estado de alarma y de su prórroga tres veces, ha apoyado con su voto el Decreto sobre la Nueva Normalidad y la candidatura de Nadia Calviño a la presidencia del Eurogrupo.
¿Seguirá Sánchez prefiriendo el apoyo de ERC y de Bildu, que le han acusado de pactar con la derecha reaccionaria y antidemocrática, ellos acreditados demócratas de toda la vida?

21 de junio de 2020

La muerte en tiempos de pandemia


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

En artículos anteriores he escrito sobre la oración, el amor, el lenguaje, los expertos, el trabajo y la unidad en tiempos de pandemia.
Hoy quiero dedicar un emocionado recuerdo a los fallecidos por el covid-19 en España y en todo el mundo.
Cuando en nuestro país parece que la cifra de muertes ha descendido hasta no registrarse ningún fallecimiento en el día anterior a aquel en el que Sanidad comunica este dato, y cuando estamos saliendo del confinamiento en el que nos tenía recluidos el estado de alarma, en otras muchas regiones de América, Asia y África aún hace estragos el letal virus en la salud y en la vida de millares de personas.
Nos hemos dejado enredar en la discusión sobre el número de muertos, utilizándolos como un ariete en la lucha partidista y olvidando que se trata de seres humanos a los que el covid-19 ha despojado de lo más preciado con que contamos: la existencia.
Se nos había dicho al comienzo de la pandemia que el coronavirus tenía una gran capacidad de propagarse y de contagiar, especialmente mediante el contacto corporal entre personas, pero que, salvo excepciones, sus daños eran leves. Dios santo, si llegan a ser graves, qué trágica mortandad habría ocurrido, muy superior a la que hemos padecido.
De la espeluznante visión global de los efectos mortales de la pandemia, quiero descender a los casos concretos e individuales que a todos, en mayor o menor grado de cercanía, nos han afectado.
El virus exterminador se ha llevado a un compañero mío de colegio, Juan Ignacio Izuzquiza González, y a dos escritores del grupo literario Troquel, al que yo también pertenezco, Francisco de la Torre y Díaz-Palacios y Ramón Lázaro Fernández y Suárez. Los consigno así, con sus nombres y apellidos, no como unos dígitos que añadir al cómputo del obituario. Seres queridos que han dejado llorando a familiares y amigos.
Nunca es buen momento para morir, pero fallecer en medio de una pandemia y de una deletérea gestión de la misma por parte de gobernantes incompetentes y mendaces ha impedido que los difuntos contaran con las honras fúnebres que desde siempre los que quedamos en este valle de lágrimas les hemos brindado.
Triste es que quienes han contraído matrimonio en estos tiempos aciagos apenas hayan podido celebrar su boda con un par de testigos. Pero mucho más desolador es que no hayamos podido despedir como merecen a los deudos que nos han dejado. Se han ocultado los féretros, se ha postergado meses el luto oficial por las víctimas del covid-19 e, insisto, se las ha despersonalizado en unas frías curvas, picos y escaladas o desescaladas estadísticas que maquillan el lúgubre rostro individualizado de los muertos.
 “Cerraron sus ojos, / que aún tenía abiertos, / taparon su cara / con un blanco lienzo; / y unos sollozando, / otros en silencio, / de la triste alcoba / todos se salieron. / […] Ante aquel contraste / de vida y misterios, / de luz y tinieblas, / yo pensé un momento: / ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”
Sí, Gustavo Adolfo, qué solos se quedan los muertos. Pero ellos ya han dejado de sufrir, somos nosotros a quienes no se ha permitido llevar el debido luto.
Decía Jesús Burgaleta, un sacerdote sui generis, profesor del Instituto de Pastoral León XIII, con quien tuve la fortuna de participar en las eucaristías que él dirigía y en las que hablaba de Dios y de Jesús de Nazaret como si tuviera línea directa con ellos, digo que Burgaleta decía que lo peor no es la muerte, sino la enfermedad. Enfermedad que él sobrellevó durante años y que le obligaba a penosas transfusiones de sangre.
Caer enfermo, contagiado por el coronavirus, y tener que ser ingresado en un hospital desbordado, atendido por unos médicos y sanitarios que se juegan literalmente la vida sin equipos de protección adecuados, cuando además la enfermedad del covid-19 carece de un tratamiento específico, me viene a confirmar las palabras de mi querido e inolvidable Jesús Burgaleta.
El filósofo griego Epicuro (341-270 a.C.) afirma en su Epístola a Meneceo que la muerte es nada para nosotros y que resulta absurdo temerla, pues mientras nosotros existimos ella no está, y cuando ella llega nosotros ya no estamos.
Con permiso de Epicuro, yo y muchos como yo tememos a la muerte. Y más a una muerte anónima en tiempos de pandemia.
Pero convengo con Jesús Burgaleta en que más me aterra una larga y penosa enfermedad, antesala de la muerte, que nos va privando poco a poco de nuestras facultades, de la alegría de vivir y de amar.
Una plegaria del devocionario católico reza así: “A subitanea et improvisa morte libera nos, Domine”, “De una muerte súbita e imprevista líbranos, Señor”.
Pues no sé, qué quieren que les diga, yo daría la bienvenida a una tal Parca.

14 de junio de 2020

La indefinición de Sánchez y la escalada de Iglesias


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Sostenía yo en un artículo publicado en esta Tribuna de El Adelantado el 7 de diciembre de 2019 que “Pedro Sánchez no miente”. Y basaba mi aserto en que el presidente del Gobierno “no dice o manifiesta lo contrario de lo que sabe, cree o piensa, en lo que consiste el hecho de mentir según la definición del Diccionario de la Real Academia Española”.
Hoy, cuando han transcurrido un poco más de seis meses desde la publicación de la citada columna, seis meses en los que hemos vivido la más trágica pandemia que hayan experimentado España y el mundo entero hace siglos, me mantengo en lo sustancial de mi afirmación de que Pedro Sánchez no es, como se le acusa reiteradamente, un “mentiroso compulsivo”.
Después de los inacabables y tediosos mítines con los que Sánchez nos ha torturado los fines de semana y de sus autocomplacientes intervenciones en el Congreso de los Diputados para defender la declaración del Estado de Alarma y sus sucesivas prórrogas, ¿conocemos realmente lo que el presidente “sabe, cree o piensa”? ¿Cuán es su programa de gobierno? ¿Qué opinión le merecen los líderes de otros partidos políticos o incluso de los dirigentes de su mismo partido?
Es fácil demostrar con reiteradas manifestaciones de Sánchez que lo que ha dicho o manifestado unas horas o minutos antes, incluso a veces en una misma afirmación, lo contradice a renglón seguido sin inmutarse.
Sus solemnes promesas de convocar elecciones inmediatamente después de ganar la moción de censura contra Rajoy, o de que destituiría u obligaría a dimitir a cualquier ministro o alto cargo que plagiara, o de que no se aliaría con Unidas Podemos, porque le quitaría el sueño que Pablo Iglesias u otros miembros de su partido se sentasen en el Consejo de Ministros, o de que no dejaría la gobernabilidad de España en manos de fuerzas independentistas, o de que nunca pactaría con Bildu, o de que erradicaría de las prácticas de su mandato el enchufismo, se han visto notoriamente incumplidas sin que al presidente se le altere el gesto.
De tales incumplimientos, contradicciones e incoherencias está plagada la trayectoria política de Sánchez. Pero no se trata de mentiras, insisto. Iba a decir que lo que practica Pedro Sánchez es peor que mentir. No. Faltar a la verdad es, desde todos los puntos de vista, éticos y humanos, la peor agresión que puede hacerse a la convivencia y al respeto a aquellos con quienes tratamos y nos relacionamos.
Pero la falta de principios de que hace gala Pedro Sánchez es quizá, después de la mentira, la principal tacha que puede hacerse a una persona y, más aún, a un gobernante.
¿Tanto ha cambiado Sánchez a mejor desde que el Comité Federal de su propio partido le “defenestró” un 1 de octubre de 2016?
Hoy los mal llamados barones y demás dirigentes del PSOE mantienen un ominoso silencio ante las “líneas rojas” que el presidente ha traspasado una y otra vez. Pero es que el poder une mucho y crea lazos entre los que se benefician de los favores y las prebendas que generosamente reparte el que manda a quienes le apoyan.
Si hay algo que ha quedado meridianamente claro en Sánchez es que lo único que en realidad le mueve es mantenerse como sea en la Moncloa, aunque para ello tuviera que pactar con el mismo diablo. Y, en vez de defender su inexistente programa, se ha convertido en oposición de la oposición.
Frente a la indefinición del presidente del Gobierno, están los paladinos propósitos del vicepresidente segundo, Pablo Iglesias. Se proponía “asaltar el cielo” y ya ha empezado a disfrutar de las delicias celestiales. El secretario general de Unidas Podemos sí que tiene un programa y lo ha detallado tanto en los estatutos de su partido como en los acuerdos con Sánchez para entrar en su gobierno.
Mientras que el socialismo lo pone Sánchez en cuarentena si ello conviene a su meta principal de seguir siendo presidente, el comunismo bolivariano de Pablo Iglesias queda patente en sus palabras y en sus hechos. Derrocar la monarquía, sustituir la débil democracia española por un régimen totalitario, terminar con la separación de poderes, someter a los jueces, que solo sirven a los intereses de los ricos y poderosos, socavar las instituciones como las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que pueden representar un contrapeso a un ejecutivo omnipresente, nacionalizar la Banca y otras empresas, son fines que Pablo Iglesias no esconde. El “escudo social”, el “no dejar a nadie atrás”, la subida del Salario Mínimo Interprofesional, la aprobación del Ingreso Mínimo Vital, son otros medios de lograr, teniendo a una población subsidiada y dependiente de los poderes públicos, ese paraíso comunista, donde el esfuerzo y la libertad individuales quedarán abolidos en aras del Estado opresivo y benefactor.
En todos los regímenes comunistas, los únicos que han prosperado son sus líderes. Pablo Iglesias ya ha comenzado la escalada, en nuestra desescalada.

7 de junio de 2020

Más que desencanto


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Pero ¿no ha pasado, y sigue pasando, en España la peor pandemia que se haya conocido en siglos? ¿No era, y continúa siendo, nuestra principal preocupación el número de contagiados y muertos por el covid-19? ¿No era, y aún es, nuestro mayor enemigo, contra el que debemos luchar unidos, el letal coronavirus? ¿No empezamos a experimentar los efectos de la más grave crisis económica que haya asolado nuestro país desde hace lustros o decenios?
Todo ello ha debido de ser un mal sueño, una pesadilla, de la que despertaremos en cualquier momento.
Porque, si nos asomamos a las sesiones del Congreso de los Diputados y del Senado –por lo demás escasas– y escuchamos las intervenciones de los supuestos representantes del pueblo español, diríase que ya se ha vuelto a la normalidad. Una normalidad que consiste en un Parlamento que no parlamenta, donde sus señorías, en vez de ocuparse de los problemas que afectan y preocupan a los ciudadanos, se dedican a insultarse, a arrojarse a la cara los más perversos hechos e intenciones, entre los aplausos de sus menos mal que poco concurridas bancadas.
No me extraña que, ante este vergonzoso espectáculo, se alcen voces que aboguen por la eliminación de tan inútiles como onerosas cámaras.
El dramaturgo y articulista Germán Ubillos Orsolich publicaba el pasado lunes 1 de junio en Euromundo Global una breve y contundente columna titulada “Lo que necesita España”. Cito textualmente algunas de sus palabras: “Sobra el Congreso, sobra el Senado, sobra el Gobierno, sencillamente estorban, este país que se desangra necesita un equipo muy reducido y austero de buenos economistas con las manos libres, las conciencias lúcidas e independientes, que no pertenezcan a partido ni ideología política alguna. Todo lo que suene a esto último es veneno para el paciente.
Olvidemos la democracia, olvidemos los partidos, olvidemos las divisiones, olvidemos la buena voluntad y la ignorancia, olvidémonos de todo, salvemos al enfermo grave que está sufriendo, no llamemos a más ingenieros de caminos y sus asesores, llamemos y pronto a los médicos, a los Jiménez Díaz y Gregorio Marañón de turno”.
Suscribo y comparto el desencanto de Ubillos con la democracia española. Pero, le pregunto a mi querido y admirado amigo, ¿dónde están esos “buenos economistas con las manos libres, las conciencias lúcidas e independientes?” No los busquemos en las filas de los ministros y las ministras del gabinete de Pedro Sánchez. Aunque alguno hubiera, está contaminado por la disciplina y los intereses partidistas.
Sí han dado la talla los médicos y sanitarios que, a pecho descubierto –nunca mejor dicho, por la falta de equipos de protección–, se han enfrentado al mortal cobid-19 para salvar vidas a riesgo de la suya.
Se han hecho públicos, por las mismas fuentes gubernamentales, los datos económicos del mes de mayo. Se incumplen todos los objetivos de déficit y deuda pública. El número de parados se acerca a los cuatro millones, a los que hay que sumar los afectados por los ERTE, que son casi tres millones de trabajadores. Esta situación de desempleo no hay ingreso mínimo vital que la remedie.
Y, ante este panorama, ¿de qué se ocupan los parlamentarios españoles, de los que habría que excluir a los que no se consideran españoles, que no sé muy bien qué pintan en las Cortes de España? Pues de aprobar o rechazar la sexta prórroga de un estado de alarma que, aparte de conculcar derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, ni el Gobierno ni la oposición la enfocan como lo que debería ser, un medio de combatir la pandemia. No, para Sánchez, es un instrumento con el que seguir gobernando –es un decir– por decreto ley y demostrar su poder frente a cualquier crítica de la derecha y de las cada vez más reducidas prensa y televisión libres. En resumidas cuentas, una resistencia –recordemos el libro de Sánchez– para prolongar la legislatura y hacer posible la aprobación de los presupuestos. No olvidemos, para vergüenza de Sánchez y sus aliados, que aún se atienen a los presupuestos elaborados por Montoro para el gobierno de Rajoy.
Claro que el ministro Marlaska ha mentido y debe dimitir o ser destituido por Sánchez. Claro que al vicepresidente Iglesias, cuando acusa a Vox de intentar un golpe de Estado sin atreverse a darlo, le traiciona el subconsciente y proyecta en otros lo que él aspira, y ya ha comenzado, a perpetrar. Y cuando el presidente del Gobierno grita “¡Viva el 8 de marzo!”, intenta camuflar en una falsa defensa del feminismo lo que en realidad fue una irresponsable exposición de miles de manifestantes al coronavirus y el comienzo de su funesta gestión de la crisis del covid-19, en la que ni siquiera sabemos el número de muertes.
Funesta gestión que, más pronto que tarde, llevará a sus responsables a rendir cuentas ante la Justicia, si antes no consiguen amedrentar a los jueces, firme baluarte de una democracia en serio peligro de demolición y que, en su estado actual, es causa de más que desencanto en no pocos demócratas.