21 de junio de 2020

La muerte en tiempos de pandemia


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

En artículos anteriores he escrito sobre la oración, el amor, el lenguaje, los expertos, el trabajo y la unidad en tiempos de pandemia.
Hoy quiero dedicar un emocionado recuerdo a los fallecidos por el covid-19 en España y en todo el mundo.
Cuando en nuestro país parece que la cifra de muertes ha descendido hasta no registrarse ningún fallecimiento en el día anterior a aquel en el que Sanidad comunica este dato, y cuando estamos saliendo del confinamiento en el que nos tenía recluidos el estado de alarma, en otras muchas regiones de América, Asia y África aún hace estragos el letal virus en la salud y en la vida de millares de personas.
Nos hemos dejado enredar en la discusión sobre el número de muertos, utilizándolos como un ariete en la lucha partidista y olvidando que se trata de seres humanos a los que el covid-19 ha despojado de lo más preciado con que contamos: la existencia.
Se nos había dicho al comienzo de la pandemia que el coronavirus tenía una gran capacidad de propagarse y de contagiar, especialmente mediante el contacto corporal entre personas, pero que, salvo excepciones, sus daños eran leves. Dios santo, si llegan a ser graves, qué trágica mortandad habría ocurrido, muy superior a la que hemos padecido.
De la espeluznante visión global de los efectos mortales de la pandemia, quiero descender a los casos concretos e individuales que a todos, en mayor o menor grado de cercanía, nos han afectado.
El virus exterminador se ha llevado a un compañero mío de colegio, Juan Ignacio Izuzquiza González, y a dos escritores del grupo literario Troquel, al que yo también pertenezco, Francisco de la Torre y Díaz-Palacios y Ramón Lázaro Fernández y Suárez. Los consigno así, con sus nombres y apellidos, no como unos dígitos que añadir al cómputo del obituario. Seres queridos que han dejado llorando a familiares y amigos.
Nunca es buen momento para morir, pero fallecer en medio de una pandemia y de una deletérea gestión de la misma por parte de gobernantes incompetentes y mendaces ha impedido que los difuntos contaran con las honras fúnebres que desde siempre los que quedamos en este valle de lágrimas les hemos brindado.
Triste es que quienes han contraído matrimonio en estos tiempos aciagos apenas hayan podido celebrar su boda con un par de testigos. Pero mucho más desolador es que no hayamos podido despedir como merecen a los deudos que nos han dejado. Se han ocultado los féretros, se ha postergado meses el luto oficial por las víctimas del covid-19 e, insisto, se las ha despersonalizado en unas frías curvas, picos y escaladas o desescaladas estadísticas que maquillan el lúgubre rostro individualizado de los muertos.
 “Cerraron sus ojos, / que aún tenía abiertos, / taparon su cara / con un blanco lienzo; / y unos sollozando, / otros en silencio, / de la triste alcoba / todos se salieron. / […] Ante aquel contraste / de vida y misterios, / de luz y tinieblas, / yo pensé un momento: / ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”
Sí, Gustavo Adolfo, qué solos se quedan los muertos. Pero ellos ya han dejado de sufrir, somos nosotros a quienes no se ha permitido llevar el debido luto.
Decía Jesús Burgaleta, un sacerdote sui generis, profesor del Instituto de Pastoral León XIII, con quien tuve la fortuna de participar en las eucaristías que él dirigía y en las que hablaba de Dios y de Jesús de Nazaret como si tuviera línea directa con ellos, digo que Burgaleta decía que lo peor no es la muerte, sino la enfermedad. Enfermedad que él sobrellevó durante años y que le obligaba a penosas transfusiones de sangre.
Caer enfermo, contagiado por el coronavirus, y tener que ser ingresado en un hospital desbordado, atendido por unos médicos y sanitarios que se juegan literalmente la vida sin equipos de protección adecuados, cuando además la enfermedad del covid-19 carece de un tratamiento específico, me viene a confirmar las palabras de mi querido e inolvidable Jesús Burgaleta.
El filósofo griego Epicuro (341-270 a.C.) afirma en su Epístola a Meneceo que la muerte es nada para nosotros y que resulta absurdo temerla, pues mientras nosotros existimos ella no está, y cuando ella llega nosotros ya no estamos.
Con permiso de Epicuro, yo y muchos como yo tememos a la muerte. Y más a una muerte anónima en tiempos de pandemia.
Pero convengo con Jesús Burgaleta en que más me aterra una larga y penosa enfermedad, antesala de la muerte, que nos va privando poco a poco de nuestras facultades, de la alegría de vivir y de amar.
Una plegaria del devocionario católico reza así: “A subitanea et improvisa morte libera nos, Domine”, “De una muerte súbita e imprevista líbranos, Señor”.
Pues no sé, qué quieren que les diga, yo daría la bienvenida a una tal Parca.

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