Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En artículos anteriores
he escrito sobre la oración, el amor, el lenguaje, los expertos, el trabajo y
la unidad en tiempos de pandemia.
Hoy quiero dedicar un
emocionado recuerdo a los fallecidos por el covid-19 en España y en todo el
mundo.
Cuando en nuestro país
parece que la cifra de muertes ha descendido hasta no registrarse ningún
fallecimiento en el día anterior a aquel en el que Sanidad comunica este dato, y
cuando estamos saliendo del confinamiento en el que nos tenía recluidos el
estado de alarma, en otras muchas regiones de América, Asia y África aún hace
estragos el letal virus en la salud y en la vida de millares de personas.
Nos hemos dejado enredar
en la discusión sobre el número de muertos, utilizándolos como un ariete en la
lucha partidista y olvidando que se trata de seres humanos a los que el
covid-19 ha despojado de lo más preciado con que contamos: la existencia.
Se nos había dicho al
comienzo de la pandemia que el coronavirus tenía una gran capacidad de
propagarse y de contagiar, especialmente mediante el contacto corporal entre
personas, pero que, salvo excepciones, sus daños eran leves. Dios santo, si
llegan a ser graves, qué trágica mortandad habría ocurrido, muy superior a la
que hemos padecido.
De la espeluznante
visión global de los efectos mortales de la pandemia, quiero descender a los
casos concretos e individuales que a todos, en mayor o menor grado de cercanía,
nos han afectado.
El virus exterminador se
ha llevado a un compañero mío de colegio, Juan Ignacio Izuzquiza González, y a
dos escritores del grupo literario Troquel, al que yo también pertenezco,
Francisco de la Torre y Díaz-Palacios y Ramón Lázaro Fernández y Suárez. Los
consigno así, con sus nombres y apellidos, no como unos dígitos que añadir al
cómputo del obituario. Seres queridos que han dejado llorando a familiares y
amigos.
Nunca es buen momento
para morir, pero fallecer en medio de una pandemia y de una deletérea gestión
de la misma por parte de gobernantes incompetentes y mendaces ha impedido que
los difuntos contaran con las honras fúnebres que desde siempre los que
quedamos en este valle de lágrimas les hemos brindado.
Triste es que quienes
han contraído matrimonio en estos tiempos aciagos apenas hayan podido celebrar
su boda con un par de testigos. Pero mucho más desolador es que no hayamos
podido despedir como merecen a los deudos que nos han dejado. Se han ocultado
los féretros, se ha postergado meses el luto oficial por las víctimas del
covid-19 e, insisto, se las ha despersonalizado en unas frías curvas, picos y
escaladas o desescaladas estadísticas que maquillan el lúgubre rostro
individualizado de los muertos.
“Cerraron sus ojos, / que aún tenía abiertos,
/ taparon su cara / con un blanco lienzo; / y unos sollozando, / otros en
silencio, / de la triste alcoba / todos se salieron. / […] Ante aquel contraste
/ de vida y misterios, / de luz y tinieblas, / yo pensé un momento: / ¡Dios
mío, qué solos / se quedan los muertos!”
Sí, Gustavo Adolfo, qué
solos se quedan los muertos. Pero ellos ya han dejado de sufrir, somos nosotros
a quienes no se ha permitido llevar el debido luto.
Decía Jesús Burgaleta,
un sacerdote sui generis, profesor del Instituto de Pastoral León XIII, con quien
tuve la fortuna de participar en las eucaristías que él dirigía y en las que
hablaba de Dios y de Jesús de Nazaret como si tuviera línea directa con ellos,
digo que Burgaleta decía que lo peor no es la muerte, sino la enfermedad.
Enfermedad que él sobrellevó durante años y que le obligaba a penosas
transfusiones de sangre.
Caer enfermo, contagiado
por el coronavirus, y tener que ser ingresado en un hospital desbordado,
atendido por unos médicos y sanitarios que se juegan literalmente la vida sin
equipos de protección adecuados, cuando además la enfermedad del covid-19
carece de un tratamiento específico, me viene a confirmar las palabras de mi
querido e inolvidable Jesús Burgaleta.
El filósofo griego
Epicuro (341-270 a.C.) afirma en su Epístola a Meneceo que la muerte es nada
para nosotros y que resulta absurdo temerla, pues mientras nosotros existimos
ella no está, y cuando ella llega nosotros ya no estamos.
Con permiso de Epicuro,
yo y muchos como yo tememos a la muerte. Y más a una muerte anónima en tiempos
de pandemia.
Pero convengo con Jesús
Burgaleta en que más me aterra una larga y penosa enfermedad, antesala de la
muerte, que nos va privando poco a poco de nuestras facultades, de la alegría
de vivir y de amar.
Una plegaria del
devocionario católico reza así: “A subitanea et improvisa morte libera nos,
Domine”, “De una muerte súbita e imprevista líbranos, Señor”.
Pues no sé, qué quieren
que les diga, yo daría la bienvenida a una tal Parca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario