Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
En
la pasada Semana Santa, en la que las vacaciones, las procesiones y el buen
tiempo han copado los telediarios, las páginas de la prensa diaria y los
programas de radio, nos hemos olvidado de unos hechos recientes cuyas
consecuencias aún perduran, como son los terremotos que han devastado amplios
territorios de Turquía y Siria, y una amplia zona costera de Ecuador, o los
tornados que han destruido casas y otros edificios y, lo que es peor, han
provocado muertes, en diversas regiones de hasta diez Estados de los Estados
Unidos.
La
misma guerra de Ucrania, a fuerza de reiterativa en su horror de matanzas y
destrucción, ya no nos causa todo el espanto y el rechazo que esta injusta
invasión por el ejército ruso a las órdenes del dictador Putin debería producirnos.
Quienes
creemos en un Dios omnipotente y padre amoroso que, al terminar de crear el
mundo y a los hombres, “Vio que era muy bueno todo cuanto había hecho”, según
el relato del Génesis, ¿cómo podemos explicar los desastres provocados por las
fuerzas de la naturaleza o por la maldad de los seres humanos?
En
el mismo libro del Génesis se nos aclara que el mal en los seres humanos,
creados buenos por Dios, se debe al pecado de nuestros primeros padres. El
hombre y la mujer, que habían sido creados libres, hacen un mal uso de su
libertad.
Pero
¿cómo un padre bueno y misericordioso puede castigar permanentemente a toda la
humanidad por el pecado de aquella primera pareja?
Jesús,
conocedor en su propia carne de la maldad humana, sintió en la cruz el abandono
del Padre. No obstante, una y otra vez a lo largo de su vida afirmó que Dios es
padre de todos los hombres, a los que ama y por los que quiere ser amado.
Si
escudriñamos en lo profundo de nuestro ser, hallamos, sí, pulsiones e
inclinación al mal, que la religión condensó en los siete pecados capitales:
soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. El propio San Pablo,
en su Epístola a los Romanos, confiesa: “No hago el bien que quiero, sino el
mal que no quiero”. Ello es verdad en todos nosotros. Pero, a la vez,
descubrimos en nuestro interior una fuerza que nos lleva a acercarnos a
nuestros prójimos con humildad, con amabilidad, con disponibilidad, para
ayudarles en sus aflicciones y para luchar juntos contra la injusticia y la
desigualdad. En suma, para amarlos como Jesús nos amó y como Dios padre nos
ama.
Aún
me quedaría por justificar a ese Dios omnipotente y bueno que permite que las
fuerzas de la naturaleza se desmadren y causen destrucción y muerte. Reconozco
que no soy capaz de hallar una explicación, como tampoco grandes teólogos y
pensadores creyentes la han encontrado.
Cuando
esos desastres son causados por la mano del hombre, por su acción u omisión,
como es el caso de numerosos incendios, la omnipotencia y la bondad de Dios
quedarían a salvo. Pero, insisto, no tengo argumentos para dejar en buen lugar
a un Dios creador, al que sus criaturas naturales se le sublevan.
O
eso nos parece, en nuestro precario conocimiento del orden que rige el
universo.
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