24 de febrero de 2019

En contra


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

En las elecciones, los españoles solemos votar, más que un programa o a un partido, contra un partido y, muy en especial, contra un gobernante.
No solo en las elecciones procedemos en contra de alguien o de algo. En cualquier manifestación en la calle se escuchan más voces en contra, de alguien o de algo, que a favor de la causa por la que se ha convocado a los manifestantes. A estos les mueve más centrar sus ataques en un determinado líder político que dar vivas, pongo por caso, a la unidad de España.
En el mismo Parlamento, donde deberían primar los argumentos en defensa de una propuesta de ley o de cualquier otra iniciativa, sus señorías se lanzan a la yugular de su oponente, al que descalifican con los más gruesos epítetos de su, por lo demás reducido y poco ingenioso, vocabulario.
Reprochaba el presidente Sánchez a la oposición que le hubiera tomado a él, un gobernante solo preocupado por el bienestar de los españoles –y españolas–, como blanco de sus invectivas y descalificaciones, sin atender a los beneficios que sus “presupuestos sociales” iban a traer a los ciudadanos –y ciudadanas–, en particular a los más desfavorecidos –y desfavorecidas–. Para tumbar sus presupuestos y obligarle, por tanto, a dar por terminada la legislatura convocando elecciones generales, no habían tenido reparo el PP y Ciudadanos en aliarse con los independentistas. Con los mismos, parecía olvidar Sánchez, que habían apoyado su moción de censura y gracias a los cuales había él llegado a la Moncloa.
Moción de censura que estuvo viciada de origen, no solo por las ideologías antiespañolas y antisistema de las fuerzas parlamentarias que la hicieron prosperar, sino por la falta de una propuesta de programa que justificara el cambio de gobierno. Lo único que unió a los grupos políticos que defendieron la moción de censura fue echar a Rajoy. O sea, un “en contra”, no un “en defensa de”.
No hace falta tener mucha memoria para recordar los insultos dirigidos a Adolfo Suárez, “tahúr del Mississippi”, por Alfonso Guerra. O el insistente “Váyase, señor González” con que martilleaba Aznar sus intervenciones en el Parlamento. O las manifestaciones contra el “asesino” Aznar a raíz del nunca aclarado atentado de los trenes de Atocha el 11-M.
Un político como Julio Anguita, que hacía de su “Programa, programa” el lema de sus campañas electorales, ha sido una rara avis en el escenario de la política española, donde más bien ha prevalecido la cínica afirmación del profesor Tierno Galván de que las promesas electorales se hacen para no cumplirlas.
En la campaña de las elecciones del próximo 28 de abril deberían ponerse sobre la mesa y debatirse cuestiones como la unidad de España y la presencia en el Parlamento español de partidos políticos que buscan abiertamente romper esa unidad y que, con sus escaños, sobredimensionados en relación con el número de votos obtenidos, condicionan en muchos casos importantes asuntos de interés para la Nación. Pero ha sido una constante de gobiernos españoles, tanto de izquierdas como de derechas, tratar de ganarse con favores, inversiones y transferencias el apoyo de los nacionalismos cada vez más abiertamente antiespañoles e independentistas.
Declaraba en un su cuenta de twitter el presidente de la Generalidad de Cataluña el día en que se iniciaba el juicio contra los políticos procesados por su golpe de Estado que un 80% de los catalanes están a favor de la autodeterminación, una manifiesta falsedad como tantas otras a las que nos tienen acostumbrados los independentistas.
Pero ¿importa realmente a la mayoría de los españoles un concepto abstracto como es el de la unidad de España? Supongamos que, en un futuro más o menos próximo, se hiciera realidad en Cataluña ese 80% de catalanes partidarios de la secesión. Según la ley democrática de las mayorías habría que aceptar, previa reforma de la actual Constitución, la independencia de la “nación” catalana.
Otro tema que debería dilucidarse en los debates de las próximas elecciones es el del europeísmo o antieuropeísmo de los españoles. Pero para ello habría que aclarar previamente qué es Europa y que se entiende por Europa. ¿Es Europa la panacea de todos nuestros males? ¿Qué Europa, la representada por la Unión Europea, de la que España forma parte como país miembro y de la que quiere salir el Reino Unido? ¿Se remonta la realidad europea a las antiguas Grecia y Roma, o a los pueblos germánicos que pusieron fin al imperio romano? ¿Son las raíces de Europa cristianas, un cristianismo hoy atacado por muchas fuerzas de izquierda? ¿Qué Europa defendemos, la de las guerras de religión, la que en el siglo XX tan cercano desencadenó dos monstruosas guerras mundiales?
Pero es más fácil tildar de antieuropeísta a un partido político que reflexionar sobre el concepto de Europa. Lo cual, francamente, desborda los cauces de cualquier debate electoral y supera con mucho los conocimientos del común de los votantes. Y, posiblemente, también los míos.

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