30 de septiembre de 2018

Funerales


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Conforme crecemos en edad, presenciamos la muerte de más coetáneos. Esto es así, aunque cada vez vivamos más años. Y mientras vivimos, será verdad aquello de que “siempre se mueren los otros”.
Me vienen a la mente estas obviedades, porque en pocos meses he asistido a más funerales que en toda mi vida anterior. No me he limitado a dar el pésame a la familia del difunto en el tanatorio, sino que he participado de las honras fúnebres dedicadas al fallecido.
Estas honras fúnebres o exequias se concretan prácticamente en un oficio religioso, en una misa por el “eterno descanso” del difunto, como reza en las esquelas que yo antes rara vez miraba.
Y es llamativo el hecho de que, mientras nuestra sociedad cada vez menos religiosa o creyente ha hallado formas laicas de celebrar los casamientos, a la hora de convocar a parientes y amigos para despedir al finado no existe otra celebración que la eucaristía en su versión por los difuntos, es decir, un funeral.
Aunque la Real Academia Española siga definiendo funeral como “Pompa y solemnidad con que se hace un entierro o unas exequias”, hoy por el término funeral se entiende exclusivamente el oficio religioso, la misa, que no tiene que ver con el entierro y que a menudo se celebra días después.
Me entretengo, con ocasión de los últimos funerales a los que he ido, en buscar el origen etimológico de la palabra funeral. Todas las fuentes consultadas coinciden en hacerla derivar del latín funeralis, y este a su vez de funus. Pero discrepan a la hora de precisar el significado de funus. San Isidoro, en su magna obra Etimologías, sostenía que funus era el nombre que en la antigua Roma se daba al cadáver una vez sepultado, por las cuerdas o maromas con las que se le arrastraba al panteón. Cuerdas que se quemaban y se convertían en antorchas para iluminar el cortejo. Para otros autores, estas antorchas tenían como finalidad prender la pira en la que se incineraba el cuerpo del difunto.
En todo caso, parece ser que incineración e inhumación coexistían en las prácticas funerarias romanas, como se puede deducir del famoso epitafio: “Sit tibi terra levis”, “Que la tierra te sea leve”.
Sea de estas etimologías lo que fuere, no crean que pienso en ellas durante los funerales. Prefiero dejarme invadir en lo más profundo de mi espíritu por la música de los Kyries de la Misa de Réquiem de Mozart, si la categoría del difunto conlleva la actuación de un coro. O escuchar emocionado las palabras que en su recuerdo y homenaje los hijos o nietos le dedican.
Y trato de aceptar en mi precaria fe las constantes llamadas a la misericordia de Dios, siempre dispuesto a acoger en su seno, en su gloria, a los que han confiado en su bondad.
En cualquier celebración de la misa, la palabra ‘gloria’ se repite en numerosas plegarias y antífonas, no solo en la doxología por antonomasia que comienza “Gloria a Dios en el cielo”.
Unas veces se alaba a Dios por su inmensa gloria, aunque a mí me resulte difícil descubrir la gloria de Dios en este nuestro limitado mundo o siquiera vislumbrar qué sea la gloria de Dios.
Otras veces son los fieles quienes dan gloria a Dios: “Te alabamos, te glorificamos”.
Más arduo de entender se me antoja que los hombres le demos gracias a Dios por esa misma gloria. Comprendería que le agradezcamos, y esto con limitaciones, la vida, el pan nuestro de cada día, el perdón de los pecados, ¿pero su gloria?
Y gloria, como equivalente a cielo, tiene en una misa de réquiem el significado de la morada del Padre a la que los creyentes esperan acceder, como se proclama en el Prefacio de difuntos: “En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro. En él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, a quienes la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque para los que creemos en ti, la vida no termina, sino que se transforma, y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
Miro a los asistentes y me pregunto si comulgarán con estas verdades del credo cristiano, del mismo modo que, en un número insospechadamente elevado, se disponen a recibir la comunión.
Cuando me acerco a abrazar a los familiares –en algún caso solo conozco a uno de ellos–, se me saltan las lágrimas.
Hay quienes acuden a un funeral por compromiso, por cumplir con un rito social, para ser vistos…
Yo, en este abrazo de comunión, quiero hacer partícipes a mis amigos de todo mi amor y de todo mi apoyo, que precisamente en estos momentos de la pérdida de un ser querido más necesitan y agradecen.

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