Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
He
vuelto a ir a misa los domingos y fiestas de guardar por complacer y acompañar
a mi mujer.
–O
sea que va a misa no por convicción.
Pues
verá, querido lector, no es fácil zanjar de un plumazo mi postura sobre la
principal celebración del culto católico. Para empezar, tendría que
pronunciarme sobre si me considero creyente y, en caso afirmativo, expresar
cuál es mi fe. Lo que me llevaría muy lejos. Tan lejos como para escribir un
libro de más de 250 páginas, cosa que hice en el año 2008 con el título de Tiempo de respuestas. Sobre el sentido de la
vida. Libro que, por cierto, se vendió muy bien y está agotado. Cuando lo
presenté ante profesores de instituto en Segovia, los temas que más interesaron
a los asistentes fueron, contra lo que me esperaba, los relacionados con Dios,
con Jesucristo y con la religión.
La
asistencia a misa se utiliza como baremo para calcular el número de católicos
practicantes. En la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS)
de primeros de enero de 2018 se declararon católicos el 68,7 % de los
entrevistados, de los cuales un 58,2 % manifestaron que “casi nunca” asisten a
misa o a otros actos religiosos, sin contar bodas, comuniones y funerales; un
16,6 %, que lo hacen “varias veces al año” y un 13,7 %, “casi todos los
domingos y festivos”. No aparece, o al menos yo no lo he encontrado, el
porcentaje de los que van a misa todos los domingos y festivos.
En
cualquier caso, cuando he vuelto a oír misa, después de más de cuarenta años
sin hacerlo, pensaba yo que las iglesias estarían medio vacías en las misas
dominicales. Y no es así. Dependiendo de las horas, hay celebraciones
eucarísticas bastante concurridas, y no solo por personas mayores, sino también
por matrimonios de mediana edad acompañados de sus hijos jóvenes. Y la mayoría
de los asistentes comulgan.
La
misa fue evolucionando después de la última cena de Jesús con los apóstoles. Al
principio, como relata San Pablo en la Primera Carta a los Corintios, no
llevaba este nombre y consistía en una cena en casa de algún particular, en la
que se bendecía el pan y el vino, y se comulgaba con lo que cada uno llevaba.
Al crecer la comunidad cristiana, sobre todo después de que la religión
cristiana fuera declarada oficial en el imperio romano por el emperador
Constantino, la conmemoración de la última cena se trasladó a los templos. La
estructura de la misa fue formándose con lecturas de la Biblia y textos litúrgicos
extraídos de doctores y santos padres de la Iglesia, que se leían en latín.
Con
la renovación llevada a cabo por el Concilio Vaticano II, después de siglos de
celebrarse en latín y con el sacerdote de espaldas a los fieles, la misa se
dice en la lengua vernácula y el sacerdote oficia de cara a los asistentes.
Este
doble acercamiento no impide que yo me pregunte si el pueblo llano comprende y
comparte las lecturas, sobre todo las del Antiguo Testamento, y las plegarias,
antífonas y demás textos litúrgicos de que se compone la eucaristía. La Biblia,
incluidos los evangelios, no es en todos sus libros, escritos a lo largo de
miles de años, de fácil comprensión. Los mismos exegetas no se ponen de acuerdo
en la interpretación de muchos pasajes.
La
misa tiene un doble sentido principal, como conmemoración de la última cena de
Jesús con los apóstoles y como sacrificio incruento en el que Cristo se ofrece
al Padre para salvación de los hombres, reiterando, ya digo sin derramamiento
de sangre, su pasión y muerte en la cruz.
A mí me interpela más la memoria de la cena
como reunión de amigos en la que Jesús da de comer su cuerpo y beber su sangre.
Quizá prevalecen en mí las palabras del profeta Oseas (6, 6): “Misericordia
quiero y no sacrificios”, que menciona dos veces el evangelio de San
Mateo (Mt 9, 13 y 12, 7).
La
Iglesia católica insiste en que en la eucaristía comemos verdaderamente el
cuerpo de Cristo. Y recurre para ello a la transustanciación, una explicación
totalmente ajena a la mentalidad judía –y no olvidemos que Jesús era judío– y
basada en conceptos filosóficos como sustancia y accidentes, propios del
pensamiento escolástico. Según esta concepción, en la hostia y en el vino
permanecerían los accidentes, no la sustancia, que sería el cuerpo y la sangre
de Cristo.
¿No
bastaría con el carácter simbólico del banquete eucarístico? Por esta razón, y
por otras que no considero oportuno ni posible exponer en el reducido espacio
de este artículo, no me considero fiel católico ni comparto todo el contenido
de los textos litúrgicos.
Pero
voy a misa, además de para complacer y acompañar a mi mujer, para encontrarme
con Jesús, en quien sí creo, y con mis hermanos, con los que rezo el
Padrenuestro y a quienes doy fraternalmente la paz.
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