Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Quien
no se haya hecho una foto con el Acueducto de Segovia de fondo que tire la primera
piedra. ¿Ha quedado esta increíble construcción romana para reclamo del
turismo?
Nunca
creí que, después de casi dos milenios de historia del Acueducto y de un sinfín
de publicaciones sobre este monumento Patrimonio de la Humanidad, alguien
tuviera la osadía de escribir un libro sobre tan manido tema. Pues, para mi
asombro, Ignacio Sanz, escritor segoviano de Lastras de Cuéllar, acaba de
publicar Historia de un ciempiés. Y
el ciempiés, ya lo habrá adivinado el lector, es el mencionado Acueducto.
Contra
lo que podría indicar el título, Ignacio no se ha lanzado cámara o móvil en
ristre a la plaza del Azoguejo para fotografiar estos arcos milenarios. Sí se
ha lanzado a esa plaza para invitar a personas de diversos saberes y
ocupaciones a que le cuenten historias sobre el “Gigante ciempiés con el
cántaro a la cabeza”, como lo describiera Ramón Gómez de la Serna.
Un
ingeniero experto en obras hidráulicas, una agente de la Policía municipal, el
Fontanero Mayor del Ayuntamiento de Segovia, un entusiasta arqueólogo, el
sufrido mantenedor, casi enfermero, del Acueducto, turistas de variopinto
pelaje, un cardiólogo que trató a Salvador Allende, una erudita bióloga, un
ornitólogo no menos entendido, un carpintero dolido por el poco caso que se
presta a su trabajo en la construcción del Acueducto, una entusiasta entomóloga
que enseña el monumento a grupos de niños, pintores y literatos desfilan por
las páginas del libro, intercambiando con el autor sus conocimientos y
experiencias en relación con el Acueducto.
Con
estos mimbres, y con el dominio del arte de narrar que en tantas obras
anteriores ha demostrado Ignacio, nos encandila y entretiene, mezclando datos y
anécdotas, curiosidades y bromas, como la recurrente sobre los pelirrojos, que
le producen al autor una cuanto menos prudente prevención.
Junto
a fervorosos defensores de la maravilla arquitectónica que es el Acueducto,
Ignacio deja oír el ataque de un ciudadano harto de tener que dar un rodeo de
varios kilómetros para pasar de un lado a otro de la ciudad, desde que se
prohibió el tráfico rodado bajo los arcos de esta hoy inútil conducción
hidráulica.
¿Es
el Acueducto un lastre para el desarrollo económico de esta ciudad provinciana,
es solo un atractivo para visitantes y turistas de paso que coleccionan fotos
delante de las grandes maravillas del mundo, las pirámides de Egipto, el
Partenón, el Machu Picchu, la torre inclinada de Pisa, Santa Sofía de Estambul,
la torre Eiffel…?
Me
ha llamado la atención, como también se la llamó a Ignacio Sanz, la parquedad o
incluso ausencia de testimonios sobre el Acueducto de grandes pintores y
escritores que, por su vinculación con Segovia, tuvieron sin duda que conocerlo
como, entre los pintores, Ignacio Zuloaga, Jesús González de la Torre o Ángel
Cristóbal, y entre los escritores, Quevedo, Cervantes, Antonio Machado, María
Zambrano, Jaime Gil de Biedma, Miguel Delibes…
Se
excluye de esta escasez o falta de referencias al Acueducto Ramón Gómez de la
Serna, que le dedicó una novela, El
secreto del Acueducto, a la que salvan, según Ignacio Sanz, “los saltos de
pértiga y los malabarismos verbales que le inspira el monumento”. Como por
ejemplo: “Las jibas (¿es el propio Ramón el que comete esta falta de
ortografía, que yo respeto y no corrijo por el correcto “gibas”?) del gran
camello de la tierra”. “Formidable espina dorsal”. “Formidable rosario de
tablas al aire, desnudo de carne, pero con el líquido ‘cerebrorraquídeo’
corriendo por el canalillo de sus vértebras”.
Me
he preguntado a menudo, al contemplar la iglesia parroquial de San Eutropio en
El Espinar, cuántos habitantes tendría esta villa a mediados del siglo XVI
cuando se construyó el espléndido templo, aunque se completaron las obras en
los siglos XVII y XVIII, siendo así que hoy el municipio tiene poco más de
9.000 habitantes. Salvando las diferencias, ¿qué población albergaría Segovia
cuando se emprendió la construcción del Acueducto, en la que, como bien subraya
el arqueólogo Florencio Collado, intervinieron los propios segovianos? Cito
textualmente sus palabras: “Los grandes monumentos siempre salen de las
costillas del pueblo por más que sean inscritos a un reinado concreto. De ahí
se deduce la importancia de Segovia en aquella época. Una ciudad escasamente
poblada no habría estado en condiciones de abordar una obra de tal
envergadura”.
Yo
le brindo a mi gran amigo Ignacio Sanz una información que añadir a esa nómina
de literatos relacionados de una forma o de otra con el Acueducto: mi padre, el
escritor Francisco Javier Martín Abril, un vallisoletano enamorado de Segovia,
y sobre todo de su luz, fue galardonado en 1967 por la Asociación de Amigos de
Segovia con el Acueducto de Oro. Y me parece que comparaba con un elefante a
esta gran arquería de piedra, como a Monterroso le recordó al dinosaurio. Y es
que, como el prehistórico animal del gran Augusto, el Acueducto de Segovia, de
manera inverosímil, capeando vientos, tormentas y terremotos, sigue ahí.
Gracias, Alberto, por tus cariñosas palabras. Un abrazo
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