Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Cuando
me falla la memoria, me consuela la frase a menudo citada y atribuida al
novelista y ensayista francés André Maurois: “Cultura es lo que queda después
de haber olvidado lo que se aprendió”. O sea que, a pesar de mis cada vez más
frecuentes olvidos, soy un hombre culto. Mejor dicho, precisamente porque voy
olvidando lo que aprendí, puedo pensar que empiezo a tener cultura.
Aún
más categórica es una variante de la cita en cuestión, de autoría no aclarada,
según la cual “La cultura es lo que queda cuando se ha olvidado todo”. Pero ¿es
que queda algo cuando se ha olvidado todo, no solo lo aprendido, sino todo lo
vivido, lo amado, lo sentido?
Centrándome
en el título de este artículo, quiero destacar dos experiencias que en estas
vacaciones en Santander han dejado honda huella en mí. Santander, como lugar de
veraneo, ofrece múltiples atractivos, de los que me ceñiré a dos: la variedad y
encanto de sus numerosas playas y el Festival Internacional de Santander de
música.
Pocas
ciudades, si es que hay alguna, ofrecen en un espacio relativamente reducido de
costa tantas playas y de características tan distintivas. Comenzando por las
dos playas del Puntal, aún dentro de la Bahía, una mirando al interior de esta
joya orgullo de los santanderinos, y la otra conocida como la de las
Quebrantas, desde la que se divisan las playas de los Peligros, de la Magdalena
y Bikini, el Palacio de la Magdalena, la isla de Mogro con su faro, y ya el mar
abierto. Si bordeáramos la península de la Magdalena, nos encontraríamos en
gloriosa sucesión las playas del Camello, de la Concha y las dos famosas del
Sardinero.
Al
Puntal llegamos en la lancha de los Diez Hermanos. Cruzamos las dunas del
Puntal y paseamos por la playa de las Quebrantas, dejando que el flujo de las
olas nos acaricie los pies. Las Quebrantas son, junto con Puertochico, dos de
los sitios preferidos por mi mujer, Angelina Lamelas, su “debilidad dorada”.
Nos
sentamos en la arena finísima y, en palabras de Angelina en un relato de su
próximo libro Carne de cuento,
“aspiro el salitre y se me expande el alma”. Es un momento cercano a la
felicidad, algo “que queda”, como aquel “un no sé qué que quedan balbuciendo”
de San Juan de la Cruz en su Cántico
espiritual.
Los
conciertos del Festival Internacional de Santander (FIS) ocupan gozosamente la
mayor parte de nuestras tardes. En el FIS hemos tenido la oportunidad de
escuchar a grandes orquestas, como la Orquesta Sinfónica de RTVE, la London
Symphony Orchestra, la Orchestra of the Age of Enlightenment, la NDR
Elbphilarmonie Orchester y la Rotterdams Philarmonisch Orkest. En el capítulo
de danza, hemos presenciado las actuaciones del Béjart Ballet de Lausanne y de
la María Pagés Compañía. En música de cámara, han actuado la Akademie für Alte
Kunst de Berlín y Europa Galante. Y como solista, nos deleitó al piano Joaquín
Achúcarro.
No
pretendo dar siquiera una breve reseña de las interpretaciones de grandes
composiciones, desde el Barroco hasta autores contemporáneos que hemos
escuchado. Mis preferencias se centran en la música del Clasicismo, del
Romanticismo y del Nacionalismo.
Al
escuchar tantas y tan diversas obras, me rondaba la observación de que los
temas y movimientos que han pasado a la posteridad son predominantemente
aquellos que el público es capaz de tararear. Las melodías de geniales
creadores, como Chopin, Brahms, Tchaikovski y Dvorák, por citar solo a algunos
de los compositores cuyas obras han sonado en el FIS, se nos “quedan” pegadas
al oído y, descendiendo desde la altura de una rica partitura, bajan al nivel
familiar de nuestro tarareo.
Así
puedo cantar para mis adentros algunas de las Danzas eslavas de Dvorák, no así la Sinfonietta de Janácek, ambas obras magistralmente interpretadas
por la London Symphny Orchestra bajo la dirección de Sir Simon Rattle.
Y
cuando Joaquín Achúcarro responde a los prolongados aplausos del público que
llena la Sala Argenta del Palacio de Festivales con la propina del Claro de Luna de Debussy, tengo que
hacer un esfuerzo para no entonar en mi interior la eterna melodía que siempre
me emociona.
Contemplación
del mar desde la playa de las Quebrantas y la audición de la Música acuática de Haendel, de los Preludios de Chopin, de la Sinfonía número 2 de Brahms y del Concierto número 2 de Rachmaninov son
ensayos de felicidad “que quedan” en mi alma y dejan profunda huella en mi
sentir, desafiando al olvido.
Y
que, a pesar de que no se olvidan, son cultura.
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