26 de agosto de 2018

Lo que queda


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Cuando me falla la memoria, me consuela la frase a menudo citada y atribuida al novelista y ensayista francés André Maurois: “Cultura es lo que queda después de haber olvidado lo que se aprendió”. O sea que, a pesar de mis cada vez más frecuentes olvidos, soy un hombre culto. Mejor dicho, precisamente porque voy olvidando lo que aprendí, puedo pensar que empiezo a tener cultura.
Aún más categórica es una variante de la cita en cuestión, de autoría no aclarada, según la cual “La cultura es lo que queda cuando se ha olvidado todo”. Pero ¿es que queda algo cuando se ha olvidado todo, no solo lo aprendido, sino todo lo vivido, lo amado, lo sentido?
Centrándome en el título de este artículo, quiero destacar dos experiencias que en estas vacaciones en Santander han dejado honda huella en mí. Santander, como lugar de veraneo, ofrece múltiples atractivos, de los que me ceñiré a dos: la variedad y encanto de sus numerosas playas y el Festival Internacional de Santander de música.
Pocas ciudades, si es que hay alguna, ofrecen en un espacio relativamente reducido de costa tantas playas y de características tan distintivas. Comenzando por las dos playas del Puntal, aún dentro de la Bahía, una mirando al interior de esta joya orgullo de los santanderinos, y la otra conocida como la de las Quebrantas, desde la que se divisan las playas de los Peligros, de la Magdalena y Bikini, el Palacio de la Magdalena, la isla de Mogro con su faro, y ya el mar abierto. Si bordeáramos la península de la Magdalena, nos encontraríamos en gloriosa sucesión las playas del Camello, de la Concha y las dos famosas del Sardinero.
Al Puntal llegamos en la lancha de los Diez Hermanos. Cruzamos las dunas del Puntal y paseamos por la playa de las Quebrantas, dejando que el flujo de las olas nos acaricie los pies. Las Quebrantas son, junto con Puertochico, dos de los sitios preferidos por mi mujer, Angelina Lamelas, su “debilidad dorada”.
Nos sentamos en la arena finísima y, en palabras de Angelina en un relato de su próximo libro Carne de cuento, “aspiro el salitre y se me expande el alma”. Es un momento cercano a la felicidad, algo “que queda”, como aquel “un no sé qué que quedan balbuciendo” de San Juan de la Cruz en su Cántico espiritual.
Los conciertos del Festival Internacional de Santander (FIS) ocupan gozosamente la mayor parte de nuestras tardes. En el FIS hemos tenido la oportunidad de escuchar a grandes orquestas, como la Orquesta Sinfónica de RTVE, la London Symphony Orchestra, la Orchestra of the Age of Enlightenment, la NDR Elbphilarmonie Orchester y la Rotterdams Philarmonisch Orkest. En el capítulo de danza, hemos presenciado las actuaciones del Béjart Ballet de Lausanne y de la María Pagés Compañía. En música de cámara, han actuado la Akademie für Alte Kunst de Berlín y Europa Galante. Y como solista, nos deleitó al piano Joaquín Achúcarro.
No pretendo dar siquiera una breve reseña de las interpretaciones de grandes composiciones, desde el Barroco hasta autores contemporáneos que hemos escuchado. Mis preferencias se centran en la música del Clasicismo, del Romanticismo y del Nacionalismo.
Al escuchar tantas y tan diversas obras, me rondaba la observación de que los temas y movimientos que han pasado a la posteridad son predominantemente aquellos que el público es capaz de tararear. Las melodías de geniales creadores, como Chopin, Brahms, Tchaikovski y Dvorák, por citar solo a algunos de los compositores cuyas obras han sonado en el FIS, se nos “quedan” pegadas al oído y, descendiendo desde la altura de una rica partitura, bajan al nivel familiar de nuestro tarareo.
Así puedo cantar para mis adentros algunas de las Danzas eslavas de Dvorák, no así la Sinfonietta de Janácek, ambas obras magistralmente interpretadas por la London Symphny Orchestra bajo la dirección de Sir Simon Rattle.
Y cuando Joaquín Achúcarro responde a los prolongados aplausos del público que llena la Sala Argenta del Palacio de Festivales con la propina del Claro de Luna de Debussy, tengo que hacer un esfuerzo para no entonar en mi interior la eterna melodía que siempre me emociona.
Contemplación del mar desde la playa de las Quebrantas y la audición de la Música acuática de Haendel, de los Preludios de Chopin, de la Sinfonía número 2 de Brahms y del Concierto número 2 de Rachmaninov son ensayos de felicidad “que quedan” en mi alma y dejan profunda huella en mi sentir, desafiando al olvido.
Y que, a pesar de que no se olvidan, son cultura.

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