Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Quienes
nos pasamos más de veinte años de nuestra vida adulta deseando que en España un
régimen democrático sustituyera a la dictadura franquista no entendemos que, en
la actualidad, conseguido ese deseo, la democracia corra peligro.
Varias
son las amenazas que se ciernen sobre el sistema político que se instauró en
nuestro país con la aprobación por las Cortes, y la ratificación en referéndum
por una gran mayoría de ciudadanos, de la Constitución Española en el año 1978.
Y lo
más peligroso es que nadie pone en duda, al menos abiertamente, el valor de la
democracia como la mejor, o la menos mala, de las formas de gobierno.
Incluso
los nacionalistas partidarios de independizar a sus comunidades de España
exigen la autodeterminación como el más democrático de los derechos de un
pueblo.
Y
grupos políticos que apoyan a las dictaduras comunistas o bolivarianas de
países donde cualquier forma de libertad brilla por su ausencia se declaran en
España los más genuinos defensores de la democracia.
Entonces
¿cuáles son los riesgos que hoy día corre la democracia española?
Pues
precisamente el principal peligro reside en los partidos que, amparándose en
las libertades de todo orden que les garantiza la Constitución vigente, ponen
todo su empeño en violar sus normas para conseguir lo que pretenden.
Así,
los independentistas catalanes, cuyas formaciones deben su existencia al
sistema constitucional en vigor, tratan de derribarlo con el fin de declarar a
Cataluña Estado independiente en forma de república. La democracia
consagra la ley de las mayorías. Los partidos catalanes secesionistas aducen en
defensa del proceso de secesión que de este modo responden a la voluntad
mayoritaria del pueblo de Cataluña, siendo así que ni siquiera cuentan con la
mitad de los votantes en las últimas elecciones autonómicas, y eso uniendo a
todas las formaciones partidarias de la independencia, unión que dista mucho de
ser manifiesta y efectiva.
En
este abierto desafío a la Constitución que consagra a España como un país
democrático, los nacionalismos independentistas cuentan con el apoyo, más o
menos abierto o meramente táctico, de los populismos de Podemos y sus diversas
marcas, a los que interesa cualquier medio que les facilite conquistar el
poder, aunque fuera sobre un país dividido en pretendidas naciones soberanas:
ya se encargarían ellos de imponer, desde el conseguido gobierno, la unidad
mediante una férrea dictadura comunista, en las antípodas de cualquier forma de
democracia.
Pero
no son los nacionalismos secesionistas y los populismos marxistas las únicas
fuerzas políticas, aunque sí las principales, que amenazan a nuestro actual
sistema democrático.
Ya
en la antigua Grecia, cuna de la democracia, se alzaron voces que se oponían al
gobierno del pueblo. El mismo filósofo Platón defendió en su obra La República que una nación éticamente
avanzada debía estar gobernada por los mejores, y estos mejores eran los
filósofos. Sus fracasados intentos de hacer realidad en Siracusa esta idea le
llevaron a modificar su pensamiento. Su discípulo Aristóteles no fue menos
crítico con la democracia, a la que contrapuso la aristocracia, o gobierno de
los principales, hoy diríamos de las élites con más preparación y
conocimientos.
En
esta línea de concepción elitista se inscribe una corriente que ha hallado su
expresión más elaborada en la epistocracia que propugna Jason Brennan en su
libro Contra la democracia. La
epistocracia se definiría como el gobierno de los conocedores. No parece
racional conceder el mismo valor al voto de ciudadanos ignorantes o sin
formación intelectual que al de quienes han alcanzado una mayor capacidad de enjuiciar
la situación política, social y económica de un país.
Una
variante de la epistocracia otorgaría un valor añadido al voto de aquellos
votantes que han demostrado su valía creando empresas que proporcionan riqueza
a una nación y empleo a sus ciudadanos.
Estas
formas de primar en las elecciones a los electores más cualificados chocan de
plano con el principio básico de la democracia, que se funda en la igualdad de
todos los ciudadanos, independientemente de su formación, sus conocimientos y
sus logros. Ahí reside su mayor debilidad y, al mismo tiempo, su mayor
fortaleza.
Un
criterio que nos permite juzgar el valor de la democracia en el mundo actual
consiste en observar hacia qué países se dirigen los flujos migratorios.
Grandes migraciones las ha habido desde los tiempos más remotos: pueblos
enteros que se desplazaban en busca de tierras más fértiles, o huyendo de la
sequía, de la peste, de la guerra, del hambre. Hoy son los países democráticos
de lo que hemos dado en llamar Occidente los que atraen mayoritariamente a
gentes que escapan de la violencia, de la persecución, de la pobreza, o que
buscan mejores condiciones de vida. La democracia es la única forma política
que ha demostrado ser capaz de crear un mayor nivel de bienestar material y
espiritual para sus ciudadanos.
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