20 de agosto de 2018

La democracia en peligro


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Quienes nos pasamos más de veinte años de nuestra vida adulta deseando que en España un régimen democrático sustituyera a la dictadura franquista no entendemos que, en la actualidad, conseguido ese deseo, la democracia corra peligro.
Varias son las amenazas que se ciernen sobre el sistema político que se instauró en nuestro país con la aprobación por las Cortes, y la ratificación en referéndum por una gran mayoría de ciudadanos, de la Constitución Española en el año 1978.
Y lo más peligroso es que nadie pone en duda, al menos abiertamente, el valor de la democracia como la mejor, o la menos mala, de las formas de gobierno.
Incluso los nacionalistas partidarios de independizar a sus comunidades de España exigen la autodeterminación como el más democrático de los derechos de un pueblo.
Y grupos políticos que apoyan a las dictaduras comunistas o bolivarianas de países donde cualquier forma de libertad brilla por su ausencia se declaran en España los más genuinos defensores de la democracia.
Entonces ¿cuáles son los riesgos que hoy día corre la democracia española?
Pues precisamente el principal peligro reside en los partidos que, amparándose en las libertades de todo orden que les garantiza la Constitución vigente, ponen todo su empeño en violar sus normas para conseguir lo que pretenden.
Así, los independentistas catalanes, cuyas formaciones deben su existencia al sistema constitucional en vigor, tratan de derribarlo con el fin de declarar a Cataluña Estado independiente en forma de república. La democracia consagra la ley de las mayorías. Los partidos catalanes secesionistas aducen en defensa del proceso de secesión que de este modo responden a la voluntad mayoritaria del pueblo de Cataluña, siendo así que ni siquiera cuentan con la mitad de los votantes en las últimas elecciones autonómicas, y eso uniendo a todas las formaciones partidarias de la independencia, unión que dista mucho de ser manifiesta y efectiva.
En este abierto desafío a la Constitución que consagra a España como un país democrático, los nacionalismos independentistas cuentan con el apoyo, más o menos abierto o meramente táctico, de los populismos de Podemos y sus diversas marcas, a los que interesa cualquier medio que les facilite conquistar el poder, aunque fuera sobre un país dividido en pretendidas naciones soberanas: ya se encargarían ellos de imponer, desde el conseguido gobierno, la unidad mediante una férrea dictadura comunista, en las antípodas de cualquier forma de democracia.
Pero no son los nacionalismos secesionistas y los populismos marxistas las únicas fuerzas políticas, aunque sí las principales, que amenazan a nuestro actual sistema democrático.
Ya en la antigua Grecia, cuna de la democracia, se alzaron voces que se oponían al gobierno del pueblo. El mismo filósofo Platón defendió en su obra La República que una nación éticamente avanzada debía estar gobernada por los mejores, y estos mejores eran los filósofos. Sus fracasados intentos de hacer realidad en Siracusa esta idea le llevaron a modificar su pensamiento. Su discípulo Aristóteles no fue menos crítico con la democracia, a la que contrapuso la aristocracia, o gobierno de los principales, hoy diríamos de las élites con más preparación y conocimientos.
En esta línea de concepción elitista se inscribe una corriente que ha hallado su expresión más elaborada en la epistocracia que propugna Jason Brennan en su libro Contra la democracia. La epistocracia se definiría como el gobierno de los conocedores. No parece racional conceder el mismo valor al voto de ciudadanos ignorantes o sin formación intelectual que al de quienes han alcanzado una mayor capacidad de enjuiciar la situación política, social y económica de un país.
Una variante de la epistocracia otorgaría un valor añadido al voto de aquellos votantes que han demostrado su valía creando empresas que proporcionan riqueza a una nación y empleo a sus ciudadanos.
Estas formas de primar en las elecciones a los electores más cualificados chocan de plano con el principio básico de la democracia, que se funda en la igualdad de todos los ciudadanos, independientemente de su formación, sus conocimientos y sus logros. Ahí reside su mayor debilidad y, al mismo tiempo, su mayor fortaleza.
Un criterio que nos permite juzgar el valor de la democracia en el mundo actual consiste en observar hacia qué países se dirigen los flujos migratorios. Grandes migraciones las ha habido desde los tiempos más remotos: pueblos enteros que se desplazaban en busca de tierras más fértiles, o huyendo de la sequía, de la peste, de la guerra, del hambre. Hoy son los países democráticos de lo que hemos dado en llamar Occidente los que atraen mayoritariamente a gentes que escapan de la violencia, de la persecución, de la pobreza, o que buscan mejores condiciones de vida. La democracia es la única forma política que ha demostrado ser capaz de crear un mayor nivel de bienestar material y espiritual para sus ciudadanos.

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