Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Dos
imágenes estivales, una más coyuntural, la otra más frecuente, a saber, los
atascos en la circulación de coches y las playas abarrotadas de bañistas, me hacen
pensar que un número considerable de quienes se van o están de vacaciones no
disfrutan en realidad del deseado descanso.
A
estas dos incomodidades pueden añadirse otras, como los alojamientos precarios,
los viajes saturados de viajeros, las visitas turísticas igualmente
masificadas, la falta de plazas de aparcamiento en los sitios de mayor
atractivo…
Aun
así, el personal sigue escapando de sus lugares de residencia sin que al
parecer le importen los mencionados inconvenientes. Es muy posible que estos
veraneantes regresen a sus puntos de partida y al trabajo cotidiano más
estresados de lo que estaban al iniciar sus vacaciones.
–Hombre,
cómo se ve que es usted un tipo sedentario, poco aficionado a viajar. No tiene
en cuenta el placer que proporciona descubrir, o visitar de nuevo, países,
paisajes, monumentos…
No
le falta razón, aunque solo en parte. Me encantaría ver mundo, disfrutar de la
naturaleza y del arte en otras latitudes, tratar a gentes de muy diversas
costumbres y formas de vida. Pero, y este pero es por desgracia prácticamente
insuperable para la mayoría de los mortales, me gustaría sí viajar en
condiciones como las que disfrutan los viajeros y visitantes VIP. Nunca
olvidaré la visita a la simpar Capilla Sixtina entre apretujones y empujones,
que me impidieron gozar de la contemplación sosegada de los frescos de Miguel
Ángel. O la frustración al no lograr entradas para la Galería Uffizi de
Florencia.
Por
otro lado, el merecido descanso implica justamente… que se merezca. Se achaca,
con frecuencia injustamente, al hispano procurar esforzarse lo menos posible.
Mas los tópicos suelen tener su parte de razón. Y a más de uno cabría decirle:
“Pero ¿de qué quiere usted descansar, si no da un palo al agua?” Los sociólogos
denuncian que esta sociedad nuestra del bienestar y de la subvención fomenta la
falta de esfuerzo.
Lo
cual contrasta –o quizá sea un derivado de lo mismo– con la condición de los
parados. ¿Puede decirse que los sin empleo ni ocupación están descansados? No.
Me pregunto más bien en qué invierten su tiempo los desempleados. No creo que
pueda llamarse ocio a su desesperada y desesperante situación.
Leo
en un precioso artículo de mi colega Pedro García Cuartango cómo, tras una
larga caminata, se detiene a descansar en una iglesia de Bareto, cerca de
Bayona, donde pasa sus vacaciones, y el tañido de una campana tocando a muerto
le retrotrae a su infancia de monaguillo en Miranda de Ebro. Y concluye: “Con
los años, perdemos la intensidad de los sentimientos de nuestra juventud, pero
ganamos en capacidad para disfrutar de las cosas pequeñas, como un paseo por el
monte, una conversación con un amigo o el espectáculo del mar en perpetuo
movimiento”.
No
es frecuente que los articulistas en la prensa diaria se permitan
manifestaciones de su vida personal. Suelen comentar la actualidad,
preferentemente la política, y darnos su opinión, más o menos autorizada, sobre
la misma. Por eso, a mí al menos, me satisface encontrar confesiones como la de
Cuartango.
Por
supuesto, yo añadiría a los tres ejemplos de disfrutar de “las cosas pequeñas”
–¡caramba con la pequeñez de las tales!– otros entre los que no puedo por menos
de mencionar la audición de música, sobre todo clásica.
Después
de sufrir la huelga de taxistas en Madrid y Santander, felizmente paliada por
la ayuda de familiares y amigos de mi mujer, y del incordio que siempre supone
para este confeso poco viajero preparar el equipaje y abandonar las rutinas y
comodidades de mi residencia habitual, me encuentro sentado esa misma tarde en
la Sala Pereda del Palacio de Festivales de la capital cántabra, escuchando a
los músicos participantes en el XIX Concurso Internacional de Piano de
Santander Paloma O’Shea. Y tengo la inmensa satisfacción de deleitarme con la Sonata número 18 en re mayor de Mozart,
el Corpus Christi en Sevilla del Cuaderno
I de Iberia de Albéniz, la Sonata en si menor S 178 de Liszt y el Quinteto para piano y cuerda en la mayor op. 81 de Dvorak. Placer que se
prolongaría dos días después, esta vez en la Sala Argenta del mismo Palacio de
Festivales, con la Obertura de Coriolano
op. 62 y el Concierto para piano y
orquesta número 3 op. 37, ambas obras de Beethoven, y la Sinfonía número 4 op.36 de Tchaikovski,
a cargo de la Orquesta Sinfónica de RTVE, dirigida por Miguel Ángel Gómez Martínez.
Al
preparar este artículo, tengo delante de mis ojos la playa del Sardinero, que
contemplo a través del ventanal del restaurante Miramar. Al fondo, el Cabo
Mayor, por el que es una delicia pasear. Como lo es caminar por la dorada arena
que lamen incesantemente las olas. El día está nublado y apenas hay bañistas.
Pero “el espectáculo del mar en perpetuo movimiento”, al igual que la música,
me hacen olvidar los sinsabores de los desplazamientos. Y unen al descanso
vacacional la sensación placentera de estar en el lugar y en el tiempo
adecuados.
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