Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
Me
deprimen las librerías. En el barrio madrileño del Parque de las Avenidas, en el
que paso temporadas, alternando con mi residencia en El Espinar tan querido,
subsiste meritoriamente contra viento y marea la librería Polifemo. Me detengo
ante el escaparate a examinar los libros expuestos. Y apenas reconozco un par
de títulos y otro par de autores. Me he pasado la vida estudiando con ayuda de
los libros, leyendo libros por placer o por obligación, editando libros en mi
labor profesional, escribiendo y publicando libros, y a estas alturas de mi
larga existencia me abruma comprobar mi supina ignorancia sobre el mundo de la
escritura en cualquier género. Y, claro, me deprimo.
El
sábado 26 de mayo por la tarde nos dirigimos mi mujer y yo al Parque del Retiro
para visitar un año más la Feria del Libro de Madrid. Nada menos que 363
casetas se alinean a un lado o a ambos lados del Paseo del Duque de Fernán
Núñez. De ellas, 31 son de organismos oficiales, 13 de distribuidoras varias,
113 de librerías y 206 de editoriales. O sea que, a pesar de la crisis que
siempre amenaza a la industria editorial, aún hay 206 empresas que se dedican a
publicar y vender libros. Libros en papel, que son los que se exhiben en la
Feria. Los electrónicos circulan por otros canales y, aunque han quitado
bastante mercado a los editados en papel, estos siguen siendo los preferidos
por la mayoría de los lectores, entre los que me incluyo.
No
puede por menos de asaltarme la duda de cuántos de los títulos expuestos en las
casetas por las que pasamos se venderán. Y me pregunto cuántos de esos
ejemplares serán siquiera leídos, aparte de por los editores que han preparado
sus textos, y cuántos acabarán en el papelote. ¿Se publica demasiado en un país
como el nuestro en el que apenas se lee?
Nos
detenemos en la caseta del Gremio de Editores de Cantabria. En primera fila
aparecen varios títulos de la Editorial Valnera, como El hombre pez y Trampas de
niebla, de mi amigo y excelente escritor José Antonio Abella. Barro para
casa, porque Valnera, pilotada por ese magnífico editor y también escritor
Jesús Herrán Ceballos y su mujer Lines de la Gala Bueno, publicará en
septiembre el libro de relatos de Angelina Lamelas titulado Carne de cuento.
Unas
cuantas casetas más adelante, no recuerdo en cuál, Alejandro Palomas firma
ejemplares de su novela Un amor,
galardonada con el Premio Nadal 2018. Yo he leído la obra y me ha gustado, y en
la próxima tertulia de El libro del mes en El Espinar, el 11 de junio,
contaremos con la presencia del autor. Me acerco a saludarle y a darle las
gracias por asistir a nuestra reunión.
Pero
el objeto más directo de nuestra visita a la Feria esa tarde era adquirir la
última publicación de ese gran fabulador y narrador que es José María Merino, y
que se titula Aventuras e invenciones del
profesor Souto. Nos firma un ejemplar como él suele hacerlo acompañando con
un dibujo la cariñosa dedicatoria.
Volvemos
a la Feria al día siguiente, domingo por la mañana, pues Angelina firma
ejemplares de su último libro Aquel niño
austriaco, dirigido a niños a partir de los diez años, aunque por la
experiencia que tenemos lo leen también con agrado y emoción las personas
mayores.
Ángela,
la nieta de 11 años de Angelina, les ha dicho a sus padres:
–Voy
a ayudar a abu a vender libros.
Así
que la firma y la venta son un éxito.
En
una sesión de filandón celebrada el miércoles pasado en el Instituto
Internacional de la Calle Miguel Ángel de Madrid, organizada por la Fundación
de Ciencias de la Salud, los escritores Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y
José María Merino nos deleitaron con una lectura de cuentos breves relacionados
–más o menos– con el tema propuesto “Literatura y enfermedad”. Filandón alude a
las reuniones que se celebraban en casas particulares, sobre todo del norte de
León, en las que, mientras las mujeres hilaban –de ahí el nombre– y los hombres
tallaban en madera objetos como almadreñas, algunos de los presentes contaban
historias, reales o inventadas, para entretenimiento de los reunidos. En la
pantalla sobre el estrado de la sesión a la que me refiero se leía el siguiente
texto: “En el escenario del filandón, la palabra oral, la de la infancia de la
literatura, brilla como un bien primigenio que inventa, consuela, perturba,
entretiene, emociona…”.
Con
la edad me he ido limitando a lecturas que me proporcionen consuelo,
entretenimiento y emoción, que cada vez son menos. Me echan para atrás los
libros de muchas páginas, que por fuerza incurren en tediosas repeticiones.
A
pesar de todos los pesares, de escritores petulantes o abstrusos, de novelas
farragosas, de ensayos indigestos, de bestsellers
que por donde pasan mojan y al poco tiempo caen –menos mal– en el olvido, a
pesar de todo sigo encadenado a los libros. Como los que se exhiben en la
Feria, muchas veces ante la indiferencia de la gente que pasea en la mañana
soleada del Parque del Retiro.
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