Las palabras y la vida
Alberto
Martín Baró
El
resultado legal y más manifiesto de la moción de censura debatida y votada la
semana pasada contra el gobierno presidido por Mariano Rajoy ha sido la sustitución
del presidente popular por el socialista Pedro Sánchez. Pero ha habido otras
consecuencias del debate parlamentario y de la siguiente votación que encierran
a mi juicio una enorme gravedad y que paso a exponer.
La
primera y más llamativa conclusión que pudimos sacar quienes tuvimos la
paciencia de seguir en directo las intervenciones del portavoz del PSOE que
presentaba y defendía la moción, José Luis Ábalos, del presidente Rajoy, del
candidato Pedro Sánchez y de los portavoces del resto de partidos políticos con
representación en el Congreso de los Diputados fue la absoluta descalificación
de todas las fuerzas parlamentarias. Del cruce de acusaciones que se lanzaron
unos a otros los supuestos representantes del pueblo español solo cabía concluir
que o bien tales acusaciones eran infundadas, o bien ninguno de los partidos
estaba libre de culpa. La contundente batería de argumentos esgrimidos, en
especial por los cuatro partidos con mayor número de escaños, PP, PSOE, Podemos
y Ciudadanos, hace difícil decantarse por la primera alternativa e inclina a
reconocer la segunda, a saber, que todos los grupos parlamentarios están en
mayor o menor grado deslegitimados para seguir representando a los ciudadanos
de España. Todos han arrojado piedras contra los demás, sin pararse a
considerar que de ese modo nadie quedaba exento de culpabilidad. Es decir, que
la censura se volvía, no solo contra el presidente del Gobierno, sino contra
toda la Cámara, y ello basándose en los propios discursos de quienes la integran.
Una
segunda reflexión que se imponía al atónito espectador del rifirrafe
parlamentario es que a ningún partido o grupo le movía el bien de España y de
los españoles, sino que se guiaban por sus intereses personales o partidistas.
Mariano Rajoy luchaba con sus mejores armas dialécticas por su propia
permanencia en la presidencia del Gobierno. Pedro Sánchez, sin haber ganado
nunca unas elecciones, quería a toda costa llegar a la Moncloa. Pablo Iglesias
veía en la moción una ocasión de oro para acabar con un régimen democrático en
el que no cree y conquistar el poder, “el cielo”, para imponer un comunismo
totalitario que, como es bien sabido, ha traído siempre la prosperidad a todos
los países que lo han adoptado, empezando –y acabando– por sus líderes. Albert
Rivera proponía unas elecciones generales, animado por unas encuestas
favorables a su formación. A los partidos nacionalistas, más o menos
abiertamente independentistas, los unía el único afán de echar a Rajoy con la
esperanza de avanzar en la consecución de sus fines teniendo enfrente a un
Gobierno débil con solo 84 diputados.
A
llegar a este punto, no puede por menos de alarmar a una inmensa mayoría de los
españoles la presencia en el Parlamento “de España” de representantes de
partidos políticos que, no solo no creen en España, sino que buscan destruirla
o, al menos, separarse de ella. Partidos que, en otros países de la Europa
democrática, están ilegalizados. El mismo día en el que Pedro Sánchez prometía
su cargo ante el Rey, Quim Torra, el presidente de la Comunidad Autónoma de
Cataluña, reiteraba su voluntad irrenunciable de avanzar en el proceso de
constituir un Estado catalán independiente en forma de república, obedeciendo,
según él, al mandato del pueblo catalán. Mintiendo a sabiendas de que la
independencia solo la apoya el 47 % de los catalanes y de que las elecciones
las ganó Inés Arrimadas de Ciudadanos. Una perversa ley electoral es
responsable de que, a pesar de ese triunfo, la unión de los partidos
secesionistas tenga más escaños en el Parlamento catalán.
Esa
misma ley, no abolida ni reformada hasta hoy, permite que un partido como el
PNV, con 300.000 votos, tenga en el Congreso de los Diputados de España 5
escaños, que han sido decisivos a la hora de prosperar la moción de censura. Y,
más aún, que de esa exigua aunque sobredimensionada representación
parlamentaria dependa, primero, la aprobación de los presupuestos y, pocos días
después, el resultado de la moción de censura.
Una
última, pero no por ello menos preocupante conclusión. La tan traída y llevada
corrupción en realidad no inquieta a ningún partido, y todos han incurrido en
ella, a excepción de Ciudadanos, quizá porque aún no ha gobernado. La
corrupción, a juicio de los dirigentes y militantes de una formación, es tal
cuando afecta a otra, y solo sirve de arma arrojadiza para atacar al
adversario.
La
corrupción existe antes de que los tribunales se hayan pronunciado sobre ella,
como es patente en el caso de los ERE y de los cursos de formación en
Andalucía, o en el caso de Puyol y su clan en Cataluña. Por cierto, ¿qué ha
sido de este flagrante expolio a los catalanes y al resto del pueblo español,
cuando se lanzaba a los cuatro vientos la acusación de “España nos roba”?
Con
la principal institución democrática española como es el Parlamento degradada
por los propios parlamentarios, ¿es posible el funcionamiento cabal del Estado
de Derecho?
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