10 de junio de 2018

Censura al Parlamento


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

El resultado legal y más manifiesto de la moción de censura debatida y votada la semana pasada contra el gobierno presidido por Mariano Rajoy ha sido la sustitución del presidente popular por el socialista Pedro Sánchez. Pero ha habido otras consecuencias del debate parlamentario y de la siguiente votación que encierran a mi juicio una enorme gravedad y que paso a exponer.
La primera y más llamativa conclusión que pudimos sacar quienes tuvimos la paciencia de seguir en directo las intervenciones del portavoz del PSOE que presentaba y defendía la moción, José Luis Ábalos, del presidente Rajoy, del candidato Pedro Sánchez y de los portavoces del resto de partidos políticos con representación en el Congreso de los Diputados fue la absoluta descalificación de todas las fuerzas parlamentarias. Del cruce de acusaciones que se lanzaron unos a otros los supuestos representantes del pueblo español solo cabía concluir que o bien tales acusaciones eran infundadas, o bien ninguno de los partidos estaba libre de culpa. La contundente batería de argumentos esgrimidos, en especial por los cuatro partidos con mayor número de escaños, PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos, hace difícil decantarse por la primera alternativa e inclina a reconocer la segunda, a saber, que todos los grupos parlamentarios están en mayor o menor grado deslegitimados para seguir representando a los ciudadanos de España. Todos han arrojado piedras contra los demás, sin pararse a considerar que de ese modo nadie quedaba exento de culpabilidad. Es decir, que la censura se volvía, no solo contra el presidente del Gobierno, sino contra toda la Cámara, y ello basándose en los propios discursos de quienes la integran.
Una segunda reflexión que se imponía al atónito espectador del rifirrafe parlamentario es que a ningún partido o grupo le movía el bien de España y de los españoles, sino que se guiaban por sus intereses personales o partidistas. Mariano Rajoy luchaba con sus mejores armas dialécticas por su propia permanencia en la presidencia del Gobierno. Pedro Sánchez, sin haber ganado nunca unas elecciones, quería a toda costa llegar a la Moncloa. Pablo Iglesias veía en la moción una ocasión de oro para acabar con un régimen democrático en el que no cree y conquistar el poder, “el cielo”, para imponer un comunismo totalitario que, como es bien sabido, ha traído siempre la prosperidad a todos los países que lo han adoptado, empezando –y acabando– por sus líderes. Albert Rivera proponía unas elecciones generales, animado por unas encuestas favorables a su formación. A los partidos nacionalistas, más o menos abiertamente independentistas, los unía el único afán de echar a Rajoy con la esperanza de avanzar en la consecución de sus fines teniendo enfrente a un Gobierno débil con solo 84 diputados.
A llegar a este punto, no puede por menos de alarmar a una inmensa mayoría de los españoles la presencia en el Parlamento “de España” de representantes de partidos políticos que, no solo no creen en España, sino que buscan destruirla o, al menos, separarse de ella. Partidos que, en otros países de la Europa democrática, están ilegalizados. El mismo día en el que Pedro Sánchez prometía su cargo ante el Rey, Quim Torra, el presidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña, reiteraba su voluntad irrenunciable de avanzar en el proceso de constituir un Estado catalán independiente en forma de república, obedeciendo, según él, al mandato del pueblo catalán. Mintiendo a sabiendas de que la independencia solo la apoya el 47 % de los catalanes y de que las elecciones las ganó Inés Arrimadas de Ciudadanos. Una perversa ley electoral es responsable de que, a pesar de ese triunfo, la unión de los partidos secesionistas tenga más escaños en el Parlamento catalán.
Esa misma ley, no abolida ni reformada hasta hoy, permite que un partido como el PNV, con 300.000 votos, tenga en el Congreso de los Diputados de España 5 escaños, que han sido decisivos a la hora de prosperar la moción de censura. Y, más aún, que de esa exigua aunque sobredimensionada representación parlamentaria dependa, primero, la aprobación de los presupuestos y, pocos días después, el resultado de la moción de censura.
Una última, pero no por ello menos preocupante conclusión. La tan traída y llevada corrupción en realidad no inquieta a ningún partido, y todos han incurrido en ella, a excepción de Ciudadanos, quizá porque aún no ha gobernado. La corrupción, a juicio de los dirigentes y militantes de una formación, es tal cuando afecta a otra, y solo sirve de arma arrojadiza para atacar al adversario.
La corrupción existe antes de que los tribunales se hayan pronunciado sobre ella, como es patente en el caso de los ERE y de los cursos de formación en Andalucía, o en el caso de Puyol y su clan en Cataluña. Por cierto, ¿qué ha sido de este flagrante expolio a los catalanes y al resto del pueblo español, cuando se lanzaba a los cuatro vientos la acusación de “España nos roba”?
Con la principal institución democrática española como es el Parlamento degradada por los propios parlamentarios, ¿es posible el funcionamiento cabal del Estado de Derecho?

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