29 de marzo de 2020

Antes y después del coronavirus


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

¡Qué bien vivíamos antes del coronavirus! Me doy cuenta de lo injusta que es esta afirmación, si pienso en la gente que no puede quedarse en casa…, porque no tiene casa. En los que no pueden dejar de ir al trabajo…, porque no tienen trabajo. En los que no pueden hacer la compra para varios días…, porque nunca compran nada, sino que nos piden limosna o acuden a los comedores para indigentes.
Así podía seguir con la lista de quienes nunca han vivido bien, ni antes del coronavirus, ni mucho menos con él.
Lo cual me hace apreciar más todo aquello de lo que disfruto, de lo que disfrutamos las personas con las que habitualmente me trato. De muchas de las cosas que componen ese entorno gratificante de nuestra vida cotidiana no hacemos uso explícito. Nos basta saber que están ahí, al alcance de nuestra decisión de utilizarlas.
¿Cuántas veces hemos ido al cine o al teatro en el mes anterior a su cierre por causa del coronavirus? Pero ha bastado enterarnos de que no podemos asistir a esos espectáculos para sentir que se nos ha cortado una fuente de placer.
Ahora no podemos visitar a familiares o amigos. Pero ¿cuántas veces hemos ido a verlos antes de que se declarara el estado de alarma?
Cuando estoy en Madrid, echo de menos los pinares de El Espinar. Cuando estoy en El Espinar, echo en falta la animación de Madrid, su amplia oferta de vida cultural. Con las restricciones impuestas por el coronavirus no puedo salir de excursión a los montes espinariegos, ni callejear por las animadas calles madrileñas.
Somos ricos de posibilidades y, cuando se nos priva de esas riquezas en potencia, apreciamos lo que valen.
Para no cumplir con algunos compromisos que en ocasiones me importunan no tendré que buscar excusas, porque han sido cancelados. Ni tendré que animarme a hacer ese viaje que después sí disfruto, pero que me da pereza preparar y emprender. Debo reconocer que soy bastante sedentario. Hasta hace tres años creo que era uno de los pocos españoles que no conocía Roma.
–¿En qué quedamos? ¿No vivíamos tan bien antes del coronavirus? ¿Ahora está encantado con el confinamiento impuesto por el Covid-19?
Tampoco es eso. Pero sí que soy capaz de buscar y encontrar el lado bueno de las restricciones, empezando por el hecho de que son el único medio que conocemos para detener el contagio del letal virus.
Tengo muy presentes a quienes han fallecido contagiados por el Covid-19, a sus familias, a quienes están perdiendo sus puestos de trabajo, a quienes han tenido que cerrar sus comercios, a los médicos y sanitarios estresados y agotados atendiendo a los enfermos, a los familiares que no han podido despedir a sus seres queridos muertos… Quiero compartir el dolor de todos los que sufren por una pandemia como nunca antes habíamos vivido.
Pero, encerrado en casa con mi mujer, intento no hundirme en el desaliento. Y, sí, procuro hacer de la necesidad virtud. Ante la magnitud de las tragedias que sufren tantos afectados por el perverso virus, me parecen insignificantes las pequeñas satisfacciones a las que no tengo más remedio que renunciar: comprar y leer el periódico en papel, dar un paseo por el parque cercano… Sí, leo la prensa digital en el ordenador, pero no es lo mismo. ¿Y el sudoku y los crucigramas? Y hemos adquirido una cinta de andar para hacer ejercicio en casa, pero nos falta el aire y la luz del cielo azul, con los árboles y las plantas brotando en esta hermosa primavera, ajena al sufrimiento de toda la humanidad.
Muchas veces personas cercanas han intentado convencerme de las ventajas de hacer una compra semanal. ¿Qué ventajas? Abarrotar el frigorífico, tener que congelar y descongelar los alimentos, prescindir del pan crujiente de cada día. Pues ahora me he tenido que acostumbrar a comprar con menos frecuencia. Y aceptar que Susana, nuera de mi mujer Angelina, nos deje en el ascensor, sin entrar en nuestro piso, viandas para casi un mes.
Columna aparte requeriría hablar de la lectura. Se nos llena la boca recomendando a la gente, sobre todo a los niños y jóvenes, que lean. He de confesar que, a estas alturas de la vida, cada vez me cuesta más leer, dificultad agravada por mi degeneración macular. Me echan atrás los tomos voluminosos y los libros con letra pequeña. Agradezco los artículos y los relatos breves.
¿Y la música? Aquí sí que no tengo reservas. Escuchemos música. Sentiremos que a su son divino el alma se serena. Sospecho además que al coronavirus no le gustan Haydn, ni Mozart, ni Beethoven, ni Schubert, ni Schumann, ni Mendelssohn, ni Brahms, ni Chopin, ni Dvorak, ni Grieg, ni Tchaikovski, ni Rachmaninov, ni Albéniz, ni Granados… Sus composiciones, llenas de amor, son otras tantas barreras a este virus enemigo del amor humano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario