29 de diciembre de 2019

Queridos árboles


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Pensaba hacerme eco en este artículo de las protestas de algunos vecinos de El Espinar por la tala de doce árboles, en su mayoría álamos, en las inmediaciones de la plaza de toros. Pregunto a Cipri Dorrego, agente forestal del Ayuntamiento, y me informa de que al menos tres de esos árboles sí estaban enfermos. A través de amigos comunes me llega también la opinión del ingeniero de montes Luis Hiernaux, acerca del peligro que los álamos enfermos representan para árboles vecinos. En breve serán plantados nuevos ejemplares en ese paseo en cuyos bancos suelen sentarse personas mayores y no tan mayores aprovechando la sombra de copas longevas.
Esperemos que los jóvenes árboles sean cuidados y el Ayuntamiento no los deje secarse, como ha ocurrido por ejemplo con los plantados en los alcorques de la carretera de Ávila en el acceso a El Espinar.
La entrada al pueblo por el Paseo de Las Peñitas, bordeado de plátanos de sombra, fue una de las razones por las que Elisabeth Michot, presidenta de “Música para salvar vidas”, según me ha confesado, se trasladó a El Espinar y en este pueblo fijó la sede de dicha organización humanitaria.
No basta con que los montes de Aguas Vertientes y Peña la Casa estén cubiertos de pinos silvestres, recreando nuestra vista desde numerosos miradores del pueblo y ofreciendo umbría a quienes con el buen tiempo paseamos por la pista forestal o el camino del Ingeniero.
Es menester cuidar todas las especies arbóreas que crecen en nuestro entorno, robles, encinas, chopos, abetos, piceas, cedros…
La reciente Cumbre del Clima celebrada en Madrid nos ha recordado la importancia de los árboles para combatir el efecto invernadero, al absorber el CO2 que las emisiones de gases lanzan a la atmósfera.
En amplias zonas de España amenazadas por la desertización, los árboles, tanto los de hoja perenne como caduca, son los mejores agentes para combatir ese fenómeno de perniciosas consecuencias.
A menudo nos dejamos abatir por las noticias que nos hablan del cambio climático y del calentamiento global. ¿Qué podemos hacer los individuos particulares frente a las catástrofes con que se nos amenaza a un plazo más o menos inminente? Sobre todo, cuando los gobernantes no se deciden a tomar medidas que redundarían en un beneficio de la atmósfera y en un freno al deshielo de los glaciares y de los polos ártico y antártico. Y cuando los países que más contaminan actualmente, como China, India, Brasil, Rusia, Estados Unidos y otros africanos no están dispuestos a sacrificar su desarrollo industrial y tecnológico, hoy por hoy supeditado a la utilización de combustibles fósiles.
Las pasadas borrascas, sí, esas que reciben nombres como Daniel, Elsa y Fabien, han azotado los lugares por los que han pasado con vendavales que, entre otros daños, han derribado árboles. O sea, la naturaleza contra ella misma. Se nos dirá que esas borrascas en última instancia también son causadas por la actividad humana. ¿Somos los hombres tan poderosos y tan tremendamente dañinos que hasta las borrascas dependen de nosotros?
Hay científicos que, sin cuestionar los males que la industria, los medios de transporte, las calefacciones, los vertidos en los océanos, los plásticos, etc., producen en el medio natural, también argumentan que “la aportación humana al calentamiento planetario es insignificante en comparación con los cambios cíclicos de origen solar que experimenta continuamente la Tierra desde el origen de los tiempos” (Jesús Laínz en su artículo “Greta Thunberg y David Bellamy”, publicado en Libertad Digital el 20 de diciembre de 2019).
Los vientos huracanados han arrancado en las últimas borrascas árboles de todo tamaño y especie. Ha habido que cerrar muchos parques públicos. A unos vecinos míos en el Cabezuelo de El Espinar los vendavales les han tumbado un abeto que, afortunadamente, no cayó sobre la casa.
Ya no podemos sostener, como rezaba el título de la obra teatral de Alejandro Casona, que Los árboles mueren de pie. Si los hombres los talamos o los vientos los derriban, no mueren de pie, sino tumbados donde caigan.
Profeso mi amor y mi admiración por los árboles. He plantado a lo largo de mi vida no pocos ejemplares de arces, robles, pinos y abetos, además de numerosos arbustos. La tarde de la pasada Nochebuena, en que la tregua de este comienzo del invierno nos regaló un tiempo primaveral, fuimos mi mujer y yo a dar un paseo por la espinariega mata de Santo Domingo. El suelo estaba verde y mullido. Los robles, que se agrupan en rodales junto a los caminos que surcan la mata, de jóvenes son marcescentes y conservan hojas secas en sus ramas.
Os quiero, árboles de mi vida. Que la mano del hombre o las fuerzas desatadas de la naturaleza no acaben con vuestra gallardía. Y que, si al cabo de los años, por la edad, la muerte os sobreviene, podáis morir de pie.

No hay comentarios:

Publicar un comentario