5 de enero de 2020

El prójimo


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

He empezado el año con un nuevo móvil. No ha sido pretendido, pero ocurrió que el cristal del anterior se rompió al caérseme el hoy imprescindible artilugio, y el dependiente de la tienda a la que acudí me convenció para adquirir un aparato con más megas y prestaciones.
Como es obvio, le pedí que me descargara en el recién adquirido teléfono todos los números y direcciones de correo de mis contactos. Cuando vio que estos superaban la cifra de 1600 se quedó asombrado, como también me extrañé yo. No era posible. El joven, que a mi pregunta por su procedencia me respondió que era natural de Bangla Desh, pasó todos los datos a mi flamante móvil. Días después descubrí que muchos contactos estaban registrados hasta tres veces. Aun así, después de borrar los datos repetidos, han quedado más de 500 contactos. A bastantes de ellos no soy capaz de ponerles cara, y su nombre, el número de su móvil y su correo electrónico no me dicen nada.
Mi intención no era abrumar al lector con una introducción tan prolija. Quería simplemente constatar, una vez más, cómo los llamados móviles inteligentes nos han cambiado la vida. En las pasadas fiestas de Navidad y Año Nuevo, las felicitaciones que he recibido, y mandado, han sido a través del whatsapp o del correo electrónico, con la excepción de algunas llamadas de voz. Prácticamente, al menos en mi caso, han desaparecido los christmas, a los que en tantos años de vigencia no conseguimos encontrarles una denominación equivalente en español. Como tampoco hemos hallado un nombre castellano para el whasapp, al que algunos castellanizan como guasap con no demasiada aceptación.
Esta corriente de buenos deseos con que, en ocasiones una sola vez cada año, nos comunicamos con familiares, amigos y conocidos, he tenido a veces la tentación de minusvalorarla. Pero esta vez me he esforzado por llenarla de contenido. No está nuestra existencia actual tan sobrada de lazos de armonía y buena voluntad como para menospreciar cualquier manifestación, por pequeña que sea, de comunicación fraternal.
Me comentaba hace unos días al salir de misa un cuñado de mi mujer que cómo se nos puede mandar amar a Dios. Le dije que yo también me he preguntado más de una vez por el sentido del primer mandamiento del Decálogo.
El amor a Dios no solo se prescribe en el Antiguo Testamento, así en el Deuteronomio 6, 5: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. También Jesús, en respuesta a un fariseo que le preguntaba para ponerle a prueba cuál era el principal mandamiento de la Ley, le contestó con las mismas palabras del Deuteronomio. Mas añadió:
–Este mandamiento es el principal y primero. Pero el segundo es equivalente al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mateo 22, 34-40).
En el Evangelio de San Lucas, un doctor de la Ley, ante la equiparación que hace Jesús del amor a Dios y el amor al prójimo, le preguntó:
–¿Y quién es mi prójimo?
A esta pregunta, Jesús responde con la parábola del buen samaritano. Todos la conocemos. Mientras que un sacerdote y un levita pasan de largo ante un hombre al que han robado unos ladrones en el camino de Jerusalén a Jericó y abandonado mal herido, un samaritano, o sea alguien a quien los judíos creyentes despreciaban, que también pasaba por allí, se conmovió, se acercó y le curó las heridas. Después le puso sobre su propia montura, le condujo a un albergue y le dio al posadero dinero para que le cuidara.
–¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones? –le preguntó Jesús al doctor.
–El que tuvo compasión de él –le respondió aquel.
Y Jesús le dijo:
–Pues ve y haz tú lo mismo (Lucas 10, 25-37).
“El que dice que ama a Dios y aborrece a su hermano es un mentiroso, porque quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”. Así de contundente se expresa el apóstol Juan en su primera carta (1 Juan 4, 20).
Pero sigo sin aclararme la dificultad de amar a un Dios a quien no vemos. Y, además, con un amor que se nos prescribe como mandamiento. El mismo Jesús, cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, les propone la oración del Padrenuestro. Es decir, que Dios quiere que nos dirijamos a él como a un padre. Dios nos ha amado primero. Nada tiene de extraño que se nos mande amarle.
De todos modos, al prójimo, al hermano, siempre los tenemos cerca de nosotros. No a todos podemos quererlos con amor de simpatía. Pero a todos podemos ayudarles y prestarles pequeños y no tan pequeños servicios. Interesarnos y preocuparnos por ellos. O, por lo menos, desearles en estos días paz y felicidad
Paz y felicidad que yo, querido lector, le deseo de todo corazón.

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