Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
He empezado el año con un nuevo móvil. No ha sido
pretendido, pero ocurrió que el cristal del anterior se rompió al caérseme el
hoy imprescindible artilugio, y el dependiente de la tienda a la que acudí me
convenció para adquirir un aparato con más megas y prestaciones.
Como es obvio, le pedí que me descargara en el recién
adquirido teléfono todos los números y direcciones de correo de mis contactos.
Cuando vio que estos superaban la cifra de 1600 se quedó asombrado, como
también me extrañé yo. No era posible. El joven, que a mi pregunta por su
procedencia me respondió que era natural de Bangla Desh, pasó todos los datos a
mi flamante móvil. Días después descubrí que muchos contactos estaban
registrados hasta tres veces. Aun así, después de borrar los datos repetidos,
han quedado más de 500 contactos. A bastantes de ellos no soy capaz de ponerles
cara, y su nombre, el número de su móvil y su correo electrónico no me dicen
nada.
Mi intención no era abrumar al lector con una introducción
tan prolija. Quería simplemente constatar, una vez más, cómo los llamados
móviles inteligentes nos han cambiado la vida. En las pasadas fiestas de
Navidad y Año Nuevo, las felicitaciones que he recibido, y mandado, han sido a
través del whatsapp o del correo electrónico, con la excepción de algunas
llamadas de voz. Prácticamente, al menos en mi caso, han desaparecido los
christmas, a los que en tantos años de vigencia no conseguimos encontrarles una
denominación equivalente en español. Como tampoco hemos hallado un nombre
castellano para el whasapp, al que algunos castellanizan como guasap con no
demasiada aceptación.
Esta corriente de buenos deseos con que, en ocasiones una
sola vez cada año, nos comunicamos con familiares, amigos y conocidos, he
tenido a veces la tentación de minusvalorarla. Pero esta vez me he esforzado
por llenarla de contenido. No está nuestra existencia actual tan sobrada de
lazos de armonía y buena voluntad como para menospreciar cualquier
manifestación, por pequeña que sea, de comunicación fraternal.
Me comentaba hace unos días al salir de misa un cuñado de mi
mujer que cómo se nos puede mandar amar a Dios. Le dije que yo también me he
preguntado más de una vez por el sentido del primer mandamiento del Decálogo.
El amor a Dios no solo se prescribe en el Antiguo
Testamento, así en el Deuteronomio 6, 5: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. También Jesús, en
respuesta a un fariseo que le preguntaba para ponerle a prueba cuál era el
principal mandamiento de la Ley, le contestó con las mismas palabras del
Deuteronomio. Mas añadió:
–Este mandamiento es el principal y primero. Pero el segundo
es equivalente al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mateo 22,
34-40).
En el Evangelio de San Lucas, un doctor de la Ley, ante la
equiparación que hace Jesús del amor a Dios y el amor al prójimo, le preguntó:
–¿Y quién es mi prójimo?
A esta pregunta, Jesús responde con la parábola del buen
samaritano. Todos la conocemos. Mientras que un sacerdote y un levita pasan de
largo ante un hombre al que han robado unos ladrones en el camino de Jerusalén
a Jericó y abandonado mal herido, un samaritano, o sea alguien a quien los
judíos creyentes despreciaban, que también pasaba por allí, se conmovió, se
acercó y le curó las heridas. Después le puso sobre su propia montura, le
condujo a un albergue y le dio al posadero dinero para que le cuidara.
–¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del
hombre asaltado por los ladrones? –le preguntó Jesús al doctor.
–El que tuvo compasión de él –le respondió aquel.
Y Jesús le dijo:
–Pues ve y haz tú lo mismo (Lucas 10, 25-37).
“El que dice que ama a Dios y aborrece a su hermano es un
mentiroso, porque quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, a
quien no ve”. Así de contundente se expresa el apóstol Juan en su primera carta
(1 Juan 4, 20).
Pero sigo sin aclararme la dificultad de amar a un Dios a
quien no vemos. Y, además, con un amor que se nos prescribe como mandamiento.
El mismo Jesús, cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar, les
propone la oración del Padrenuestro. Es decir, que Dios quiere que nos
dirijamos a él como a un padre. Dios nos ha amado primero. Nada tiene de
extraño que se nos mande amarle.
De todos modos, al prójimo, al hermano, siempre los tenemos
cerca de nosotros. No a todos podemos quererlos con amor de simpatía. Pero a
todos podemos ayudarles y prestarles pequeños y no tan pequeños servicios. Interesarnos
y preocuparnos por ellos. O, por lo menos, desearles en estos días paz y
felicidad
Paz y felicidad que yo, querido lector, le deseo de todo
corazón.
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