Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Un buen día –en este caso sería más adecuado decir un mal
día–, estando todavía acostado y medio dormido, al darme la vuelta, el techo
del dormitorio empezó a girar y tuve la sensación de que me precipitaba en el
vacío. Me levanté con dificultad y me senté en el borde de la cama, mientras
todo me daba vueltas, a la vez que experimentaba una incontenible náusea.
Desperté a mi mujer y, apoyado en ella, logré llegar al baño. Allí estuve
sentado en el inodoro sin tener fuerzas para cambiar de postura. A duras penas,
y de nuevo con la ayuda de mi mujer, volví a echarme en la cama y el episodio
del mundo en torno dando vuelvas se repitió.
Sospeché que estaba padeciendo un ataque de vértigo. Mi
mujer llamó al médico que vive en el piso de al lado, el cual me preguntó por
los síntomas que yo experimentaba, me auscultó y me tomó la tensión, sin
encontrar nada anormal. Me dijo que el vértigo sufrido por mí podía deberse a
distintas causas y me recetó Primperan y Torecán. Además de vecino y competente
médico internista, ya jubilado, es excelente persona, cordial amigo, y me hace
el honor de leer y comentar mis artículos en El Adelantado.
Esto ocurría el pasado 4 de noviembre. Al día siguiente
tenía yo planeado trasladarme a El Espinar para coordinar como de costumbre la
tertulia literaria “El libro del mes”, que en esta ocasión estaba dedicada a la
obra de Christian Gálvez sobre Leonardo da Vinci. El famoso presentador de
Telecinco había prometido participar en el acto, pero finalmente no pudo asistir.
Huelga decir que yo tampoco estaba en condiciones de viajar. Menos mal que mi
gran amigo y escritor Javier de la Nava consiguió con solvencia que no se nos
echara en falta ni a Christian ni a mí.
Un prestigioso otorrino, y además buen poeta –no sé de dónde
saca tiempo para ambas actividades–, y que, casualidades de la vida, también
vive enfrente de nuestro piso, me diagnosticó que mi vértigo se debía a un
trastorno del oído interno. Las píldoras de Serc y unos ejercicios de
reeducación vestibular que me prescribió me están devolviendo el perdido
equilibrio.
Pero todavía el vértigo y la consiguiente inestabilidad
están agazapados, dispuestos a atacar al menor descuido mío o movimiento brusco
de la cabeza.
Por mi cuenta, y con ayuda de Internet y algunos artículos
de divulgación, he tratado de averiguar algo más sobre este tipo de vértigo
posicional. Según una investigación publicada en la revista médica “Neurology”,
las personas que lo padecen mejoran si hacen en casa ejercicios recomendados
para corregir su postura, como los que a mí me aconsejó nuestro vecino.
El oído interno es una de las muchas maravillas anatómicas y
fisiológicas de nuestros órganos de los sentidos. En su parte delantera, o laberinto, se encuentra la cóclea,
que es la responsable de la audición; en la parte trasera están los canales
semicirculares, que afectan al equilibrio.
Conectados a ellos están dos órganos sensoriales, utrículo y sáculo, que contienen
células que detectan los movimientos de la cabeza en línea recta, o sea, hacia
atrás y adelante o arriba y abajo. Los conductos semicirculares son tres tubos
llenos de líquido que detectan los movimientos de rotación de la cabeza.
Contienen células ciliadas que envían impulsos nerviosos al cerebro,
advirtiéndolo de la dirección en que está rotando la cabeza, de modo que pueda
adoptarse la acción apropiada para mantener el equilibrio. Si todo este
sistema no funciona bien, se producen trastornos que afectan a nuestra
estabilidad.
La sensación de mareo e inestabilidad representa el 28 % de
las consultas de atención primaria en España, según la Sociedad Española de
Médicos Generales y de Familia.
No me extraña, por tanto, que, cuando comento mi vértigo con
amigos y conocidos, abunden quienes han padecido o padecen sus síntomas. Claro
que esto sucede con otras muchas enfermedades o dolencias, lo cual crea un
clima de solidaridad entre las personas que las sufren.
De obligado cumplimiento es recordar la inquietante película
de Alfred Hitchcock que lleva precisamente por título el nombre de Vértigo, acrofobia
o mal de altura que padece el detective encarnado por James Stewart, a quien un
amigo encarga seguir a su esposa que, según el marido, corre algún tipo de
peligro. No voy a revelarles el final de esta obra maestra, que les recomiendo
que vean, si no lo han hecho ya.
El martes pasado, contemplando en cine la retransmisión en
directo del ballet Coppelia desde la Royal Opera House de Londres, mientras
disfrutaba de la maravillosa música de Leo Delibes y de la prodigiosa actuación
del Royal Ballet, no pude por menos de experimentar un escalofrío al admirar
los asombrosos giros y “pirouettes” de bailarinas y bailarines. Los conductos
semicirculares del sistema vestibular de estos artistas enviaban a buen seguro
correctamente a través de las células ciliadas impulsos nerviosos a sus
cerebros, que respondían con prontitud y exactitud para adoptar la acción
apropiada y mantener el equilibrio.
Equilibrio que James Stewart y yo, temporalmente, hemos
perdido.
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