8 de septiembre de 2019

El periódico en papel


Las palabras y la vida

Alberto Martín Baró

En la misma acera de la casa de la familia de mi mujer, donde nos alojamos durante nuestras estancias en Santander, hay una cafetería diligentemente regentada y atendida por tres jóvenes croatas, que además hablan muy bien el español. Si todos los inmigrantes que llegan a España fueran como ellas, la inmigración dejaría de ser un problema. Pero no es mi intención referirme a la condición de extranjeras de estas encargadas de la cafetería, sino a lo bien que llevan a cabo su trabajo. Entre las atenciones que dispensan a sus clientes está el poner a su disposición dos periódicos, el “Diario Montañés” y el “As”. Yo habría pensado que este segundo sería el más solicitado, pero no es así. A la hora del desayuno se desarrolla una auténtica batalla entre algunos de los asistentes para hacerse con el diario cántabro. Los que no han andado lo bastante rápidos para conseguir el disputado botín miran de reojo al lector para ver cuándo acaba su lectura.
Esta anécdota mañanera puede tener una doble interpretación. Por un lado, en unos tiempos en los que la prensa tradicional está siendo desbancada por la información digital, me pareció extraño ese afán por consultar un periódico en papel. Por otro lado, confirma el descenso de la venta de este tipo de publicaciones, pues los clientes de la cafetería no están dispuestos a gastarse el euro y cincuenta céntimos que cuesta el “Diario Montañés”.
Los quiosqueros también acusan este declive de las ventas de los periódicos y las revistas en papel. Al personal le resulta más barato, y más cómodo y rápido, informarse en los medios digitales a través del móvil. Y los ecologistas celebran el consiguiente ahorro de papel, que en gran parte aún se sigue produciendo a partir de la celulosa y esta de la madera de los árboles.
Yo también me informo en los diarios digitales, pero me gusta más leer los periódicos en papel. Del mismo modo que disfruto más leyendo libros publicados en papel. Cuando leo en pantalla, sea del ordenador, de una tablet, del móvil o de un libro electrónico, me parece que estoy trabajando, como me ha tocado hacerlo en mi actividad profesional de editor desde que se informatizó el proceso de edición y de impresión.
Mi vida, desde que era niño, ha estado rodeada de periódicos. Mi padre, periodista y asiduo articulista, colaboró con los principales diarios de España de la segunda mitad del siglo pasado.
Diarios como el “ABC”, el “Ya”, “La Gaceta del Norte”, “El Correo Español-El Pueblo Vasco”, y los que se englobaban en la Agencia Logos, como “La Verdad” de Murcia, “Hoy” de Badajoz, el “Diario Montañés” de Santander, el “Faro de Vigo” entre otros, llegaban a nuestra casa por correo, amén de los que compraba nuestro padre. A los que había que añadir los tres de Valladolid: “Diario Regional”, que dirigió nuestro padre durante varios años, “El Norte de Castilla” y “Alerta”.
Los periódicos y las revistas que se acumulaban en casa nos turnábamos los hermanos en venderlos cada semana como papel viejo. ¿Qué obtendríamos con aquella venta, cuatro o cinco pesetas? Que se sumaban a la propina, por supuesto módica en una familia de seis hijos.
Muchos años más tarde, en las distintas editoriales en las que trabajé, me dolía tener que mandar al “papelote” libros que llevaban años en los almacenes sin venderse. Protestaban a mis jefes los autores de tales obras, convencidos de que las mismas no podían por menos de contar con un buen número de lectores y compradores. De no ser así, la culpa sería de la editorial, que no las había distribuido y promocionado como debía.
Volviendo a los periódicos en papel, diré en su defensa que me parecen en general mejor maquetados y más cuidados que los digitales. Cuando me he familiarizado con una determinada distribución de las distintas secciones, me molesta que un nuevo diseño la cambie.
Dedico todas las mañanas un par de horas a su lectura. Y es un rato placentero, que podría serlo más si las noticias fueran más gratas. Pero de las guerras, las migraciones, los campos de refugiados, los atentados, las crisis económicas y demás calamidades que asolan el mundo y son el pan nuestro de cada día no tienen la culpa los diarios.
Busco los artículos de mis autores preferidos, que a menudo me sugieren temas para los míos. Ya el título y la entradilla me animan a su lectura o desaniman. He lamentado con frecuencia el exceso de comentarios políticos en que todos los articulistas incurrimos. Tanto más lamentable cuando el columnista en cuestión ha demostrado ser capaz de deleitarnos con escritos de gran belleza literaria o de profundo pensamiento.
Concluyo la lectura del periódico resolviendo el sudoku y los crucigramas de la página de pasatiempos. Dicen los expertos que esta actividad ayuda a mantener ágil nuestra mente.


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