Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En la misma acera de la casa
de la familia de mi mujer, donde nos alojamos durante nuestras estancias en
Santander, hay una cafetería diligentemente regentada y atendida por tres
jóvenes croatas, que además hablan muy bien el español. Si todos los
inmigrantes que llegan a España fueran como ellas, la inmigración dejaría de
ser un problema. Pero no es mi intención referirme a la condición de
extranjeras de estas encargadas de la cafetería, sino a lo bien que llevan a
cabo su trabajo. Entre las atenciones que dispensan a sus clientes está el
poner a su disposición dos periódicos, el “Diario Montañés” y el “As”. Yo
habría pensado que este segundo sería el más solicitado, pero no es así. A la
hora del desayuno se desarrolla una auténtica batalla entre algunos de los
asistentes para hacerse con el diario cántabro. Los que no han andado lo
bastante rápidos para conseguir el disputado botín miran de reojo al lector
para ver cuándo acaba su lectura.
Esta anécdota mañanera puede
tener una doble interpretación. Por un lado, en unos tiempos en los que la
prensa tradicional está siendo desbancada por la información digital, me
pareció extraño ese afán por consultar un periódico en papel. Por otro lado,
confirma el descenso de la venta de este tipo de publicaciones, pues los
clientes de la cafetería no están dispuestos a gastarse el euro y cincuenta
céntimos que cuesta el “Diario Montañés”.
Los quiosqueros también
acusan este declive de las ventas de los periódicos y las revistas en papel. Al
personal le resulta más barato, y más cómodo y rápido, informarse en los medios
digitales a través del móvil. Y los ecologistas celebran el consiguiente ahorro
de papel, que en gran parte aún se sigue produciendo a partir de la celulosa y
esta de la madera de los árboles.
Yo también me informo en los
diarios digitales, pero me gusta más leer los periódicos en papel. Del mismo
modo que disfruto más leyendo libros publicados en papel. Cuando leo en pantalla,
sea del ordenador, de una tablet, del móvil o de un libro electrónico, me
parece que estoy trabajando, como me ha tocado hacerlo en mi actividad
profesional de editor desde que se informatizó el proceso de edición y de
impresión.
Mi vida, desde que era niño,
ha estado rodeada de periódicos. Mi padre, periodista y asiduo articulista,
colaboró con los principales diarios de España de la segunda mitad del siglo
pasado.
Diarios como el “ABC”, el “Ya”,
“La Gaceta del Norte”, “El Correo Español-El Pueblo Vasco”, y los que se
englobaban en la Agencia Logos, como “La Verdad” de Murcia, “Hoy” de Badajoz,
el “Diario Montañés” de Santander, el “Faro de Vigo” entre otros, llegaban a
nuestra casa por correo, amén de los que compraba nuestro padre. A los que
había que añadir los tres de Valladolid: “Diario Regional”, que dirigió nuestro
padre durante varios años, “El Norte de Castilla” y “Alerta”.
Los periódicos y las revistas
que se acumulaban en casa nos turnábamos los hermanos en venderlos cada semana
como papel viejo. ¿Qué obtendríamos con aquella venta, cuatro o cinco pesetas?
Que se sumaban a la propina, por supuesto módica en una familia de seis hijos.
Muchos años más tarde, en las
distintas editoriales en las que trabajé, me dolía tener que mandar al
“papelote” libros que llevaban años en los almacenes sin venderse. Protestaban
a mis jefes los autores de tales obras, convencidos de que las mismas no podían
por menos de contar con un buen número de lectores y compradores. De no ser
así, la culpa sería de la editorial, que no las había distribuido y
promocionado como debía.
Volviendo a los periódicos en
papel, diré en su defensa que me parecen en general mejor maquetados y más
cuidados que los digitales. Cuando me he familiarizado con una determinada
distribución de las distintas secciones, me molesta que un nuevo diseño la
cambie.
Dedico todas las mañanas un
par de horas a su lectura. Y es un rato placentero, que podría serlo más si las
noticias fueran más gratas. Pero de las guerras, las migraciones, los campos de
refugiados, los atentados, las crisis económicas y demás calamidades que asolan
el mundo y son el pan nuestro de cada día no tienen la culpa los diarios.
Busco los artículos de mis
autores preferidos, que a menudo me sugieren temas para los míos. Ya el título
y la entradilla me animan a su lectura o desaniman. He lamentado con frecuencia
el exceso de comentarios políticos en que todos los articulistas incurrimos.
Tanto más lamentable cuando el columnista en cuestión ha demostrado ser capaz
de deleitarnos con escritos de gran belleza literaria o de profundo
pensamiento.
Concluyo la lectura del
periódico resolviendo el sudoku y los crucigramas de la página de pasatiempos.
Dicen los expertos que esta actividad ayuda a mantener ágil nuestra mente.
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