Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En España viven solas 4,7 millones de personas, según datos
del Instituto Nacional de Estadística (INE) correspondientes al año 2018.
Teniendo en cuenta que la población total de España es de 46.934.632 habitantes
según el INE para finales de 2018, podemos llegar a la conclusión de que
aproximadamente un 10 % de esos habitantes viven en hogares de una sola
persona. O, lo que es lo mismo, de cada diez individuos con los que nos
cruzamos por la calle uno vive solo. Ya sé que esto no es exacto, porque puede
ocurrir que en ese grupo concreto de diez personas no haya ninguna que viva
sola o haya más de una. Pero esta concreción a mí me ayuda a visualizar de
algún modo lo que significan los datos estadísticos.
Me he planteado la cuestión de la soledad porque, leyendo el
libro Cómo hacer que te pasen cosas buenas, de Marian Rojas Estapé, me he
encontrado con la siguiente conclusión a un estudio sobre la felicidad dirigido
a lo largo de setenta y cinco años por el psiquiatra norteamericano Robert Waldinger:
“Las conexiones sociales nos benefician y la soledad mata. Dicho así resulta
fuerte, pero es cierto: la soledad mata. Las personas con más vínculos con
familia, amigos o la comunidad son más felices, más sanas y viven más tiempo
que las personas que tienen menos relaciones. La soledad ha demostrado ser
profundamente tóxica. Las personas que viven aisladas son estadísticamente
menos felices y más susceptibles de empeorar de salud en la mediana edad, sus
funciones cerebrales decaen de forma precipitada en la vejez y mueren antes”.
La psiquiatra española autora del exitoso libro matiza
después estas afirmaciones tan tajantes. Ya en las frases citadas puede
advertirse que vivir solo no equivale necesariamente a vivir aislado. O, dicho
de otra forma, soledad no es lo mismo que aislamiento. Aislamiento y soledad
son conceptos distintos.
Los datos estadísticos sobre personas que viven solas
recogen también el sexo y la edad de tales personas. Así nos informan de que
casi un tercio de las personas que viven solas son mujeres y mayores de 65
años. Pero no nos informan, ni pueden hacerlo, sobre lo que esas personas
sienten, a no ser que se hicieran entrevistas en cada caso para conocer sus
sentimientos. Alguien puede vivir solo, pero no sentirse solo. Y tener
relaciones sociales satisfactorias. Mientras que alguien puede vivir acompañado
y no mantener unas conexiones humanas enriquecedoras con la persona o las
personas con las que convive.
Dicen los expertos en estos temas que en el medio rural es
por lo general más fácil relacionarse con familiares y vecinos. En cambio, la
ciudad, y menos cuanto más grande sea, no es propicia para crear vínculos
personales de calidad, a pesar de que brinde más oportunidades de establecer
contactos. No sé. No creo que los habitantes de muchos pueblos pequeños
españoles sean un modelo de convivencia. A menudo abundan las envidias y los
enfados que se transmiten de padres a hijos.
Otro factor importante que hay que tener en cuenta al juzgar
la soledad de una persona es si la ha elegido voluntariamente o le ha sido
impuesta.
A este respecto se me ocurre pensar en los eremitas o
anacoretas que, siguiendo el ejemplo de San Antonio Abad en el siglo III, se
retiraban al desierto de Egipto para vivir en soledad entregados a la oración y
a la penitencia. Esta forma de vida solitaria fue pronto sustituida por formas
de vida comunitaria, cuando San Pacomio, ya en el siglo IV, reunió a un grupo
de eremitas en un cenobio y les dio una regla. O sea, que la tendencia de los
seres humanos, incluidos los movidos por razones religiosas, no es la vida en
soledad, sino en agrupaciones más o menos numerosas. A finales del siglo V, San
Benito de Nursia unió a la oración y la penitencia el trabajo en la célebre
máxima “ora et labora”, “reza y trabaja”, de la regla benedictina.
Hoy también, en otros contextos y circunstancias, las
personas que trabajan fuera de casa tienen más oportunidades de entablar
relaciones que los jubilados.
Las personas jubiladas que viven solas se defienden de
formas variadas de los males que puede acarrear la soledad. Observo en mi
barrio madrileño a grupos de personas mayores que se sientan en los bancos de
zonas ajardinadas, o en terrazas de cafeterías, para charlar o simplemente estar
juntas.
Un amigo mío, que, como suele decirme en broma, me lleva
siete años y dos prótesis de cadera, se reúne una vez al mes con sus compañeros
de estudios.
Me ha sorprendido una amiga, esta de mediana edad, que se ha
ido en septiembre una semana de vacaciones para estar sola y meditar. ¿En qué
consistirá su meditación? Tengo que preguntárselo.
Una forma novedosa de combatir la soledad la proporcionan
las modernas tecnologías, que facilitan la comunicación a través de las redes
sociales o de las citas en páginas web de contactos. A mí nunca me ha gustado
hablar por teléfono como sustitución de la conversación cara a cara. Pues aún
menos me satisfacen las relaciones a través de los modernos medios
tecnológicos.
Diré parafraseando a San Juan de la Cruz: “mira que la
dolencia de amor –o sea la soledad– que no se cura sino con la presencia y la
figura”.
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