Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
“Anoche soñé que volvía…”, no
a Manderley, como la protagonista de la película de Hitchcock Rebeca, sino a
mi antigua casa de El Espinar. Y la encontré cambiada. Con muchas mejoras,
además de las que yo había hecho antes de venderla.
La casa la habían construido
allá por el año mil novecientos cuarenta y tantos –no recuerdo la fecha exacta–
Sixto, el jardinero del parque municipal, y su mujer Ángeles. Mis abuelos
maternos la alquilaban los veranos. Siempre acogían a algunos de sus nietos,
que no me explico cómo cabíamos. Ahí nació mi amor a este pueblo serrano.
Bastante tiempo después mi
mujer y yo compramos la casa. Nuestro vecino Juan García, excelente albañil, se
hizo cargo de las obras que mejoraron notablemente el interior del edificio:
alicatado de la cocina y del cuarto de baño, saneamiento de humedades,
ampliación de la sala tirando el tabique que la separaba del vestíbulo… El
confort de la casa para poder pasar en ella fines de semana en invierno ganó
bastantes enteros cuando instalamos una calefacción de gasóleo.
No era la primera vez que
adquiríamos una segunda residencia. Un primer intento resultó fallido. Habíamos
comprado una casita en El Olivar, pequeña localidad de Guadalajara que Cela describe
en su libro Viaje a La Alcarria como “un pueblo miserable, perdido en la
sierra, en tierra de lobos, rodeado de barrancos”. Era una construcción
humilde, con un terrenito en el que crecía una higuera, y tenía unas vistas
preciosas sobre el embalse de Entrepeñas y, al fondo, las Tetas de Viana, dos
montes así llamados por semejar los pechos de una mujer.
A pesar de mis gestiones no
conseguí que ningún operario se encargara de hacer la casa habitable. Hoy, por
lo que me informo en Internet, El Olivar “miserable” de Cela es un pueblo
cuidado y lleno de casas de vacaciones.
A veces propendemos a pensar
que carecer las viviendas particulares de agua corriente se remonta a la época
en la que los romanos construyeron el acueducto de Segovia. Yo puedo atestiguar
que, además de la casa de El Olivar, otras muchas viviendas en los años
cincuenta del pasado siglo carecían de este servicio básico.
En el verano de 1954 fui
invitado a pasar unos días en casa de Ramón, un amigo del colegio, que en
realidad era compañero de mi hermano Javier. Más tarde comprendí por qué mi
hermano me había cedido la invitación. Después de un viaje en un autobús del
que prefiero no acordarme, entre cestas con gallinas y otros aparatosos bultos,
llegué mareado al pueblo de mi amigo, que era Valbuena de Duero, una localidad
importante. Le pregunté a Ramón por el cuarto de baño, a lo que él me
respondió: “Si lo que quieres es lavarte, ahí en el patio tienes el pilón; y si
necesitas hacer tus necesidades, al lado está la chivitera”. O sea, el corral,
donde campaban a sus anchas, no chivos, como el nombre podía dar a entender,
sino gallinas. ¡Y el padre de mi amigo era el alcalde del pueblo, que ya
entonces albergaba las famosas bodegas Vega Sicilia!
Todo esto ¿qué tiene que ver
con el progreso, tema del artículo al que yo estaba dando vueltas en mi medio
insomnio? Pues está bien claro que gran parte del progreso material se ha
traducido en las comodidades que disfrutamos no hace demasiado tiempo los
habitantes del que hemos llamado “primer mundo”. Abrimos el grifo y disponemos
de agua fría y caliente, combatimos el frío con distintos sistemas de
calefacción y el calor con aparatos de aire acondicionado, conservamos los
alimentos en frigoríficos y congeladores… En casa de mis padres aún recuerdo la
fresquera. Y se lavaba a mano, nada de lavadoras y lavavajillas.
Las ventajas que nos
proporcionan los grandes y pequeños electrodomésticos tienen la contrapartida,
que denuncian los ecologistas, de consumir energía eléctrica y contribuir a las
emisiones de CO2, al calentamiento global y al cambio climático.
A lo largo de la historia de
la humanidad, a los avances del progreso se han opuesto a menudo sus
detractores. Así, los luditas, artesanos ingleses que en el siglo XIX
protestaron contra las nuevas máquinas que destruían empleo. La destrucción de
puestos de trabajo por el uso de maquinaria tanto en la agricultura como en la
industria ha sido utilizada frecuentemente como argumento contra la
mecanización. Y lo sigue siendo. Hace pocos días leía yo en un periódico
nacional el siguiente titular: “Cada robot industrial elimina dos puestos de
trabajo”.
Si del progreso tecnológico
pasamos al progreso social y cultural, no faltan tampoco los enfrentamientos
entre los denominados progresistas, que defienden ideas y actitudes supuestamente
avanzadas, y los conservadores, que como su nombre indica son reacios al cambio
y partidarios de conservar creencias y costumbres.
Hoy el progresismo se lo
atribuyen los partidos de izquierda radical. Olvidando, y tratando de que
olvidemos, que allí donde se han implantado las ideologías y las políticas del
comunismo y del socialismo no temperado por la socialdemocracia han cundido la
pobreza, el hambre, la falta de libertades, la persecución y muerte del
disidente, y los crímenes más atroces a los que aún asistimos en países bajo el
yugo de sistemas opresores y totalitarios.
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