22 de julio de 2018

Montañas


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Isa y Audrey son dos adolescentes estadounidenses que han pasado unas semanas con una familia española, dos de cuyos hijos, Teresa y Kiko, estuvieron a su vez el verano anterior en la casa de ellas a orillas del lago Michigan. Aparte de visitar Madrid y San Sebastián, han viajado con sus anfitriones a París. A la vuelta, en una comida en mi jardín de El Espinar, pregunto a Isa y Audrey qué es lo que más les ha gustado de todo lo que han visto en España y Francia. Después de pensárselo un momento, Isa me responde:
The mountains.
Yo me esperaba que hubieran mostrado su preferencia, qué sé yo, por el parque del Retiro, por la playa de La Concha, por la torre Eiffel o por Disneyland. Pero no. Fueron tajantes: “Las montañas”. Sin especificar si fueron los Pirineos o nuestra sierra de Guadarrama el objeto de su predilección.
A veces necesitamos que visitantes extranjeros nos hagan reconocer o redescubrir el valor de lo que día tras día tenemos ante los ojos.
A mí mismo, que tanto he disfrutado de los montes de El Espinar y tanto he escrito sobre ellos, me ha hecho falta el relativo distanciamiento que en los últimos meses he experimentado para añorarlos y, al regresar este verano más detenidamente, sentir renovado su abrazo protector.
Y, cuando oigo a Isa y Audrey, oriundas de tierras llanas, mostrar su encanto con las montañas, me siento afortunado de tenerlas al alcance de mis paseos.
Recorro con fruición sus nombres y perfiles familiares: El Caloco, a cuya cima yo solía subir mientras, delante de la ermita del Santo Cristo, mis convecinos celebraban el inicio de las fiestas patronales; la sierra del Quintanar, pródiga de luces y colores según las horas del día; la Mujer Muerta, que desde nuestra vertiente pierde su condición yacente y embarazada; el Montón de Trigo, perfecto cono de difícil ascenso; la Peña del Águila, de más suave subida, y la Peñota, de doble escarpada cumbre, que cierran la vista que diviso por el este de mi calle; el Alto del León, que separa, o une, según se mire, las comunidades de Madrid y Castilla y León; Cabeza Líjar, de la que me parece estar viendo la rosa de los vientos, vientos de altura, en su vértice geodésico; Cueva Valiente, que tan bien refleja los soles del ocaso; Aguas Vertientes, pues en efecto recorren su ladera multitud de arroyos y regatos, amén de las numerosas fuentes que en ella manan; la sierra de Malagón, al sur de la villa, y Cabeza Renales, que cierra por el oeste el casi círculo mágico, para permitirnos dilatar la mirada por las llanadas esteparias de Campo Azálvaro…
Aquí están y aquí me esperan siempre los montes que han jalonado mi vida, desde los veraneos de mi infancia, adolescencia y madurez, hasta que, al jubilarme, me instalé definitivamente bajo su amparo.
¿Inmutables? No, que cambian. Desde una ventana de mi vivienda actual se divisaba el peñón que da nombre al monte de Peña La Casa y que hoy los pinos crecidos ocultan.
Y cambian también, porque cambiamos nosotros, los que los contemplamos y amamos, y formamos parte de su geografía y de su historia. Hace meses que no subo a sus picos y crestas, y echo de menos el aire puro que en ellos se respira. Así como la satisfacción de coronar el desafío de la altura.
Pero siempre hay miradores privilegiados que nos acercan al entorno montañoso, como el mirador de la Canaleja en la calle de Juan Bravo de Segovia. Mientras espero que me revisen el coche, me he sentado en la terraza que se abre a la Mujer Muerta, aquí sí con todos sus atributos, mientras pequeñas nubes de algodón adornan el cielo azul de esta plácida tarde de julio. A mi izquierda, también se avistan el Montón de Trigo y Siete Picos, picos que me traen a la memoria la figura señera de Eduardo Martínez de Pisón, gran conocedor y amante de todos nuestros montes, con quien he compartido caminatas y subidas, una quiero recordar precisamente por las faldas de Siete Picos. Martínez de Pisón que acaba de publicar La montaña y el arte, muestra magistral de la simbiosis entre la cultura y la montaña.
Sí, montañas de Guadarrama, con vosotras voy, mi corazón os lleva.


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