12 de diciembre de 2017

La verdad es que...

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

No hace falta estar muy atento a los usos del lenguaje para haber advertido la abrumadora frecuencia con la que hablantes de toda condición comienzan sus frases con la aseveración “La verdad es que…”.
En las entrevistas a políticos o a otros personajes de actualidad, el entrevistado contesta a las preguntas sirviéndose machaconamente de esta introducción, acompañada a menudo del consabido “bueno”: “Bueno, la verdad es que…”.
Y a poco que reflexionemos sobre nuestra propia habla, nos daremos cuenta de que también nosotros incurrimos en tal hábito.
¿Qué se pretende, qué pretendemos, con semejante muletilla?
Está claro que una primera explicación de este uso residiría en el empeño por recalcar lo que a continuación se expresa. “Sí, puede que usted, o la gente en general, piense tal o cual cosa, pero la verdad es que…”. O sea, que se sale al paso de un error y se trata de sustituirlo por lo verdadero, por lo cierto, por lo auténtico. Los demás se equivocan, y es el que habla o responde, somos nosotros, el que está, o los que estamos, en posesión de la verdad.
Es también muy posible que, sin entrar en profundidades, el bordón que estoy comentando no sea más que un apoyo, como indica el nombre de su sinónimo “muletilla”, una manera de tomarse tiempo para que nos venga a la lengua lo que queremos decir.
Si nos observamos, y observamos a quienes nos rodean, descubriremos los numerosos latiguillos, las expresiones innecesarias que lastran nuestras conversaciones. Al “bueno” ya mencionado se podrían añadir otros vocablos o locuciones que nada añaden a lo que queremos comunicar, como “En este sentido”; “vale” entre interrogaciones o sin ellas; “Como no podía ser de otro modo”; “Vamos a ver”, o el “¿no? Interrogativo final, que a mí me induce a replicar a quien así concluye su exposición: “Pues usted sabrá”.
Volviendo a “La verdad es que…”, me parece a mí que la verdad es hoy un concepto devaluado, sobre todo en determinados ámbitos, y frente a la verdad en cuanto conformidad con la realidad, o con unas convicciones o creencias, prima un relativismo ideológico en el que, por huir del pensamiento dogmático, se cae en el qué más da lo uno que lo otro. No hay principios inamovibles, no hay verdades absolutas, no hay credos que todos debamos confesar. Mi verdad no tiene por qué coincidir con la verdad de mi interlocutor.
Se habla en política de “transversalidad”, invento con el que se pretende estar a la vez con los que sostienen unas ideas y con los que defienden las contrarias. Lo único que importa a los transversales es conquistar el poder, sin exponer con claridad qué es lo que harán cuando lo alcancen.
Hay quienes ven con buenos ojos la falta de firmes creencias y justifican esta carencia aduciendo las sangrientas guerras que a lo largo de la historia han desencadenado las intransigencias religiosas. La pacífica convivencia se basaría, según estos relativistas, en la ausencia de verdades de cualquier tipo: religiosas, filosóficas, morales… Al no haber ideologías excluyentes no hay lugar a discusiones ni enfrentamientos.
A diferencia del creyente que cree en la existencia de Dios y del ateo que la niega, el agnóstico declara que el entendimiento humano no es capaz de pronunciarse sobre si existe o no un Dios, un ser absoluto.
Después de siglos y milenios en los que unos hombres se han enfrentado a otros por ideas y doctrinas contrapuestas, se logró en los siglos XIX y XX unos acuerdos de mínimos con las sucesivas Declaraciones o Cartas de los Derechos Humanos.
En 1789, la Asamblea Nacional Constituyente francesa aprobó en París la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que establecía como principios básicos la igualdad, la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
Basándose en estos principios, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó en 1948, sin ningún voto en contra, aunque con las abstenciones de tres países, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Así, los derechos humanos constituyen una verdad sobre la que puede y debe fundarse la paz entre individuos y entre pueblos.

Los españoles nos dimos en 1978 una Constitución que recoge tales derechos y que fue aprobada en referéndum por una amplia mayoría de españoles, incluidos los catalanes. La aceptación de este contrato social, de esta verdad sancionada por la ley de leyes, salvaguarda nuestra pacífica convivencia. 

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