Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
No hace falta estar
muy atento a los usos del lenguaje para haber advertido la abrumadora
frecuencia con la que hablantes de toda condición comienzan sus frases con la
aseveración “La verdad es que…”.
En las entrevistas a
políticos o a otros personajes de actualidad, el entrevistado contesta a las
preguntas sirviéndose machaconamente de esta introducción, acompañada a menudo
del consabido “bueno”: “Bueno, la verdad es que…”.
Y a poco que
reflexionemos sobre nuestra propia habla, nos daremos cuenta de que también
nosotros incurrimos en tal hábito.
¿Qué se pretende, qué
pretendemos, con semejante muletilla?
Está claro que una
primera explicación de este uso residiría en el empeño por recalcar lo que a
continuación se expresa. “Sí, puede que usted, o la gente en general, piense
tal o cual cosa, pero la verdad es que…”. O sea, que se sale al paso de un
error y se trata de sustituirlo por lo verdadero, por lo cierto, por lo
auténtico. Los demás se equivocan, y es el que habla o responde, somos
nosotros, el que está, o los que estamos, en posesión de la verdad.
Es también muy
posible que, sin entrar en profundidades, el bordón que estoy comentando no sea
más que un apoyo, como indica el nombre de su sinónimo “muletilla”, una manera
de tomarse tiempo para que nos venga a la lengua lo que queremos decir.
Si nos observamos, y
observamos a quienes nos rodean, descubriremos los numerosos latiguillos, las expresiones
innecesarias que lastran nuestras conversaciones. Al “bueno” ya mencionado se
podrían añadir otros vocablos o locuciones que nada añaden a lo que queremos
comunicar, como “En este sentido”; “vale” entre interrogaciones o sin ellas;
“Como no podía ser de otro modo”; “Vamos a ver”, o el “¿no? Interrogativo
final, que a mí me induce a replicar a quien así concluye su exposición: “Pues
usted sabrá”.
Volviendo a “La
verdad es que…”, me parece a mí que la verdad es hoy un concepto devaluado,
sobre todo en determinados ámbitos, y frente a la verdad en cuanto conformidad
con la realidad, o con unas convicciones o creencias, prima un relativismo
ideológico en el que, por huir del pensamiento dogmático, se cae en el qué más
da lo uno que lo otro. No hay principios inamovibles, no hay verdades
absolutas, no hay credos que todos debamos confesar. Mi verdad no tiene por qué
coincidir con la verdad de mi interlocutor.
Se habla en política
de “transversalidad”, invento con el que se pretende estar a la vez con los que
sostienen unas ideas y con los que defienden las contrarias. Lo único que
importa a los transversales es conquistar el poder, sin exponer con claridad
qué es lo que harán cuando lo alcancen.
Hay quienes ven con
buenos ojos la falta de firmes creencias y justifican esta carencia aduciendo
las sangrientas guerras que a lo largo de la historia han desencadenado las
intransigencias religiosas. La pacífica convivencia se basaría, según estos
relativistas, en la ausencia de verdades de cualquier tipo: religiosas,
filosóficas, morales… Al no haber ideologías excluyentes no hay lugar a
discusiones ni enfrentamientos.
A diferencia del
creyente que cree en la existencia de Dios y del ateo que la niega, el
agnóstico declara que el entendimiento humano no es capaz de pronunciarse sobre
si existe o no un Dios, un ser absoluto.
Después de siglos y
milenios en los que unos hombres se han enfrentado a otros por ideas y
doctrinas contrapuestas, se logró en los siglos XIX y XX unos acuerdos de
mínimos con las sucesivas Declaraciones o Cartas de los Derechos Humanos.
En 1789, la Asamblea
Nacional Constituyente francesa aprobó en París la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano, que establecía como principios básicos la igualdad,
la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. “Todos
los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
Basándose en estos
principios, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó en 1948, sin
ningún voto en contra, aunque con las abstenciones de tres países, la
Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Así, los derechos
humanos constituyen una verdad sobre la que puede y debe fundarse la paz entre
individuos y entre pueblos.
Los españoles nos
dimos en 1978 una Constitución que recoge tales derechos y que fue aprobada en
referéndum por una amplia mayoría de españoles, incluidos los catalanes. La
aceptación de este contrato social, de esta verdad sancionada por la ley de
leyes, salvaguarda nuestra pacífica convivencia.
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