15 de abril de 2019

Salud y república

LAS PALABRAS Y LA VIDA
Alberto Martín Baró

Mi amigo J. J. solía saludarme con estas palabras: “Salud y república”. Digo solía, porque últimamente ya no me aborda con dicho saludo. Puede ser que ello se deba a que yo le contestaba: “Bienvenida sea la salud. La república, según y cómo”.
La izquierda española, incluida la más documentada de J. J., cuando se refiere a la república, no puede por menos de mostrar una rendida admiración a la Segunda República de Azaña y compañía, añorarla como la época dorada de nuestra historia reciente y desear por todos los medios restaurarla.
Inmunes al desaliento y refractarios a cualquier argumento que se oponga a su visión idealizada de aquellos años convulsos, por no calificarlos de trágicos, los defensores de la Segunda República española ignoran, o fingen ignorar, que los mismos intelectuales que promovieron su instauración, como José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala y Gregorio Marañón, acabaron renegando de ella: “¡No es esto, no es esto!”, exclamó decepcionado el ilustre filósofo en su discurso “Rectificación de la República”, pronunciado el 6 de diciembre de 1931 en una sesión de las Cortes constituyentes.
Si de la Segunda República española como fallida instauración de esta forma de gobierno pasamos al concepto en sí de república, encontramos en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) la siguiente definición: “1. f. Organización del Estado cuya máxima autoridad es elegida por los ciudadanos o por el Parlamento para un período determinado”.
En esta elección de la máxima autoridad del Estado por los ciudadanos o por el Parlamento se basan quienes sostienen el carácter democrático de la república frente a la imposición de una monarquía por vía hereditaria o por otro medio, que evidentemente en los tiempos modernos ya no puede fundarse en el derecho divino de los reyes.
En la Constitución española de 1978, en el Artículo 1 del Título preliminar, se declara: “3. La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria”. La monarquía parlamentaria, a diferencia de la monarquía absoluta, es una forma de gobierno en la que el rey ejerce la función de jefe de Estado bajo el control de los poderes legislativo y ejecutivo. O sea, según la célebre sentencia: “El rey reina, pero no gobierna”. La Constitución reconoce expresamente como rey de España a Juan Carlos I, que ya había sido proclamado como tal el 22 de noviembre de 1975 de
acuerdo con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947. Y la Constitución actual fue aprobada por amplia mayoría del pueblo español el 6 de diciembre de 1978.
Me he detenido en el papel que la Constitución española reconoce al Rey para atajar el ataque a la monarquía sobre la base de que no ha sido elegida ni por los ciudadanos ni por el Parlamento. Al aprobar la mayoría del pueblo español la Constitución, estaba ratificando al rey Juan Carlos I como Jefe del Estado. Y al abdicar Juan Carlos I el 19 de junio de 2014 y ser proclamado rey su sucesor Felipe VI, este no necesita ser refrendado, mientras no se reforme la Constitución.
No soy un defensor a ultranza de la institución monárquica como forma de gobierno y, en teoría, soy partidario de la república. Pero hay países en los que la monarquía parlamentaria funciona con notable aceptación, mientras que en otros la república no logra sacarlos de su inoperancia.
Es interesante la tercera acepción que en el lema “República” ha introducido el DRAE y que no figuraba en ediciones anteriores: “3. f. Por oposición a los gobiernos injustos, como el despotismo o la tiranía, forma de gobierno regida por el interés común, la justicia y la igualdad”.
Planteada en estos términos la cuestión sobre la república, ¿quién no se declarará a favor de una forma de gobierno “regida por el interés común, la justicia y la igualdad”?
No me extraña que la república goce de tan buena prensa, mientras que la monarquía es atacada desde múltiples frentes, teóricos y prácticos. ¡Ah, la fuerza de las palabras!
Bien conocen esta fuerza los nacionalistas catalanes, que hablan de “independencia”, no de “secesión”, que es lo que realmente promueven al tratar de separarse de España, y de “república”, forma de gobierno genuinamente democrática, pero que los secesionistas tratan de imponer sin contar siquiera con la mitad de la población catalana, por no decir de la población española en su conjunto, que sería la que tendría que decidir en una hipotética consulta o referéndum sobre la separación.
Aunque, mal que les pese a los dirigentes nacionalistas, que ven fracasado su intento de implantar una república independiente de España, la realidad es la que le espetó un mozo de escuadra de la Generalitat a un agente rural que se manifestaba a favor de la independencia: “¡La república no existe, idiota!”. Pero hoy decir la verdad es motivo de sanción.

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