Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
En Santander, días pasados, me ha sorprendido el invierno:
lluvia, viento y frío, y hasta granizo. Un tiempo desapacible que, según me
dicen quienes residen en esta bella y querida ciudad, ha estado ausente durante
casi todo el invierno oficial.
Tampoco el invierno ha sido lo que era en épocas pretéritas
en mis pagos espinariegos. No ha nevado y apenas helado. Las típicas miras –a
las que nuestro añorado vecino Gonzalo Menéndez Pidal llamaba “picutos”– que
jalonan la carretera de La Coruña han dejado de tener utilidad práctica como
guías en la nieve.
Aseguran los expertos, desde los astrofísicos hasta los
meteorólogos, aunque no todos, que hemos de acostumbrarnos a estas alteraciones
del frío, del calor y de la lluvia fuera de las estaciones en las que solían
producirse. Según ellos, tales alteraciones se deben al cambio climático y,
sobre todo, al calentamiento global. Y hacen sombrías predicciones: que si el
deshielo de las zonas árticas y antárticas hará subir el nivel de las aguas de
los océanos, con la consiguiente inundación de costas e islas; que si en
nuestras latitudes los veranos durarán más de lo que era habitual; que si los
ciclones y las borrascas asolarán campos y poblaciones con inundaciones
devastadoras, como en cierta medida ya está sucediendo…
Por supuesto, todos estos desastres no son achacables a una
naturaleza salida de madre por su propia iniciativa, sino a la irresponsable
actividad humana.
Así, el calentamiento global, que parece ser indiscutible,
no se debería a una actividad del Sol –nuestra principal, por no decir única,
fuente de calor– fuera de lo normal, sino al efecto invernadero y a la
destrucción de la capa de ozono. Ambos fenómenos están causados por la
concentración de gases, principalmente dióxido de carbono, en la atmósfera.
Hasta los más legos hemos tenido que familiarizarnos con esta terminología
física y su significado.
Pero, como en mano de cada uno de nosotros no está sino una
mínima parte de las causas que provocan el cambio climático, no nos queda más
opción que angustiarnos ante las perspectivas apocalípticas que se nos
vaticinan. Se nos insta, por ejemplo, a que limitemos el uso del automóvil
privado y utilicemos preferentemente el transporte público; a que bajemos la
temperatura de nuestras calefacciones y subamos la del aire acondicionado; a
que nos duchemos en vez de bañarnos, y nos demos una ducha rápida en vez de
regodearnos largo rato con el agua caliente…
Consejos que la mayor parte de las veces caen en saco roto.
En primer lugar, porque a ver quién nos hace renunciar a unas comodidades a las
que estamos tan acostumbrados; en segundo lugar, porque, al ver lo que
contaminan un avión y la industria pesada, nuestras contaminaciones se nos
antojan insignificantes.
Y si a los individuos nos resulta complicado renunciar a
cotas de nuestro bienestar, a los países, bien sean desarrollados o en vías de
desarrollo, y a sus dirigentes es poco menos que imposible obligarlos a
renunciar a un progreso que, hoy por hoy, está vinculado a altos niveles de
contaminación y destrucción del medio ambiente natural.
Cuando se nos informa de que los veranos en nuestras
latitudes durarán más y los inviernos menos, con el consiguiente acortamiento
de las estaciones intermedias, la primavera y el otoño, el personal, al que le
gusta tomar el sol en la playa y bañarse en el mar en el mes de marzo, se
alegra.
De tejas abajo, y en mi reconocida ignorancia, me he
preguntado a veces por qué Groenlandia se llama así, “Isla verde”. ¿Hubo un
tiempo en el que esta tierra que hoy se deshiela estuvo libre de hielos?
Otras preguntas, nacidas también del desconocimiento:
¿Cuál fue el cambio climático que acabó con la vida de los
dinosaurios sobre la Tierra? Aunque su desaparición también pudo deberse, según
otras explicaciones, a la caída de meteoritos sobre la superficie terrestre.
Los registros del aumento de la temperatura de la Tierra ¿a
qué época se remontan, que siempre será cercana en comparación con la casi
incalculable duración de la historia geológica de nuestro planeta?
Cuando le daba vueltas al enfoque de este artículo, pensaba
hablar sencillamente del frío y del calor fuera de su estación habitual. Y me
he ido por los cerros de Úbeda del cambio climático.
Y es que el frío y el calor son ciertamente bajadas y
subidas de la temperatura. Pero lo que a efectos de nuestra vida cotidiana cuenta
es, en expresión que antes no se utilizaba y que usa la aplicación del tiempo
de mi móvil inteligente, la “sensación térmica”.
Cuando en la infancia íbamos al colegio en las mañanas de
invierno, pasábamos frío y, a pesar de los guantes y del pasamontañas, nos
salían sabañones en las manos y en las orejas. En verano, en Valladolid
pasábamos calor, hasta que nos íbamos de veraneo a El Espinar.
O sea, pasábamos frío o calor. De “sensación térmica”, nada
de nada.
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