Las palabras y la
vida
Alberto Martín Baró
No bien levantarse de la cama, ya se siente
catalán de los pies a la cabeza. Muy superior a esos españoles, vagos de
nacimiento, que no piensan en otra cosa más que en comer, beber y, bueno, eso
que empieza por efe.
Su desayuno debe distinguirse de cualquier
otro vulgar y tener un toque catalán. Así él no puede prescindir del pa amb tomàquet para acompañar el café
con leche.
Si coge el autobús para ir a la oficina,
donde trabaja como administrativo de un bufete de abogados, y el autobús tarda
en llegar, piensa que esos retrasos desaparecerán cuando Cataluña consiga la
anhelada independencia.
Como dejarán de producirse los atascos en los
que se ve envuelto cuando se desplaza en coche.
Nadie impedirá que, siendo como somos una
nación, lo que reconoce incluso el insuficiente estatuto de autonomía, tengamos
nuestro propio Estado independiente. Independiente de la España que nos roba. Y
del Gobierno español, que ni siquiera permite votar en un referendo de
autodeterminación, el derecho más inviolable de los demócratas. A un buen
independentista como él no le vale la “plurinacionalidad”, la propuesta de
algunos políticos de conceder la categoría de nación, o de nacionalidad
histórica, a otras comunidades autónomas
Cuando se declare la República Democrática de
Cataluña, las malas lenguas auguran que no habrá en ella libertad de expresión,
ni se permitirá que, por ejemplo, el Valle de Arán, o cualquier otra región o
provincia, se pronuncien por separarse de Cataluña. Pero ¿cómo o por qué van a
querer abandonar el paraíso catalán?
En el trabajo, nuestro hombre observa con
satisfacción que todos los documentos están en catalán, como están en la
querida lengua catalana los rótulos de los comercios. La “inmersión
lingüística” y la educación prácticamente toda en catalán han dado espléndidos
resultados. Quien quiera venir a trabajar en Cataluña que aprenda el catalán.
Ha leído en la prensa la queja de un
castellanohablante que, en carta al director del periódico, se lamentaba de que
le resultaba difícil entender la obsesión enfermiza de la sanidad pública de
Cataluña por marginar el español. Hasta una simple receta, un comprobante de
visita médica o instrucciones para un análisis están en catalán.
A él le parece que una nación como la
catalana debe expresarse en su propia lengua. ¡Ya está bien de ser colonizados
por el castellano! Por cierto, él compra el Avui y no comprende cómo es que La
Vanguardia se edita en español.
Su comida del mediodía es típicamente
catalana: escalivada de entrada y después butifarra con alubias. Y si bebe,
elige vinos de la Coca de Barberà, del Ampurdán o del Priorato. ¡Hasta ahí
podíamos llegar que en Cataluña, la tierra de los mejores caldos y del mejor
cava del mundo, se introdujesen denominaciones de origen de La Rioja o de la
Ribera de Duero!
No se echa la siesta, invento de la perezosa
España. Y le molesta que en Cataluña se puedan ver canales de televisión en
español. Las series y las películas que él ve están dobladas al catalán.
¡Faltaría más!
En las noticias de la noche ha oído que
Puigdemont y Junqueras se echan en cara mutuamente no querer firmar la
convocatoria del referendo de independencia, y ni siquiera el recibo de compra
de las urnas para la votación, pues el coste de una firma de esa especie sería
la inhabilitación administrativa y una cuantiosa multa.
Nuestro catalán independentista se acuesta
con la preocupación de que sus gobernantes no estén a la altura del admirable
pueblo catalán que, con total unanimidad, clama por librarse de las cadenas de
la pérfida España y por gozar de las inmensas ventajas de la independencia.
Contra lo que pronostican los pájaros de mal
agüero, la Unión Europea acogerá con los brazos abiertos a la más culta y
europea nación de toda Europa.
Con este pensamiento se olvida de las
miserias de unos políticos enredados en estériles discusiones y demasiado
mirados por su patrimonio e ingresos, y logra conciliar el sueño.
Ay, soñar con la Arcadia feliz no cuesta
dinero.
gran artículo, Alberto!
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