19 de julio de 2017

Un día en la vida de un catalán independentista

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

No bien levantarse de la cama, ya se siente catalán de los pies a la cabeza. Muy superior a esos españoles, vagos de nacimiento, que no piensan en otra cosa más que en comer, beber y, bueno, eso que empieza por efe.
Su desayuno debe distinguirse de cualquier otro vulgar y tener un toque catalán. Así él no puede prescindir del pa amb tomàquet para acompañar el café con leche.
Si coge el autobús para ir a la oficina, donde trabaja como administrativo de un bufete de abogados, y el autobús tarda en llegar, piensa que esos retrasos desaparecerán cuando Cataluña consiga la anhelada independencia.
Como dejarán de producirse los atascos en los que se ve envuelto cuando se desplaza en coche.
Nadie impedirá que, siendo como somos una nación, lo que reconoce incluso el insuficiente estatuto de autonomía, tengamos nuestro propio Estado independiente. Independiente de la España que nos roba. Y del Gobierno español, que ni siquiera permite votar en un referendo de autodeterminación, el derecho más inviolable de los demócratas. A un buen independentista como él no le vale la “plurinacionalidad”, la propuesta de algunos políticos de conceder la categoría de nación, o de nacionalidad histórica, a otras comunidades autónomas
Cuando se declare la República Democrática de Cataluña, las malas lenguas auguran que no habrá en ella libertad de expresión, ni se permitirá que, por ejemplo, el Valle de Arán, o cualquier otra región o provincia, se pronuncien por separarse de Cataluña. Pero ¿cómo o por qué van a querer abandonar el paraíso catalán?
En el trabajo, nuestro hombre observa con satisfacción que todos los documentos están en catalán, como están en la querida lengua catalana los rótulos de los comercios. La “inmersión lingüística” y la educación prácticamente toda en catalán han dado espléndidos resultados. Quien quiera venir a trabajar en Cataluña que aprenda el catalán.
Ha leído en la prensa la queja de un castellanohablante que, en carta al director del periódico, se lamentaba de que le resultaba difícil entender la obsesión enfermiza de la sanidad pública de Cataluña por marginar el español. Hasta una simple receta, un comprobante de visita médica o instrucciones para un análisis están en catalán.
A él le parece que una nación como la catalana debe expresarse en su propia lengua. ¡Ya está bien de ser colonizados por el castellano! Por cierto, él compra el Avui y no comprende cómo es que La Vanguardia se edita en español.
Su comida del mediodía es típicamente catalana: escalivada de entrada y después butifarra con alubias. Y si bebe, elige vinos de la Coca de Barberà, del Ampurdán o del Priorato. ¡Hasta ahí podíamos llegar que en Cataluña, la tierra de los mejores caldos y del mejor cava del mundo, se introdujesen denominaciones de origen de La Rioja o de la Ribera de Duero!
No se echa la siesta, invento de la perezosa España. Y le molesta que en Cataluña se puedan ver canales de televisión en español. Las series y las películas que él ve están dobladas al catalán. ¡Faltaría más!
En las noticias de la noche ha oído que Puigdemont y Junqueras se echan en cara mutuamente no querer firmar la convocatoria del referendo de independencia, y ni siquiera el recibo de compra de las urnas para la votación, pues el coste de una firma de esa especie sería la inhabilitación administrativa y una cuantiosa multa.
Nuestro catalán independentista se acuesta con la preocupación de que sus gobernantes no estén a la altura del admirable pueblo catalán que, con total unanimidad, clama por librarse de las cadenas de la pérfida España y por gozar de las inmensas ventajas de la independencia.
Contra lo que pronostican los pájaros de mal agüero, la Unión Europea acogerá con los brazos abiertos a la más culta y europea nación de toda Europa.
Con este pensamiento se olvida de las miserias de unos políticos enredados en estériles discusiones y demasiado mirados por su patrimonio e ingresos, y logra conciliar el sueño.

Ay, soñar con la Arcadia feliz no cuesta dinero.

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