Las palabras y
la vida
Alberto Martín
Baró
Aunque, remedando a nuestro añorado
convecino Gonzalo Menéndez-Pidal, que tenía un coche como el mío, más bien
debería decir: “Adiós, Mizuki”.
Todavía anda en trayectos cortos y
medianos. Pero, con calor y después de recorridos unos treinta kilómetros,
empieza a dar tirones, como si no le llegara el aire, quiero decir la gasolina,
al carburador, hasta que finalmente se para con estruendo estertóreo y
aparatosas luces amarillas que se encienden en el salpicadero.
Si antes de la parada respiratoria
consigo apartarme al arcén, al cabo de un rato se enfría el motor y el coche
arranca de nuevo, para andar a poca velocidad otro nuevo trecho. Así, a trancas
y barrancas, conseguí llegar a Madrid en el último viaje a lomos del Suzuki.
En una bochornosa tarde de un martes y
trece, a la altura de Torrelodones en la A-6, tuve que llamar a la grúa. ¡Qué
desvalimiento, amén del evidente riesgo de ser arrollado por alguno de los
mastodónticos camiones que, cuando estás parado, tienes la sensación de que
circulan a gran velocidad! Y, claro, después de estar detenido y enfriarse, el
coche subió por sus propios medios a la plataforma de la grúa.
El coche ha pasado por las manos de tres
mecánicos, de los que me consta que son competentes, pero ni a ellos ni a la
máquina de diagnosis les reproduce la avería.
Mi yerno ha entrado en un foro de Internet
en el que varios usuarios de un Jimny todoterreno como el mío describen una
avería semejante y opinan que se debe al sensor de levas. Así que le indiqué al
jefe del último taller al que llevé el coche que bajo mi responsabilidad
cambiara el susodicho sensor de levas. No ha servido de nada.
El Suzuki ha dicho que hasta aquí hemos
llegado, que son 15 años los que cumplirá el próximo mes de agosto y que ya le
toca jubilarse.
Estoy muy triste. Lo miro y aún lo
encuentro altivo y con buen aspecto. ¡Cuántos gratos recuerdos me hace revivir,
a cuántos parajes de El Espinar y alrededores me ha llevado para después pasear
a pie por ellos!
Solo una vez nos dejó tirados a mi mujer
Ana y a mí en un trampal, más por imprudencia mía que por impotencia suya.
Y qué alegría montar en su habitáculo
acogedor cuando regresaba cansado de una marcha, como una vez que había luchado
con la nieve para subir a la Cruz de Pedro Álamo y el Jimny me esperaba
paciente y fiel en la senda de Santa Quiteria.
Hace unos días hasta había pasado sin
problemas la ITV.
Adiós, Suzuki. No quiero imaginarte en
el cementerio de coches, ni en el desguace, troceada tu integridad para
repuesto de otros semejantes necesitados de tus piezas en buen estado.
Prefiero pensarte en el camino de la
Dehesa atravesado por arroyos como el de la Granjera y el Guijo, o en las
umbrías del Baldío, o en la garganta de Ruy Vázquez recorrida por el río Moros,
o en la pista forestal entre El Espinar y San Rafael que mandó construir mi
abuelo materno Fernando Baró siendo Director General de Montes.
Nos hemos llevado bien, ¿verdad? Has
formado parte de la imagen de mi casa, aparcado delante de la puerta del
jardín.
A mi nueva mujer, Angelina, también le
has gustado, y ha disfrutado de tu austera comodidad, aunque últimamente haya
sufrido los achaques de tu avanzada edad.
Será difícil sustituirte, leal servidor.
Nos acostumbramos a unas rutinas, a unos reflejos, al tacto de los pedales, al
cambio de marchas. Este verano he manejado dos coches diferentes que me habían
prestado amigos generosos, y me costaba hacerme a sus mandos.
Toda despedida es difícil y no quiero
alargar más la nuestra.
Baste mi emocionado ¡Adiós, Suzuki!
No hay comentarios:
Publicar un comentario