12 de julio de 2017

Adiós, Suzuki

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Aunque, remedando a nuestro añorado convecino Gonzalo Menéndez-Pidal, que tenía un coche como el mío, más bien debería decir: “Adiós, Mizuki”.
Todavía anda en trayectos cortos y medianos. Pero, con calor y después de recorridos unos treinta kilómetros, empieza a dar tirones, como si no le llegara el aire, quiero decir la gasolina, al carburador, hasta que finalmente se para con estruendo estertóreo y aparatosas luces amarillas que se encienden en el salpicadero.
Si antes de la parada respiratoria consigo apartarme al arcén, al cabo de un rato se enfría el motor y el coche arranca de nuevo, para andar a poca velocidad otro nuevo trecho. Así, a trancas y barrancas, conseguí llegar a Madrid en el último viaje a lomos del Suzuki.
En una bochornosa tarde de un martes y trece, a la altura de Torrelodones en la A-6, tuve que llamar a la grúa. ¡Qué desvalimiento, amén del evidente riesgo de ser arrollado por alguno de los mastodónticos camiones que, cuando estás parado, tienes la sensación de que circulan a gran velocidad! Y, claro, después de estar detenido y enfriarse, el coche subió por sus propios medios a la plataforma de la grúa.
El coche ha pasado por las manos de tres mecánicos, de los que me consta que son competentes, pero ni a ellos ni a la máquina de diagnosis les reproduce la avería.
Mi yerno ha entrado en un foro de Internet en el que varios usuarios de un Jimny todoterreno como el mío describen una avería semejante y opinan que se debe al sensor de levas. Así que le indiqué al jefe del último taller al que llevé el coche que bajo mi responsabilidad cambiara el susodicho sensor de levas. No ha servido de nada.
El Suzuki ha dicho que hasta aquí hemos llegado, que son 15 años los que cumplirá el próximo mes de agosto y que ya le toca jubilarse.
Estoy muy triste. Lo miro y aún lo encuentro altivo y con buen aspecto. ¡Cuántos gratos recuerdos me hace revivir, a cuántos parajes de El Espinar y alrededores me ha llevado para después pasear a pie por ellos!
Solo una vez nos dejó tirados a mi mujer Ana y a mí en un trampal, más por imprudencia mía que por impotencia suya.
Y qué alegría montar en su habitáculo acogedor cuando regresaba cansado de una marcha, como una vez que había luchado con la nieve para subir a la Cruz de Pedro Álamo y el Jimny me esperaba paciente y fiel en la senda de Santa Quiteria.
Hace unos días hasta había pasado sin problemas la ITV.
Adiós, Suzuki. No quiero imaginarte en el cementerio de coches, ni en el desguace, troceada tu integridad para repuesto de otros semejantes necesitados de tus piezas en buen estado.
Prefiero pensarte en el camino de la Dehesa atravesado por arroyos como el de la Granjera y el Guijo, o en las umbrías del Baldío, o en la garganta de Ruy Vázquez recorrida por el río Moros, o en la pista forestal entre El Espinar y San Rafael que mandó construir mi abuelo materno Fernando Baró siendo Director General de Montes.
Nos hemos llevado bien, ¿verdad? Has formado parte de la imagen de mi casa, aparcado delante de la puerta del jardín.
A mi nueva mujer, Angelina, también le has gustado, y ha disfrutado de tu austera comodidad, aunque últimamente haya sufrido los achaques de tu avanzada edad.
Será difícil sustituirte, leal servidor. Nos acostumbramos a unas rutinas, a unos reflejos, al tacto de los pedales, al cambio de marchas. Este verano he manejado dos coches diferentes que me habían prestado amigos generosos, y me costaba hacerme a sus mandos.
Toda despedida es difícil y no quiero alargar más la nuestra.
Baste mi emocionado ¡Adiós, Suzuki!


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