6 de mayo de 2018

Paisaje desde el tren


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Tenía por delante más de cuatro horas de viaje en un tren Alvia que me llevaría a Santander desde Madrid. ¿En qué ocupar ese tiempo de obligado confinamiento?
Mi vista poco aguda y lo pequeño de las pantallas de televisión que hay en el techo del vagón me impiden, aunque me apeteciera, que la mayor parte de las veces no es el caso, ver la película que emiten.
Suelo llevar conmigo un pequeño libro y puedo aprovechar la oportunidad para entregarme a la lectura. Si viajo con mi mujer, gran viajera, no nos falta conversación. Conversación que, si voy solo, trato de entablar con mi compañero o compañera de asiento, que no siempre se prestan a la comunicación. Una mujer joven con la que coincidí en un reciente viaje a Barcelona se excusó diciéndome que tenía que preparar un informe para una reunión de trabajo. Cada vez hay más viajeros que abren el portátil para trabajar –o tal vez jugar– con él.
A mí, poco dado a viajar, siempre me ha gustado contemplar el paisaje a través de la ventanilla. A esta contemplación me entregué en el viaje a Santander al que me refiero.
Después de las pasadas e intensas lluvias, los campos de Castilla están verdes, compitiendo casi en verdor con las praderas y montañas cántabras. El verde es un color sedante, sosiega la vista y el alma. Tierras de pinares, los pinos de ancha copa de Valladolid, tan diferentes de los pinos silvestres o albares que predominan en la sierra de Guadarrama, así en El Espinar. Plantaciones jóvenes de chopos, en hileras muy apretadas. He preguntado y me han informado de que su finalidad es el aprovechamiento maderero. Como antes se aprovechaban los eucaliptos, tan dañinos al suelo, para la fabricación de pasta de papel.
La velocidad, que es alta cuando el tren circula por vías del AVE, disminuye notablemente al recorrer la montuosa Cantabria, permitiendo una visión más reposada. Los dilatados horizontes de la Meseta dejan lugar a la cercana caricia de la hierba, de los árboles, los arbustos y las matas.
Pero este idilio con la hermosa naturaleza, más o menos transformada por la mano del hombre, desaparece en las proximidades de las poblaciones por las que pasamos. Los aledaños de las ciudades, y en mayor medida cuanto más grandes son, están plagados de feas construcciones, muchas de ellas abandonadas y en ruinas, sucias fábricas y naves industriales sin actividad… Por el suelo, restos y desechos de las transformaciones que ha experimentado el ferrocarril, antiguas traviesas, viejos vagones, palés y grava amontonados.
Los mismos edificios habitados de los suburbios, muy cerca de los cuales pasa el tren, son anodinos, carentes de toda gracia; su arquitectura adolece de una total falta de arte, ya sea antiguo o moderno.
Para acabar de afear el entorno, tapias, vallas, paredes y muros aparecen cubiertos de desafortunados grafitis. Aunque esta a juicio de algunos muestra artística de nuestro tiempo no es exclusiva de tales alrededores urbanos degradados, sino que también puede encontrarse en barrios céntricos, donde los grafiteros, incansables depredadores de cualquier espacio vacío, no perdonan escaparates, lunas, cierres, persianas, puertas, columnas y pilares. Se repiten en los grafitis rotulaciones sin significado y monótonas manchas de color.
Ya el arte abstracto nos había acostumbrado a la ausencia de figuración. Pero hay, o puede haber, en la abstracción artística, una plasmación de luces y formas impactantes, sugerentes, composiciones geométricas y cromáticas llenas de movimiento y visualidad. Todo lo cual, a mi indocumentado juicio, está ausente en los sucios grafitis.
Sé que me he quedado antiguo. Y que disfruto con indecible deleite al contemplar pinturas figurativas no modernas, como hace unas semanas en la visita al Museo Sorolla en Madrid. Salí renovado por playas luminosas con figuras aladas de niños, de mujeres y hasta de un caballo, junto a retratos magistrales de nobles personajes. Enriquecían la exposición permanente interesantes muestras de la moda de trajes y aditamentos que estaba vigente en la época del gran pintor valenciano.
Pero me he ido del tren y del paisaje que me fue dado observar desde la ventanilla. Comento con mi mujer qué gran labor de limpieza y embellecimiento sería “barrer” de las afueras suburbanas tantas edificaciones sin utilidad ni prestancia alguna.
Sería también una forma de dar trabajo a cuadrillas de obreros y transportistas. Pero ¿adónde llevar los restos de esta demolición y qué hacer con ellos?
Embellecer un paisaje puede significar levantar en otro lugar montones de residuos muy difíciles o imposibles de reciclar.

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