Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Tenía por delante más
de cuatro horas de viaje en un tren Alvia que me llevaría a Santander desde
Madrid. ¿En qué ocupar ese tiempo de obligado confinamiento?
Mi vista poco aguda y
lo pequeño de las pantallas de televisión que hay en el techo del vagón me
impiden, aunque me apeteciera, que la mayor parte de las veces no es el caso,
ver la película que emiten.
Suelo llevar conmigo
un pequeño libro y puedo aprovechar la oportunidad para entregarme a la
lectura. Si viajo con mi mujer, gran viajera, no nos falta conversación.
Conversación que, si voy solo, trato de entablar con mi compañero o compañera
de asiento, que no siempre se prestan a la comunicación. Una mujer joven con la
que coincidí en un reciente viaje a Barcelona se excusó diciéndome que tenía
que preparar un informe para una reunión de trabajo. Cada vez hay más viajeros
que abren el portátil para trabajar –o tal vez jugar– con él.
A mí, poco dado a
viajar, siempre me ha gustado contemplar el paisaje a través de la ventanilla.
A esta contemplación me entregué en el viaje a Santander al que me refiero.
Después de las
pasadas e intensas lluvias, los campos de Castilla están verdes, compitiendo
casi en verdor con las praderas y montañas cántabras. El verde es un color
sedante, sosiega la vista y el alma. Tierras de pinares, los pinos de ancha
copa de Valladolid, tan diferentes de los pinos silvestres o albares que
predominan en la sierra de Guadarrama, así en El Espinar. Plantaciones jóvenes
de chopos, en hileras muy apretadas. He preguntado y me han informado de que su
finalidad es el aprovechamiento maderero. Como antes se aprovechaban los
eucaliptos, tan dañinos al suelo, para la fabricación de pasta de papel.
La velocidad, que es
alta cuando el tren circula por vías del AVE, disminuye notablemente al
recorrer la montuosa Cantabria, permitiendo una visión más reposada. Los
dilatados horizontes de la Meseta dejan lugar a la cercana caricia de la
hierba, de los árboles, los arbustos y las matas.
Pero este idilio con
la hermosa naturaleza, más o menos transformada por la mano del hombre,
desaparece en las proximidades de las poblaciones por las que pasamos. Los
aledaños de las ciudades, y en mayor medida cuanto más grandes son, están
plagados de feas construcciones, muchas de ellas abandonadas y en ruinas,
sucias fábricas y naves industriales sin actividad… Por el suelo, restos y
desechos de las transformaciones que ha experimentado el ferrocarril, antiguas
traviesas, viejos vagones, palés y grava amontonados.
Los mismos edificios
habitados de los suburbios, muy cerca de los cuales pasa el tren, son anodinos,
carentes de toda gracia; su arquitectura adolece de una total falta de arte, ya
sea antiguo o moderno.
Para acabar de afear
el entorno, tapias, vallas, paredes y muros aparecen cubiertos de
desafortunados grafitis. Aunque esta a juicio de algunos muestra artística de
nuestro tiempo no es exclusiva de tales alrededores urbanos degradados, sino
que también puede encontrarse en barrios céntricos, donde los grafiteros,
incansables depredadores de cualquier espacio vacío, no perdonan escaparates,
lunas, cierres, persianas, puertas, columnas y pilares. Se repiten en los
grafitis rotulaciones sin significado y monótonas manchas de color.
Ya el arte abstracto
nos había acostumbrado a la ausencia de figuración. Pero hay, o puede haber, en
la abstracción artística, una plasmación de luces y formas impactantes,
sugerentes, composiciones geométricas y cromáticas llenas de movimiento y
visualidad. Todo lo cual, a mi indocumentado juicio, está ausente en los sucios
grafitis.
Sé que me he quedado
antiguo. Y que disfruto con indecible deleite al contemplar pinturas
figurativas no modernas, como hace unas semanas en la visita al Museo Sorolla
en Madrid. Salí renovado por playas luminosas con figuras aladas de niños, de
mujeres y hasta de un caballo, junto a retratos magistrales de nobles
personajes. Enriquecían la exposición permanente interesantes muestras de la
moda de trajes y aditamentos que estaba vigente en la época del gran pintor
valenciano.
Pero me he ido del
tren y del paisaje que me fue dado observar desde la ventanilla. Comento con mi
mujer qué gran labor de limpieza y embellecimiento sería “barrer” de las
afueras suburbanas tantas edificaciones sin utilidad ni prestancia alguna.
Sería también una
forma de dar trabajo a cuadrillas de obreros y transportistas. Pero ¿adónde
llevar los restos de esta demolición y qué hacer con ellos?
Embellecer un paisaje
puede significar levantar en otro lugar montones de residuos muy difíciles o
imposibles de reciclar.
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