Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Si ya es difícil
definir la vida humana, aún resulta más complicado determinar en qué consista
la vida interior.
¿Que por qué me
interesa indagar en semejante forma de vida, sobre la que se insistía, y a lo
mejor se sigue insistiendo, en monasterios, conventos y órdenes religiosas?
Los eremitas que se
retiraban a la soledad del desierto, los hombres y las mujeres que abrazaban el
monacato, quienes ingresaban en algún noviciado o seminario…, buscaban el
silencio y el recogimiento para entregarse a la meditación y la oración, para
vivir, como se les exhortaba, “en presencia de Dios”.
Escribo estas
acciones en pasado, aunque sé que, salvo en el caso de los eremitas, continúa
habiendo personas que escuchan la llamada de Dios y se meten monjas o monjes,
religiosas o religiosos, y sacerdotes –en la Iglesia católica no hay
sacerdotisas–… Pero, como lamentan los responsables de estas instituciones,
cada vez hay menos vocaciones a cualquiera de tales maneras de existencia consagrada
a Dios.
Así que la vida
interior que se cultivaba en cenobios, monasterios, conventos, seminarios y
demás centros religiosos es casi una reliquia de tiempos pasados. En la
actualidad, a quienes vivimos en el siglo –de ahí viene la palabra ‘seglar’–, a
los laicos de toda condición, nos suena a chino la vida interior. Estamos
volcados al exterior, inmersos en el mundo que nos rodea, sometidos a un
bombardeo de noticias sobre lo que sucede en cualquier punto del orbe, que la
mayor parte de las veces es triste y luctuoso.
Los periodistas y los
escritores que solemos publicar en las páginas de la prensa denominadas “de
opinión” nos ocupamos casi exclusivamente de comentar hechos y sucesos de la
vida política, social, económica…, o sea de la vida exterior. Raro es encontrar
algún artículo en el que el autor hable de su vida interior, o de la vida
interior de otras personas.
Me saldrá al paso el
lector llamándome la atención sobre la circunstancia de que aún no he dicho a
qué me refiero con la expresión “vida interior”. Ya me he curado en salud
advirtiendo que resulta arduo esbozar siquiera qué sea semejante vida. No
obstante, apuntaré algunas notas sobre la misma, sin ningún ánimo de zanjar la
cuestión.
En el flujo de
consciencia que circula por nuestra mente se suceden recuerdos de lo vivido,
pensamientos e ideas, sentimientos y emociones, suscitados por cualquier causa
o experiencia. Sobre este monólogo interior, la mayor parte del tiempo no
ejercemos ningún tipo de control, esa circulación va por libre, configurando
nuestro carácter, nuestro humor, nuestra manera de ser y de comportarnos.
Las técnicas de
meditación y contemplación tratan de hacernos conscientes de ese mundo del
subconsciente, y nos invitan a procurar que pensamientos y sentimientos sean positivos,
o sea, que transmutemos la tristeza en alegría, el pesimismo en optimismo, la
ira en sosiego, el odio en amor, la venganza en perdón… Ideas y emociones son
capaces de curarnos de muchos males y de muchas dolencias. La fuerza mental nos
hace dueños de nuestras acciones.
Tomo de la filosofía
escolástica y del empirismo una máxima que en latín reza así: “Nihil est in
intellectu quod prius non fuerit in sensu”, que en román paladino puede
traducirse como “Nada hay en el intelecto que antes no estuviere en los
sentidos”. Quiere ello decir que no existen ideas innatas, que todo cuanto
bulle en nuestro interior tiene su origen en lo que percibimos a través de los
sentidos. De ahí que sea importante buscar entornos naturales que alimenten
sensaciones luminosas y placenteras. Pasear por el campo, por el monte, con un
arroyo que corre a la vera del camino, entre esbeltos pinos, con el límpido
cielo sobre nuestras cabezas, nos libera de las telarañas que los paisajes
urbanos, contaminados y ruidosos, tejen en nuestros ojos y en nuestra mente.
Un estrato superior a
los sentidos y a la mente es el espíritu. En el lenguaje de la religión esta
distinción tendría su correlato en la ascética y la mística. El asceta se
ejercita en la mortificación, en el dominio de las pasiones, para alcanzar
bienes del alma. El místico llega a un estado de unión íntima y amorosa con la
divinidad, como quiera que esta se entienda.
Tanto ascetas como
místicos buscan el silencio, externo e interno. En el silencio nacen los
grandes descubrimientos, las grandes creaciones del espíritu.
Y la espera en la
que, de una manera o de otra, siempre estamos instalados se transforma en
esperanza.
Pero a la espera y la
esperanza dedicaré otro artículo.
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