13 de mayo de 2018

La vida interior


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Si ya es difícil definir la vida humana, aún resulta más complicado determinar en qué consista la vida interior.
¿Que por qué me interesa indagar en semejante forma de vida, sobre la que se insistía, y a lo mejor se sigue insistiendo, en monasterios, conventos y órdenes religiosas?
Los eremitas que se retiraban a la soledad del desierto, los hombres y las mujeres que abrazaban el monacato, quienes ingresaban en algún noviciado o seminario…, buscaban el silencio y el recogimiento para entregarse a la meditación y la oración, para vivir, como se les exhortaba, “en presencia de Dios”.
Escribo estas acciones en pasado, aunque sé que, salvo en el caso de los eremitas, continúa habiendo personas que escuchan la llamada de Dios y se meten monjas o monjes, religiosas o religiosos, y sacerdotes –en la Iglesia católica no hay sacerdotisas–… Pero, como lamentan los responsables de estas instituciones, cada vez hay menos vocaciones a cualquiera de tales maneras de existencia consagrada a Dios.
Así que la vida interior que se cultivaba en cenobios, monasterios, conventos, seminarios y demás centros religiosos es casi una reliquia de tiempos pasados. En la actualidad, a quienes vivimos en el siglo –de ahí viene la palabra ‘seglar’–, a los laicos de toda condición, nos suena a chino la vida interior. Estamos volcados al exterior, inmersos en el mundo que nos rodea, sometidos a un bombardeo de noticias sobre lo que sucede en cualquier punto del orbe, que la mayor parte de las veces es triste y luctuoso.
Los periodistas y los escritores que solemos publicar en las páginas de la prensa denominadas “de opinión” nos ocupamos casi exclusivamente de comentar hechos y sucesos de la vida política, social, económica…, o sea de la vida exterior. Raro es encontrar algún artículo en el que el autor hable de su vida interior, o de la vida interior de otras personas.
Me saldrá al paso el lector llamándome la atención sobre la circunstancia de que aún no he dicho a qué me refiero con la expresión “vida interior”. Ya me he curado en salud advirtiendo que resulta arduo esbozar siquiera qué sea semejante vida. No obstante, apuntaré algunas notas sobre la misma, sin ningún ánimo de zanjar la cuestión.
En el flujo de consciencia que circula por nuestra mente se suceden recuerdos de lo vivido, pensamientos e ideas, sentimientos y emociones, suscitados por cualquier causa o experiencia. Sobre este monólogo interior, la mayor parte del tiempo no ejercemos ningún tipo de control, esa circulación va por libre, configurando nuestro carácter, nuestro humor, nuestra manera de ser y de comportarnos.
Las técnicas de meditación y contemplación tratan de hacernos conscientes de ese mundo del subconsciente, y nos invitan a procurar que pensamientos y sentimientos sean positivos, o sea, que transmutemos la tristeza en alegría, el pesimismo en optimismo, la ira en sosiego, el odio en amor, la venganza en perdón… Ideas y emociones son capaces de curarnos de muchos males y de muchas dolencias. La fuerza mental nos hace dueños de nuestras acciones.
Tomo de la filosofía escolástica y del empirismo una máxima que en latín reza así: “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, que en román paladino puede traducirse como “Nada hay en el intelecto que antes no estuviere en los sentidos”. Quiere ello decir que no existen ideas innatas, que todo cuanto bulle en nuestro interior tiene su origen en lo que percibimos a través de los sentidos. De ahí que sea importante buscar entornos naturales que alimenten sensaciones luminosas y placenteras. Pasear por el campo, por el monte, con un arroyo que corre a la vera del camino, entre esbeltos pinos, con el límpido cielo sobre nuestras cabezas, nos libera de las telarañas que los paisajes urbanos, contaminados y ruidosos, tejen en nuestros ojos y en nuestra mente.
Un estrato superior a los sentidos y a la mente es el espíritu. En el lenguaje de la religión esta distinción tendría su correlato en la ascética y la mística. El asceta se ejercita en la mortificación, en el dominio de las pasiones, para alcanzar bienes del alma. El místico llega a un estado de unión íntima y amorosa con la divinidad, como quiera que esta se entienda.
Tanto ascetas como místicos buscan el silencio, externo e interno. En el silencio nacen los grandes descubrimientos, las grandes creaciones del espíritu.
Y la espera en la que, de una manera o de otra, siempre estamos instalados se transforma en esperanza.
Pero a la espera y la esperanza dedicaré otro artículo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario