Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
La playa es la primera del Sardinero de Santander. La marea
baja deja libre una amplísima extensión de arena dorada entre la orilla del mar
y la franja donde los bañistas toman el sol tumbados sobre las toallas
extendidas en el suelo o sentados en sillas plegables, o se protegen bajo
sombrillas multicolores. Lo que distingue a esta playa y a la segunda del
Sardinero, también conocida con el nombre de Castañeda, es, me parece a mí, la
ingente multitud de paseantes que van de un extremo a otro de ambas playas. Mi
mujer y yo nos unimos a esta laica procesión de gentes de todas las edades,
dejando que el flujo del agua nos bañe los pies y la arena estimule la
circulación de la sangre en las plantas.
Se ven pocos cuerpos perfectos, pero a nadie le importa
mostrar sus imperfecciones, las huellas de la vejez, pechos caídos de las
mujeres y tripas voluminosas de los hombres. Hay quienes se ayudan con bastones
o muletas para caminar, o lo hacen del brazo de alguien más joven. Ancianos
encorvados junto a niños que juegan a salpicarse o a hacer construcciones con
la arena.
Esta es la humanidad al desnudo que acude a ser tonificada
por el sol y besada por las olas del mar. El mar está azul, como azul está el
cielo, sin asomo de brumas y nubes tan propias de Cantabria.
Ha llegado el momento de entrar en el agua. Poco a poco,
despacio, hasta que rompe una ola más potente y me lanzo a ella, que me
envuelve en su blanca espuma. Se nada bien pasada la rompiente, en el suave
ondular del mar en calma. Me vuelvo boca arriba y me saluda el sol, el hermano
Sol que nos da la vida. Pocas playas como estas del Sardinero acogen a tantos
bañistas y paseantes sin que tengamos sensación de agobio y aglomeración.
Cuando digo a mis convecinos que me voy a Santander, es
unánime la admiración que esta ciudad suscita. Todo el mundo ama a Santander,
“la novia del mar que se inclina a tus pies”, que cantara el inolvidable Jorge
Sepúlveda, al que saludo al volver a casa en el monumento que le dedica la
ciudad en la avenida de Reina Victoria.
En la misma avenida se alza el Palacio de Festivales, en
cuya sala Argenta el pasado 3 de agosto se ha inaugurado el Festival
Internacional de Santander. Sí, tarde de concierto, a cargo de la Mahler
Chamber Orchestra, bajo la dirección del checo Jakub Hrusa. El programa lo
integran la Obertura de Las Hébridas de Felix Mendelssohn, el Concierto para
piano nº 1 de Frederic Chopin y la Sinfonía nº 4 de Ludwig van Beethoven.
No puedo por menos de confesar una vez más mi predilección
por la música del Romanticismo, del que los tres compositores del programa son
preclaros exponentes. En 1829, Mendelssohn visitó en Escocia las islas
Hébridas, cuyas pintorescas cuevas le causaron una honda impresión. La
Obertura, compuesta en 1830, es como una pintura musical –Mendelssohn fue
también un excelente pintor–, retrata el oleaje del mar mediante las
ondulaciones del tema inicial, que las fanfarrias del metal alteran reflejando
sucesivas tormentas. La brumosa atmósfera nórdica de Las Hébridas contrasta
con la soleada mañana de playa que aún está presente en mi ánimo.
He escuchado innumerables veces y en diferentes versiones el
Concierto para piano nº 1 que Chopin compuso en 1830 y siempre me produce una
honda emoción. La interpretación del pianista surcoreano Seong-Jin Cho, llena
de ternura y colorido, me llega al alma. Decía mi hermana mayor Alicia,
profesora de música recientemente fallecida, que a Chopin se le podía definir
con una sola palabra: “sentimiento”, Me dejo llevar por el Allegro maestoso del
primer movimiento, por el Romance y el Largheto del segundo y el Rondó y el
Vivace del tercero. Entro en profunda comunión con el compositor polaco y me
invade la emoción que él sentiría al escribir tales compases, acordes,
arpegios, filigranas, danzas y melodías que siguen cautivando a los oyentes de
todas las latitudes y culturas. No creo que las críticas de algunos musicólogos
a la orquestación de los dos conciertos para piano influyeran en la decisión de
Chopin de componer solo para este instrumento. Chopin fue un enamorado del
piano, al que arrancó como nadie no solo brillante virtuosismo, sino sobre todo
profundo sentimiento lírico.
La Cuarta sinfonía del Beethoven, que fue concebida en 1806,
no ha gozado de la misma adhesión del público que, por ejemplo, la Quinta, la
Sexta, la Séptima y la Novena. Pero en sus adagios iniciales y en los allegros
del tercer y cuarto movimiento Beethoven alterna el paisaje nublado del
comienzo con la brillante luz del sol en los scherzos de los allegros y del
trío. A mí me gusta especialmente el tercer movimiento, cuya dulce y vibrante
melodía espero impaciente y siento la tentación de tararear, aunque sin que se
me oiga.
En tiempos política y socialmente convulsos, agradezco a la
vida –es decir, a Dios– la capacidad de disfrutar de una mañana de playa y de
una tarde de concierto. Y siempre trato de comunicar mi alegría de vivir a
quienes me rodean y leen.
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