4 de agosto de 2019

Los parques de nuestra vida


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

A diferencia de los jardines particulares, los parques tienen una dimensión pública, social. Están abiertos a cuantos desean pasear por sus viales o sentarse en sus bancos. Son el respiro verde de las grises aglomeraciones urbanas, el mejor antídoto contra la contaminación. Plantar árboles en las calles y en las plazas de las ciudades contribuye a purificar el aire. Su sombra nos alivia en este seco verano de altas temperaturas por encima de los valores normales, pequeños refugios frente a las olas de calor.
Fue un acierto denominar a la Estación del Norte de Valladolid Valladolid-Campo Grande. En cuanto sales del edificio ferroviario, a los pocos metros, te encuentras en el parque más extenso de la ciudad del Pisuerga, mi ciudad de nacimiento.
A la salida del colegio, por la tarde, las muchachas nos llevaban a merendar y jugar al Campo Grande: Paseo del Príncipe, Fuente de la Fama, el estanque y la cascada, Países Bajos –no sé si esta es una denominación oficial, o solo vigente en el ámbito familiar, para una zona de profunda umbría–, la Rosaleda, los pavos reales de irisada cola y desafinado canto…. Jugábamos a civiles y ladrones, al balón, a tú la llevas, al diábolo, y con las niñas al avión –nosotros entonces no lo llamábamos ‘rayuela’–.
Años después, mi mujer y yo íbamos con nuestros dos hijos a llenarnos de gozosa melancolía en el Campo Grande. Donde el campo penetra en la ciudad. Donde cada estación tiene su encanto particular. Por un artículo publicado en el Diario Regional de Valladolid, mi padre, el periodista y escritor Francisco Javier Martín Abril, ganó el prestigioso premio Mariano de Cavia: se titulaba Otoño en los jardines, los jardines eran los del Campo Grande.
Rememorando este dato, encuentro otro artículo de mi padre, Echar la tarde a jardines, en el que, jugando con la expresión “echar algo a perros”, en el sentido de malgastar algo, de no hacer nada de provecho, defendía el valor de dedicar un tiempo a pasear sin prisa por un parque, a sentarnos en un banco de madera, “que pintan de verde todos los veranos”.
También nos llevaban las muchachas a jugar, en los veraneos de El Espinar, a las eras de Santa Quiteria y, cuando se acercaban toros bravos espoleados por mayorales a caballo, corríamos a refugiarnos tras las puertas del parque de Cipriano Geromini.
Parque por el que me gusta pasar y descansar un rato cada vez que bajo –y subo– al pueblo a hacer la compra. Era más frondoso este parque en mi infancia y adolescencia, o así me lo parece hoy, con la doble hilera de altas piceas que desembocaba en la cancela que da a la plaza de toros. Pero sigue siendo hermoso y está bien cuidado este parque, donde hubo un quiosco de libros, iniciativa de Víctor Espinós Moltó, pariente mío en no sé qué grado, que cundió en otros parques públicos españoles.
Junto a los grandes parques, por así decirlo oficiales, vienen bien para chicos y grandes los pequeños reductos verdes, con árboles, bancos y columpios para los niños. En las Peñitas, también en El Espinar, es muy frecuentada una de tales zonas con juegos infantiles. Y no me olvido del Pinarillo, como su nombre indica, un pequeño pinar, junto al Centro de Salud.
Claro que en El Espinar basta con dirigir la vista hacia el sur desde cualquier altozano para extasiarse en la contemplación del pinar que cubre las laderas de los montes de Aguas Vertientes.
Segovia capital no tiene un gran parque comparable al Campo Grande vallisoletano. Pero, a cambio, todo el núcleo urbano está sembrado de placitas arboladas y ajardinadas, a menudo en torno a una iglesia.
Entrando por la carretera N-603 se encuentra el Parque de la Dehesa, que yo aprovecho para mis esperas cuando dejo el coche a revisión en el taller.
Y están en las afueras la incomparable Alameda del Parral y el Parque de la Puerta Verde, hermoso nombre, que me trae a la memoria unos versos de mi padre, enamorado de Segovia y galardonado con el Acueducto de Oro de la ciudad, que no me resisto a reproducir: “La puerta verde tenía / verde candado de hiedra. / Ay, si vieras qué despacio / caían las hojas secas”.
Otoño en los jardines. Pero parques y plazuelas para todas las estaciones del año. Para que los niños jueguen y los mayores volvamos a la infancia, en la que siempre hay –o debería haber– un parque.
Dentro de unos días nos iremos a Santander, mi nueva ciudad de adopción. Pasear por las playas del Sardinero, con el agua lamiéndote los pies y la arena activando la circulación de las plantas, es placer incomparable antes de sumergirte en el mar. Pero yo, a buen paso, aunque sin correr, que no me sienta bien –lo lamento Murakami–, disfruto igualmente recorriendo los Jardines de Piquío y siguiendo por la Avenida de Reina Victoria, entre tamarindos y arriates llenos de flores, hasta llegar a la casa en la que me alojo, frente al Palacio de Festivales y la bahía.

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