Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Ante
los casos de corrupción de personajes políticos que, un día sí y otro también,
airean los titulares de los medios de comunicación, es muy difícil mantener la
presunción de inocencia que todo imputado merece, mientras no haya sido
condenado por los tribunales de justicia. Dependiendo de la orientación
ideológica del periódico, del canal de televisión o de la emisora de radio, su
versión de la noticia será más o menos contundente en su tratamiento del
presunto culpable, que en muchos casos deja de ser presunto. La que se ha
popularizado como “pena de telediario” sustituye con harta frecuencia al
pronunciamiento de los jueces.
¿De
qué le sirvió a Francisco Camps, presidente que fue de la Generalidad
Valenciana, ser absuelto por el Tribunal Supremo en el famoso asunto de los
trajes que le fueron regalados? Su carrera política quedó arruinada sin que la
absolución pudiera devolverle la honra perdida.
Rodrigo
Rato, Vicepresidente del Gobierno de España y
Ministro de Economía durante los gobiernos de José María Aznar, director
gerente del Fondo Monetario Internacional, presidente de Caja
Madrid y uno de los directivos del
grupo financiero Bankia. inmerso en numerosos
procesos judiciales, hasta el 23 de febrero de 2017 no fue condenado a cuatro
años de cárcel por un delito continuado de apropiación indebida entre 2003 y
2012, en el caso de las tarjetas black Pero mucho antes, confesémoslo, todos, en nuestro fuero
interno y externo, ya estábamos convencidos de la culpabilidad de quien fuera
detenido de manera pública y humillante ante la audiencia televisiva.
La
proverbial lentitud de la justicia española tiene mucho que ver en las condenas
públicas de políticos por los medios de comunicación, por los ciudadanos y, no
digamos, por las agrupaciones opuestas al partido al que pertenecen los así
condenados.
Como
los reos de la Inquisición española paseaban su infamia portando el sambenito,
especie de escapulario que variaba si el declarado culpable se había
arrepentido y reconciliado con la fe, recientemente los modernos inquisidores
hacen pasear en autobuses con retratos de los por ellos declarados culpables, a
políticos, empresarios y periodistas supuestamente implicados en la “trama” de
la corrupción. La “casta”, en la que estos inocentes justicieros se han
integrado con tanta rapidez y adoptado sus vicios y prebendas, ya no les sirve
para denigrar al resto de partidos políticos y grupos empresariales, y se han
inventado la “trama”, la red corrupta que ejerce el verdadero y opresivo poder
en España. ¿Para qué necesitamos ya fiscales, jueces, tribunales, procesos y
juicios?
Ríos
de tinta en diarios, de noticias en las ondas y de imágenes televisivas ha hecho
correr la detención del expresidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio
González, por su implicación en el desfalco masivo de la principal empresa
pública dependiente de la Comunidad de Madrid.
Mientras
tanto, ha caído prácticamente en el olvido mediático el escándalo de los ERE y
de los cursos de formación en Andalucía, que ha representado el mayor expolio
de las arcas públicas de la historia reciente. No oculto que, de los tres
precandidatos que aspiran en las primarias a la secretaría general del PSOE,
mis preferencias se inclinan por Susana Díaz. Pero ¿no estaba la actual
presidenta de la Junta de Andalucía al frente de esta comunidad autónoma, como
antes lo estuvieron Manuel Chaves y José Antonio Griñán? ¿Y no se enteró de lo
que ocurría con sus más estrechos colaboradores?
Se
ha llamado a declarar como testigo de la trama Gürtel al presidente del
Gobierno Mariano Rajoy, lo que tiene toda la razón de ser. ¿Ni él ni Susana
Díaz estaban al tanto de los manejos ilegales de sus subordinados? La
alternativa a la connivencia con la corrupción es la ignorancia. En cualquiera
de los dos casos, tales gobernantes son culpables por acción o por omisión. Y
deberían dimitir sin esperar al veredicto de los tribunales de justicia.
Una
justicia lenta y politizada, mientras a los jueces sigan nombrándolos los
partidos políticos. Una política judicializada, que solo reacciona ante la
corrupción cuando los políticos son imputados –ahora se dice
“investigados”– por los jueces.
Y
una “justicia” paralela, la de los medios de comunicación y de los nuevos
llegados a la política con pretendidos anhelos de regeneración, que se encarga
de poner en la picota a culpables e inocentes que no comulgan con sus ideas.
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