27 de enero de 2019

La actualidad


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

La actualidad, más que nunca anteriormente, está configurada en los medios de comunicación por una continua difusión de noticias que dificulta de manera muy acusada formarse un juicio certero sobre la realidad que vivimos.
La actividad de los partidos políticos y de sus representantes acapara los espacios que los telediarios, la prensa y la radio dedican al apartado de la política, solo superado por la atención que prestan a los actos de violencia de todo tipo, a los accidentes y a las catástrofes, ya sean naturales o provocadas por la acción u omisión humana. Este capítulo, con sus correspondientes investigaciones policiales y repercusiones judiciales, se nos ofrece con todo lujo de detalles, con las declaraciones de los protagonistas y afectados, de los vecinos y de quienes “pasaban por allí”. Después de ver la televisión, uno saca la conclusión, luego desmentida por las cifras estadísticas y la comparación con lo que ocurre en otros países, que en España reinan la delincuencia, la violación sistemática y extendida de la Ley, y todos aquellos episodios de desastres, provocados por las fuerzas de la naturaleza o por los actos humanos, que llenaban las páginas de un semanario, “El Caso”, que se editó en Madrid entre 1952 y 1987 y gozó de notable popularidad.
Un extraordinario despliegue de periodistas y cámaras, no solo de ámbito nacional, sino también internacional, ha cubierto el trágico accidente de Julen, el niño de dos años atrapado en un pozo de Totalán (Málaga). El comprensible interés general por un feliz desenlace, la liberación con vida del pequeño, y las muestras de solidaridad con los padres y familiares, no impiden que en otros casos exista en los telespectadores, en los oyentes de radio y lectores de periódicos un innegable morbo que dispara la audiencia y el seguimiento.
Al protagonismo informativo de actos violentos, crímenes y sucesos le siguen en atención mediática los hechos protagonizados, como he dicho, por los políticos, que ocupan no solo las noticias, sino también los editoriales y los comentarios de innumerables articulistas y tertulianos. Sin olvidar el papel cada vez más preponderante de las redes sociales, capaces de crear estados de opinión a favor o en contra de las declaraciones o actuaciones de un gobernante o de un representante de un determinado partido.
En esta multiplicidad de datos y opiniones resulta muy difícil trazar un panorama atinado de la situación política actual de nuestra nación. Dificultad que resulta agravada por el acontecer político en las distintas comunidades autónomas, muy en especial en aquellas a las que un infundado e injusto tratamiento calificó de “históricas”. Como si Cataluña y el País Vasco, que nunca fueron reinos, hubieran desempeñado un papel más destacado que Castilla, Aragón o Asturias.
Pasada la natural efervescencia informativa causada por las elecciones andaluzas y el final de 37 años de hegemonía socialista, el problema del independentismo catalán continúa ocupando un exasperante primer plano de la información y su enjuiciamiento. Desde quienes, como el Partido Popular, abogan por la aplicación inmediata del 155 en Cataluña hasta quienes, como Vox, reclaman la suspensión inmediata de la autonomía catalana, pasando por la inútil y contraproducente concesión de favores y más recursos económicos al desleal Gobierno de Cataluña que practica el presidente Sánchez, los pareceres y las posturas sobre el “conflicto” catalán son objeto constante del interés de los medios de comunicación.
La corrupción, que todos los líderes políticos dicen rechazar y condenar, asegurando que los que incurran en ella serán apartados del partido en cuestión, aún colea en casos no resueltos ni juzgados, sin que se libren de ella partidos que, como Podemos, se presentaron para acabar con esta lacra y regenerar la vida política española, con los resultados negativos que afloran un día sí y otro también.
Un hecho incuestionable en este esbozo de panorama de la actualidad y la política española es la desaparición del bipartidismo y de la alternancia en el Gobierno de la Nación de UCD, luego sustituida por el PP, y del PSOE. Junto a estos partidos predominantes han aparecido otras formaciones políticas, tanto en la izquierda como en el centro y la derecha del arco parlamentario. En Andalucía hemos asistido a la coalición, hasta ahora inédita en España, de tres partidos que, sumando sus votos y escaños, han conseguido desbancar de la Junta al PSOE andaluz.
Esta multiplicidad de formaciones políticas, algunas de las cuales deberían estar prohibidas, como lo están en otros países europeos, por situarse al margen o incluso en contra de la Constitución Española, más que garantizar el pluralismo y la libertad de ideas y de expresión, añade confusión y, en muchos casos, sectaria confrontación al devenir de la cosa pública.
La pacífica y fecunda convivencia entre todos los españoles, por la que repetidamente aboga el rey Felipe VI en sus discursos y mensajes, se ve así alterada por viejas y nuevas agrupaciones políticas, cuyos líderes a menudo buscan su propio provecho e interés en vez del bien común, al que todo político debería servir.

20 de enero de 2019

La vista y el oído


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Llevo días dándole vueltas a un dicho latino que me vino a la mente después de asistir la tarde de Reyes, en el Teatro Bellas Artes de Madrid, a la representación de la obra Todas las noches de un día, sobre un texto de Alberto Conejero, con la dirección de Luis Luque y la interpretación de Carmelo Gómez y Ana Torrent.
El dicho en cuestión reza en latín “Verba volant, scripta manent”, que de una manera literal podría traducirse como “Las palabras vuelan, lo escrito permanece”. Hay quienes atribuyen esta frase a Cayo Tito (siglo I), que la pronunciaría en un discurso ante el senado romano. El aforismo castellano “Las palabras se las lleva el viento”, con el sentido de que fácilmente podemos olvidar lo que en algún momento hemos escuchado, dicho o prometido, tendría su origen en el adagio latino. De esta inconsistencia y volatilidad de las palabras surgiría la necesidad de poner por escrito lo importante, lo que por cualquier motivo queremos recordar y que permanezca.
¿Y se puede saber qué tiene que ver esa frase, bien sea en su versión latina o castellana, con la mencionada obra de teatro?
Pues tiene que ver con la peculiaridad de toda representación escénica, cuyos monólogos y diálogos oímos sin que podamos después recordarlos y reproducirlos con precisión, a no ser que dispongamos del correspondiente texto escrito.
Yo querría haber comentado en un artículo mis impresiones sobre Todas las noches de un día, pero me disuadió de hacerlo mi falta de retentiva –por supuesto también mi creciente falta de oído, a pesar de estar sentados mi mujer y yo en la primera fila del patio de butacas– ante una historia de gran densidad y profundidad, contada con palabras que, ya digo, no era capaz de retener con exactitud.
La ventaja de lo escrito frente a lo que solo oímos reside en que podemos volver a leer palabras anteriores o pasar a otras posteriores. A mí me gusta imprimir en papel textos digitales que me interesa releer o deleitarme con ellos.
Cuando en la década de los noventa del siglo pasado se impuso la informática en la editorial Santillana en la que yo trabajaba, y en otras muchas empresas, se supuso que disminuirían y hasta desaparecerían las copias en papel. No fue así. Incluso puede decirse que aumentaron los documentos en papel.
A mí no me agrada leer en la pantalla del ordenador, de un libro electrónico o del móvil supuestamente inteligente. Y nunca me han atraído los audios, salvo los musicales.
En estas andaba cuando encuentro en Una historia de la lectura, de Alberto Manguel –a quien tuve la satisfacción de escuchar una conferencia precisamente sobre la lectura en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo–, una interpretación muy distinta del “Verba volant”. Lejos de significar que las palabras se las lleva el viento, querría decir que, frente a la rigidez estática de lo escrito, las palabras pronunciadas en voz alta tienen alas, están vivas, sobrevuelan a quienes las escuchan, mientras que las consignadas por escrito están muertas, rígidas e inamovibles.
En Todas las noches de un día desempeñan un papel muy importante las plantas, no en vano toda la acción dramática transcurre en el invernadero de un antiguo jardín rodeado de urbanizaciones. Samuel, el jardinero, a quien da vida en la escena Carmelo Gómez, que se define a sí mismo como un hombre simple, dice a Silvia, la dueña de la casa, interpretada por Ana Torrent, que las plantas para crecer y florecer necesitan el silencio. Están sujetas a la tierra por las raíces pero, como las palabras, también quieren volar y para ello echan flores, que son como las alas de las aves. Al final de la obra se sugiere que las palabras de Silvia igualmente se elevarán de la tierra y seguirán sonando siempre en el invernadero y en los oídos de Samuel.
Nuestros ojos leen las palabras escritas, nuestros oídos oyen las que otros pronuncian. Otro dicho latino, este tomado de la Carta de San Pablo a los Romanos, capítulo 10, versículo 17, reza así: “Fides ex auditu”, o sea, que la fe nace de lo oído, de la palabra anunciada y proclamada, primero por los patriarcas y los profetas de Israel, y en la plenitud de los tiempos por el mismo Jesús, el Verbo encarnado. La fe, sí, se nos transmite de padres a hijos, por la tradición hablada, por lo que hemos escuchado a nuestros antepasados y maestros.
La vista y el oído se complementan, no existe contraposición entre ellos. Hay melómanos que disfrutan más de la música siguiendo sus acordes en la partitura escrita.
Los narradores orales, de los que tanto sabe y por los que tanto hace mi amigo y gran escritor Ignacio Sanz, él también eximio narrador oral, nos encandilan con las palabras voladoras, que no volátiles. Palabras que entran por nuestros oídos y se posan en nuestras mentes, para en cualquier momento salir volando ante nuestros ojos atónitos e invitarnos a seguir su vuelo hacia las más altas esferas de la fantasía y de la belleza.


13 de enero de 2019

Cuando pasen estas fiestas


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Esta expresión la utilizaba mi padre, que a su vez la había heredado del suyo, de mi abuelo, y la usamos mis hermanos y yo como una especie de herencia familiar.
¿Y qué querían decir nuestro abuelo y nuestro padre, y qué queremos decir nosotros sus herederos, con la frase “Cuando pasen estas fiestas”? Pues que haremos algo cuando recuperemos la normalidad, la rutina, alteradas por los cambios que suponen los días festivos. Sobre todo si se acumulan como sucede en diciembre, año tras año, desde el Día de la Constitución hasta la festividad de los Reyes Magos, pasando por la Inmaculada, la Nochebuena, la Navidad y el Año Nuevo.
He estado recorriendo en el calendario los meses del año 2019 y no se da en ninguno tal acumulación de fiestas. Hasta la Semana Santa, que este año cae en fechas más avanzadas que el pasado, del 14 al 21 de abril, solo aparecen destacados en rojo los domingos. El 19 de marzo, festividad de San José, se celebra el Día del Padre, pero es jornada laborable, como también lo es el Día de la Mujer, que se conmemora el viernes 8 de marzo, festividad de San Juan de Dios, sin que se me alcance la relación entre este santo y la mujer.
“Cuando pasen estas fiestas” es una manera de aplazar un propósito, el cumplimiento de una promesa, la reunión con un amigo…, para cuando recuperemos el ritmo más sosegado de los días normales.
Porque los días, aunque todos constan de 24 horas, no son iguales. Y no lo son porque les hemos dado un significado. El tiempo como sucesión, como duración, es neutro. Según los meses y la latitud en que nos encontremos, los días tendrán más o menos horas de luz, pero en sí mismos solo significan periodos de 24 horas, o sea el tiempo que emplea la Tierra en dar una vuelta alrededor de su eje. Somos los hombres los que hemos dotado de especial significación a unos determinados días.
En esta significación sigue predominando el contenido religioso: así el llamado Año Litúrgico se estructura en torno a la vida, muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo; en cada día se conmemora a un santo, una advocación de la Virgen María u otras efemérides igualmente vinculadas a la religión.
Las fiestas laicas continúan siendo minoritarias: el 1 de mayo Día del Trabajo y el 6 de diciembre conmemoración de la Constitución Española. A estas dos fiestas señaladas hay que añadir los días dedicados a cada Comunidad o Ciudad Autónoma.
De un tiempo a esta parte se han multiplicado los días en que se dedica una atención singular, por ejemplo, a la madre, al padre, a la mujer, a la infancia, a los maestros y profesores, a los periodistas u otros profesionales, generalmente vinculados a un santo, a la lucha contra el cáncer u otras enfermedades, a los refugiados, a los homosexuales… Al abrir el periódico, apenas aparece un día en el que no se conmemore un acontecimiento o a un colectivo de personas.
En el calendario que manejo para este artículo constan también los equinoccios, que según la definición del Diccionario de la Real Academia Española son la “época en que, por hallarse el Sol sobre el Ecuador, la duración del día y de la noche es la misma en toda la Tierra, lo cual sucede anualmente del 20 al 21 de marzo y del 22 al 23 de septiembre”.
Los trabajadores, empleados, autónomos, las personas sujetas a un horario laboral, los escolares y alumnos, están deseando que lleguen las fiestas, que equivalen a vacaciones. Yo, felizmente jubilado, a menudo estoy deseando que pasen las fiestas. En las reuniones familiares de las Navidades observo con cierta envidia a parientes que conversan con gracia y animación, son ocurrentes. Yo me comparo a mí mismo al abuelo de la película Hechizo de Luna, que en una comida en la que se comentan los líos amorosos de dos hermanos el pobre no se entera de nada.
“Cuando pasen estas fiestas”, en el tranquilo sucederse de los días, espero poder participar más activamente en la cotidiana conversación con las personas que me rodean, intercambio en el que consiste fundamentalmente la armoniosa convivencia.
¿Y cuando pase esta fiesta que es la vida? Mi amigo, el gran escritor, articulista y autor teatral Germán Ubillos, está preparando un ensayo sobre el tiempo. De lo que será un libro nos va ofreciendo en varias publicaciones diarias algunos adelantos. En el último, aparecido en El Imparcial, titulado El tiempo más allá de la muerte: su gestión, escribe: “Más allá de la muerte nuestro cuerpo hecho de materia se descompone y corrompe, aparentemente desaparecemos, pero no es así. En ese instante, el más importante junto con el de nuestro nacimiento, ya no medimos nuestro tiempo, cronológicamente el tiempo comienza a evaluarse ‘fuera de la materia’, es en el seno de la energía (que no el vacío) donde comienza a computar ese nuevo tiempo y es precisamente la energía inefable, inexpresable, incomprensible, innombrable, la que desde ese mismo instante ya está corrigiendo nuestros errores y equivocaciones…”
El tiempo, que en esta vida es principalmente espera –esto lo añado yo–, se convierte así en esperanza después de la muerte.

7 de enero de 2019

De magos a reyes: los Reyes Magos


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

La tradición según la cual unos magos de Oriente, guiados por una estrella, llegaron a Belén para adorar al niño Jesús se basa principalmente en el relato del evangelista San Mateo. Ninguno de los otros tres Evangelios refiere este hecho, aunque sea el de San Lucas el que más noticias recoge sobre la infancia de Jesús. Los evangelios apócrifos, así llamados porque, a diferencia de los cuatro canónicos, no fueron reconocidos por la Iglesia como inspirados por Dios ni incluidos en el Canon, por ejemplo el Seudo Tomás, del siglo II, sí narran otras escenas de la infancia de Jesús.
El Evangelio de San Mateo solo habla de unos magos procedentes de Oriente, no los llama reyes, ni dice que fueran tres, ni consigna sus nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar. Magos, en el ámbito cultural de la Media y Babilonia, eran una clase de sabios o sacerdotes, que se ocupaban fundamentalmente de observar y estudiar las estrellas, una especie de astrónomos o astrólogos –en la antigüedad no se distinguía entre estos dos términos–.
La realeza, el número y los nombres de estos magos son rasgos que se fueron añadiendo tomados de distintas fuentes, como los citados evangelios apócrifos y varios autores cristianos o no.
Así, Tertuliano (180-220), Padre de la Iglesia y fecundo escritor, fue el primero en convertir a los magos en Reyes.
Ya el teólogo Orígenes (185-253) fijó en tres el número de los magos de Oriente, movido seguramente por los tres dones, oro, incienso y mirra que, según el Evangelio de San Mateo, ofrecen a Jesús. Esta cifra de tres fue aceptada y confirmada solemnemente en el siglo XV por el papa León I el Magno.
En cuanto a los nombres de estos magos reyes, aparecen en el documento Excerpta Latina Barbari, traducción latina de una crónica griega escrita en Alejandría en el siglo V, como Melichior, Gathaspa y Bithisarea, y en otro evangelio apócrifo, el Evangelio Armenio de la infancia de Jesús, como Balthazar, Melkon y Gaspard. La denominación con la que hoy se conoce a los Reyes Magos aparece por primera vez en unos frescos de la basílica de San Apolinar el Nuevo, en Rávena (Italia), que datan de mediados del siglo VI. Se representa a tres personajes ataviados a la moda persa, tocados con un gorro frigio y vestidos con pantalones, en actitud de ir a ofrecer lo que llevan en las manos a la Virgen, que está sentada en un trono y sostiene al Niño sobre su rodilla izquierda. Encima de sus cabezas se pueden leer tres nombres, de derecha a izquierda: Gaspar, Melchior, Balthassar. 
Pero las representaciones más antiguas de los Reyes Magos se encuentran en los frescos de la catacumba de Santa Priscila, en Roma, que se remontan de mediados del siglo II a mediados del siglo III. Los Reyes son tres y ofrecen sus dones al Niño sostenido en brazos por su madre María.
A Cesáreo de Arlés (hacia 470-542), arzobispo de esta ciudad francesa y santo cristiano, se debe el cambio de los gorros frigios con que anteriormente se había representado a los Reyes Magos por coronas propias de su realeza.
En España son de gran interés para la iconografía de los Reyes Magos el Códice de Roda, del siglo X, que se conserva en la Real Academia de la Historia de España, en Madrid, y el famoso Mapa de Juan de la Cosa, del siglo XV, que puede verse en el Museo Naval, también en la capital de España. En este mapa, los reyes van montados en caballos, no en camellos, como han divulgado imágenes populares.
Vayamos ahora a la costumbre de hacer regalos en Navidad o en la fiesta de Reyes. Habría que remontarse a las festividades precristianas de las Saturnales o del Sol Invicto para hallar un precedente de la tradición cristiana, que trasladó esa costumbre a la fiesta de la Epifanía. Los protestantes asocian el uso de los regalos a Santa Claus, es decir, a San Nicolás, que vivió en el siglo V y fue obispo de Mira. Se atribuye al reformador protestante Lutero (1483-1546) el nombre de Papá Noel, dado a Santa Claus, por el deseo de que no se perdiera la conexión de regalar con la celebración cristiana de la Navidad (Noel).
Después de mucho navegar por Internet y de consultar numerosas fuentes no he conseguido descubrir ni siquiera una fecha aproximada en que surgió la actual forma en que los Reyes Magos traen regalos a los niños. Parece ser que datan del siglo XIX, en pleno Romanticismo, las cabalgatas de Reyes: una de las primeras documentadas se celebró en Alcoy en 1866.
Hoy la institución monárquica es contestada en España por diferentes fuerzas políticas, que reprochan a los reyes no haber sido elegidos democráticamente, olvidando el importante papel desempeñado por el rey Juan Carlos en la implantación de la democracia en España gracias a la Constitución de 1987. La solidez de las tradiciones religiosas en España, como todo lo relacionado con la Navidad y la Epifanía, permite confiar en que los niños seguirán recibiendo regalos de los Reyes Magos, a pesar de que el rey español sea reprobado por ciertos independentismos.

30 de diciembre de 2018

El asombro de la Navidad


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

¿Se está perdiendo en España el genuino espíritu de la Navidad?
Creyentes cristianos y no creyentes conmemoramos año tras año, desde hace más de veintiún siglos, el nacimiento de un niño, hijo de una virgen, María, desposada con José, en Belén, un remoto pueblo perdido de una provincia sin importancia alguna, Palestina, bajo el poder de Roma, en tiempos del emperador Augusto.
Para los creyentes, ese niño, de nombre Jesús, es el hijo de Dios, que vino a este mundo para salvarnos, por lo que también se le conoce como el Salvador.
Creencias que no comparten más del treinta por ciento de los españoles actuales, no obstante lo cual celebran con fiestas esta efeméride, que es festividad oficial. Como responden a motivos religiosos la mayor parte de los días festivos de nuestro calendario. Quienes prefieren festejar el solsticio de invierno están en su pleno derecho, siempre y cuando desde puestos de gobierno no impidan la celebración religiosa de la Navidad.
Lo asombroso no es que haya personas, convecinos nuestros, que no crean en la historia que relatan los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y, también a su modo más alegórico, Juan. Lo que resulta verdaderamente pasmoso, a poco que reflexionemos sobre estos hechos transmitidos hasta nuestros días por la tradición oral y escrita, es que semejante relato haya llegado hasta nosotros y siga contando con la fe de millones de contemporáneos nuestros en todo el mundo.
Ya he aludido de pasada al escaso papel que en el mundo del Imperio Romano desempeñaba el pueblo judío, en el seno del cual nació Jesús. Pero es que las noticias sobre este personaje y su vida proceden casi exclusivamente de los citados cuatro Evangelios, de cuyos autores apenas tenemos más datos que los que ellos mismos, y en un número muy reducido, nos dan. Mateo y Juan fueron discípulos de Jesús, al que siguieron y cuyas enseñanzas pudieron escuchar con sus propios oídos, contándose entre los doce apóstoles escogidos por Cristo y enviados expresamente por él a predicar el Evangelio. Mientras que Marcos y Lucas transmiten de manera muy especial la predicación de los apóstoles Pedro y Pablo, respectivamente.
En un mundo como el nuestro en el que la globalización y los medios tecnológicos de comunicación nos permiten estar informados en tiempo real de lo que sucede en cualquier país, ciudad o pueblo por alejados que estén de los nuestros, nos resulta inverosímil que la vida y milagros de un personaje llamado a convocar en su seguimiento a millones de fieles de todas las épocas, razas y naciones fueran solo comunicados por unos autores de los que sabemos poco más que el nombre.
Las escasas y, en parte, controvertidas referencias a Jesús de escritores no judíos, como los historiadores romanos Tácito, Suetonio y Plinio el Joven, o las del judío Flavio Josefo, no pasan de alusiones circunstanciales que apenas dicen nada sobre el personaje histórico Jesús de Nazaret.
Por otra parte, lo que los evangelistas narran dista mucho de ser una historia fácil de aceptar. Por ceñirme exclusivamente a los acontecimientos en que se basa la celebración de la Navidad, se nos refiere que María es virgen y que concibe a su hijo Jesús por obra del Espíritu Santo. Y esto se lo anuncia a María un ángel, del que Lucas nos dice hasta el nombre, Gabriel. Una vez nacido el niño, son de nuevo ángeles los encargados de anunciar la buena nueva a unos pastores. A unos magos de oriente no son ángeles, sino una estrella la que les indica que ha nacido el rey de los judíos y les guía, primero hasta Herodes y después hasta la casa en la que está el niño con María su madre.
Pues bien, a pesar de lo inverosímiles que puedan resultar a nuestra mentalidad moderna y a nuestro modo de concebir la historia estas y otras circunstancias que rodean el nacimiento de Jesús, esta natividad, esta Navidad daría la vuelta al mundo, sería reconocida por gentes de las más diversas épocas y condición, y hoy día sigue configurando el sentir de quienes se confiesan seguidores de Jesús y de sus enseñanzas.
Seguimos cantando villancicos protagonizados por la Virgen y San José, los ángeles y los pastores. Seguimos poniendo en nuestras casas e iglesias, hoy menos en lugares públicos, el nacimiento o belén. Los niños siguen escribiendo cartas con peticiones a los Reyes Magos, sin que obste la creciente popularidad e influencia de la figura de Santa Claus o Papá Noel. Seguimos yendo a la misa del gallo, a las doce de la noche, a pesar de que los gallos cantan tradicionalmente al despuntar el día. Y seguimos reuniéndonos en familia la Nochebuena.
Hay quienes denuncian el consumismo egoísta que invade la celebración de la Navidad. Coincido en el rechazo del egoísmo. Pero el consumo es motor de la economía y fuente de empresas y puestos de trabajo. Y comprar regalos y hacerlos supone pensar en los demás, o sea no ser egoístas.
Como piensan en los demás, sobre todo en los niños, los Reyes Magos, que ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra al niño nacido en Belén.

23 de diciembre de 2018

Cuando no decíamos 'super-'


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Porque hubo un tiempo en el que no decíamos ‘super-’, utilizado como elemento compositivo con un adjetivo para elogiar a alguien o algo. Hoy lo oímos a cada paso, especialmente en boca de los niños y de gente joven: “Carlos es supersimpático”. “La peli es superentretenida” (a propósito, observarán que ya casi nunca se habla de ‘películas’, se ha impuesto la abreviatura coloquial ‘peli’). Y ya en el colmo de la admiración, esos mismos hablantes no encontrarán mejor calificativo que ‘superguay’.
La palabra súper como sustantivo se usaba para designar una clase de gasolina de más octanaje y –no sabría precisar si en la misma época, o antes o después, pues los fenómenos del lenguaje son muy difíciles de situar con exactitud en el tiempo–, digo que también se empezó a usar para referirse a los grandes almacenes o centros comerciales, los supermercados.
Al mismo o parecido empeño por ponderar o aseverar algo responde, me parece a mí, el uso de la expresión “La verdad es que…”, con la que se inicia una declaración o la contestación a una pregunta y que se ha convertido en auténtica muletilla. Y ello cuando nunca como en nuestros días se han prodigado tanto la mentira, la falsedad o la posverdad.
De forma similar se nos bombardea con la utilización de ‘género’ en lugar de ‘sexo’. Ya pueden expertos lingüistas y la misma Real Academia Española (RAE) recomendar las expresiones “violencia contra la mujer” o “violencia machista”, o violencia doméstica, si se lleva a cabo en el ámbito familiar e incluye a niños, en vez de “violencia de género”: los medios de comunicación y los hablantes de toda laya no se apean de tal locución.
En el documento nacional de identidad no se nos identifica como M o F bajo la denominación Género, sino Sexo. Claro que pronto se ampliará esta identificación para incluir a homosexuales y transexuales, términos compuestos en todo caso con el adjetivo ‘sexual’, no ‘genérico’.
Género indica una categoría gramatical, por más que se empeñen en lo contrario modernos transgresores del léxico.
Género, entre otras muchas acepciones, significa también en el comercio cualquier mercancía, en la que supongo que no querrán ser englobados quienes defienden la utilización de ‘género’ para personas.
‘De género’, como locución adjetiva con la preposición ‘de’, se dice de las obras pictóricas o escultóricas que representan escenas de costumbres o de la vida común, y de los artistas que las crean. En ningún caso se alude al sexo.
Y ya metidos en la diferencia entre masculino y femenino, no me resisto a desautorizar una vez más a los políticos, maestros y demás profesionales que repiten cansinamente “ciudadanos y ciudadanas”, “niños y niñas”, “alumnos y alumnas”, “compañeros y compañeras”, o viceversa, etc., ignorando que en español, cuando utilizamos el masculino como categoría gramatical, estamos incluyendo a varones y hembras, a hombres y mujeres.
Reescribir la Constitución Española, el Quijote o hasta la Biblia, como pretenden algunas iluminadas e iluminados, para que incluyan “el lenguaje inclusivo”, valga la redundancia, es delirante propuesta que solo sirve para distraer la atención de problemas más importantes y para demostrar la ignorancia de quienes defienden semejante estupidez.
Cualquier manual de historia se haría indigesto y desmedido si tuviera que referirse siempre a los egipcios y las egipcias, los hebreos y las hebreas, los fenicios y las fenicias, los romanos y las romanas, los visigodos y las visigodas…
No entiendo, en este contexto de pretendida reivindicación de la mujer, la resistencia de algunas profesionales a llamarse y que las llamen, por ejemplo, médicas y no médicos, abogadas y no abogados, arquitectas y no arquitectos, etc. La médico, además, entraña una manifiesta falta de concordancia
Menos mal que periodista, electricista, futbolista y otros muchos sustantivos acabados en -ista valen lo mismo para un roto que para un descosido, quiero decir para mujeres y hombres.
Alcaldesa hace tiempo que dejó de referirse solo a la mujer del alcalde, para significar también la mujer que desempeña la función de regidora en un ayuntamiento.
Por cierto, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, me congratulo de que la reciente publicación del Libro de estilo de la lengua española, de la RAE, se haya agotado al poco tiempo de salir al mercado. Por lo menos, yo no he encontrado esta novedad en las librerías que frecuento.
Me permito aconsejar a la editorial responsable de esta publicación que lance una nueva edición. Es un regalo que en estas fechas hará un oportuno servicio a tantos eruditos, perdón y eruditas, a la violeta que se atreven a pontificar sobre lo que ignoran.

16 de diciembre de 2018

Alicia, hermana


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró                                                                            

Estabas tan llena de vida…
Llena de vida, cuando naciste, hace 84 años, la mayor de seis hermanos, hija de Alicia y Paco. La saga de las Alicias se prolonga en mi nieta, en una nieta de nuestro hermano Javier y en otra de nuestra hermana Cristina.
Llena de vida, en los juegos de infancia en la soleada galería de la calle López Gómez, y en la Plaza del Museo, la familiar Plazuela, hoy Plaza del Colegio de Santa Cruz, de Valladolid. Allí estaba, y sigue estando, el colegio de carmelitas del Museo, en el que tú estudiaste, sin saber entonces que años más tarde en él serías profesora de Música.
Llena de vida, cuando entraste con 19 años en la orden de las carmelitas de la madre Joaquina de Vedruna, hoy santa canonizada. A nuestro padre, Francisco Javier Martín Abril, le inspiraste unos artículos que luego se reunirían en un libro Cartas a una novicia. “Ya estás ahí, hija mía queridísima, con tus diecinueve años estupendos, tu risa contagiosa, tu charla un poco atropellada, que ahora, por fuerza de las circunstancias, tendrá que convertirse en prolongados silencios y en largos coloquios inefables con el Señor […]. Nosotros, tu madre y yo, nos hemos quedado de repente como vacíos, como sin sombra y sin sol, acurrucados en nuestra casa, que, ya sin ti, nos parece un mundo distinto”.
Llena de vida, cuando en el noviciado de Vitoria hiciste los primeros votos, pobreza, castidad y obediencia, a los que siempre fuiste fiel.
Como fuiste fiel a tu otra vocación, aquel “son divino” que cantara fray Luis de León, la música, perfeccionando tu carrera de piano con el gran maestro José Cubiles, y el gregoriano con tu amiga del alma Merche Iglesias, en cantos que os elevaban a las armonías celestiales.
Llena de vida, en tus sucesivos destinos, Madernia, León, donde, además de las clases de Música, te escapabas con tus alumnas a los montes leoneses, otra de tus grandes aficiones, que hoy llamaríamos senderismo.
Llena de vida, complementando tu labor docente con la publicación de libros como Canciones de flauta y Grandes maestros, escritos a la limón con Merche Iglesias, e ilustrados con dibujos de mi mujer, también fallecida, Ana Bermejo, y Canciones y melodías instrumentales para instrumentos de percusión y flautas dulces, preparadas con María Ángeles Sevillano.
Llena de vida, ayudando a don Domicio en la liturgia, dirigiendo el coro y tocando el órgano en la parroquia vallisoletana de San Andrés. Por estas fechas estarías preparando el concierto de villancicos de Navidad.
Llena de vida, cuidando de nuestros padres, cuando a ellos la vida ya se les iba escapando, por la edad y por la muerte prematura de Nacho, salvajemente asesinado en El Salvador con sus compañeros jesuitas y dos asistentas seglares.
Con nuestro hermano Nacho mantenías especial contacto por teléfono y por carta, cuando en una de aquellas conversaciones te comunicó que en cualquier momento podían matarle, por ponerse al lado de los pobres y dar voz a los sin voz.
Este mes de noviembre ya no pudiste asistir a la ofrenda floral que, conmemorando su muerte, qué digo, su nueva vida, familiares, amigos y profesores y alumnos del Colegio Ignacio Martín Baró hacen todos los años ante el monolito dedicado a su memoria y a la de su compañero jesuita, el también vallisoletano Segundo Montes.
Porque tu vida, Alicia, hermana por doble título, estuvo, sí claro, dedicada a Dios, pero al Dios que está en los hermanos. Como diría el Principito de Saint-Exupéry, tu vida se tradujo en “crear lazos”, de amistad, de amor.
Por donde pasaste hiciste el bien. He citado ya Madernia, León y el colegio del Museo, pero no me olvido de los humildes barrios de la Rondilla y la Cañada, en los que también desarrollaste tu abnegada labor.
En todos ellos has dejado amigas y amigos, que en la misa corpore insepulto dicen un último adiós a tu cuerpo sin vida, junto a la comunidad de hermanas carmelitas del Ave María, que te han cuidado con amorosa dedicación cuando ya la vida, de la que habías estado tan llena, te iba abandonando.
El pasado 17 de noviembre, día de la ofrenda floral a Nacho y Segundo, aún nos reconociste a tus hermanos, Cristina, Jeromo, Angelina y yo. Estabas muy guapa en tu silla de ruedas y me apretabas la mano.
Ahora vives en nosotros, en todos los que te queremos y somos afortunados por haber convivido con una persona generosa, alegre, luchadora, vital y, en el profundo sentido de la palabra, buena.
Cuando nos encontremos en el espíritu y en la luz, ya sin las ataduras corporales, te reconoceremos en tu “risa contagiosa”, en el humor y el amor que siempre emanaba de todo tu ser.
Ahora formas con nuestros padres, con nuestros hermanos Javier y Nacho, con todos nuestros antepasados y con cuantos nos precedieron en los caminos de Jesús de Nazaret, la “bóveda palpitante”, bajo la que yo, entre lágrimas, me cobijo.