Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Como tantos otros andaluces,
y como tantos otros españoles de las más distintas procedencias, mis abuelos
maternos papá Fernando y mamá Luisa –así los llamamos siempre según costumbre de
Andalucía– se trasladaron a Madrid, no sabría decir exactamente en qué año de
principios del siglo XX. Fernando Baró Zorrilla había nacido en Granada y Luisa
Morón Ruiz en Jaén. Tuvieron seis hijos, entre ellos Alicia, mi madre, que
nació en 1910 en El Escorial, localidad madrileña donde estuvo ubicada, antes
de trasladarse a Madrid capital, la Escuela Superior de Montes, de la que mi
abuelo Fernando fue cofundador y profesor durante muchos años.
A la casa de mis abuelos,
situada en la calle Ventura Rodríguez, 12, esquina a Martín de los Heros, con
trece balcones y un mirador, yo, nacido en Valladolid, fui de adolescente a
pasar algunas vacaciones. No las de verano, pues en estas nos turnábamos los
nietos para ir a la casa que los abuelos alquilaban en El Espinar, pueblo de la
sierra de Guadarrama que tan incomparable papel desempeñaría en mi vida.
De estas mis primeras
estancias en la capital guardo escasos y confusos recuerdos, que posiblemente
se solapan con los muy numerosos que se han acumulado en sucesivas etapas de mi
vida. Sí es seguro que me deslumbró la Gran Vía, con sus cines y teatros,
Coliseum, Gran Vía, Capitol, Pompeya, Lope de Vega, Callao, Palacio de la
Música, Palacio de la Prensa…, que más tarde frecuentaría con mi mujer.
Mi tía Carmen, que junto con
su hermana Julia vivía con los abuelos, me llevaría a misa a los carmelitas de
Santa Tere y a pasear por los jardines aledaños, los Jardinillos en el lenguaje
coloquial de la familia.
Carmen, que había nacido en
Pontevedra, donde se casaron los abuelos en la iglesia de la Peregrina, y
Julia, que ya nació en El Escorial, fueron siempre para nosotros sus sobrinos
las tías por antonomasia. Carmen se ocupaba de las tareas domésticas y no se
casó, aunque tuvo un pretendiente formal que quiso llevársela a América, pero
que chocó con la oposición de los abuelos. Julia trabajó en la Comisaría de
Abastecimientos y Transportes (CAT), en Carnes, Cueros y Derivados, con la
consiguiente broma nuestra, y en Papelera Española. Tampoco se casó, aunque
tuvo un acompañante serio y fiel hasta su muerte. Años después de morir los abuelos,
las tías vendieron la casa de Ventura Rodríguez, que tan buenos recuerdos
guardaba para mí, y compraron otra en el madrileño Parque de las Avenidas, en
la avenida de Bruselas, 70. En vísperas de las elecciones autonómicas de la
Comunidad de Madrid, el 2 de mayo de 2021, escribo esta entrada de mi blog en
la casa de mi mujer en la avenida de Bruselas, 69.
Carmen y Julia siempre se
llevaron muy bien, y solo tuvieron un defecto: el gato Tinito, arisco y
arañador con todos los que no fueran sus queridas amas.
No sé por qué soy yo el
depositario de los documentos de propiedad de la tumba de los abuelos y de las
tías Carmen y Julia en la sacramental de los Santos Justo y Pastor. Tengo
pendiente visitar esta sepultura, pero la memoria de aquellos cuyos restos
reposan en ella está muy viva en mí.
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