Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Por si los políticos no tuvieran bastante con gobernar,
también se arrogan la facultad de decidir y de imponer las ideas y las
convicciones que los individuos debemos abrazar o rechazar.
En una sociedad cada vez más fragmentada ideológicamente
como es la española actual, los gobernantes y los líderes políticos no se
contentan con gestionar la cosa pública, sino que tratan de erigirse en
instructores de las personas a las que pretenden imponer lo que deben pensar.
Aunque en la vida cotidiana cada vez nos parecemos más unos
individuos y unos grupos a otros en hábitos, en formas de actuar y de
divertirnos, en cambio en los pensamientos y en las convicciones existen
grandes diferencias, que reflejan la diversidad y la oposición que se dan en
los planteamientos y principios que defienden unas formaciones políticas y
otras.
Pues bien, los dirigentes de los partidos políticos, a los
que a menudo no acompañan una formación académica y una experiencia profesional
dignas de mención, se atribuyen la misión de dirigir nuestras mentes y nuestras
creencias.
Mentes y creencias han estado y están configuradas por
nuestros mayores, nuestros profesores, nuestros propios estudios y lecturas, el
ambiente en el que se han desarrollado nuestra infancia, adolescencia y
juventud, las amistades que hemos frecuentado, las personas a las que hemos
admirado y querido… Un papel con frecuencia esencial en la formación de nuestro
pensar y sentir lo ha desempeñado la religión, la enseñanza religiosa. Bien sea
abrazando esa fe o, por el contrario, rechazándola.
En este entramado de influencias irrumpen la política y los
políticos, convertidos en maestros y predicadores laicos. “Hay que dar la
batalla de las ideas”, proclamaban en las pasadas elecciones algunos
candidatos. Y todos intentan convencernos de que sus propuestas son las
mejores, mientras descalifican las de sus oponentes o adversarios.
Lo grave de este afán de adoctrinamiento es que, en la
organización de nuestra democracia representativa, corresponden a los diputados
de las Cortes la elaboración y la aprobación de las leyes que han de regirnos.
Leyes que afectan a facetas de nuestra existencia tan cruciales como la
interrupción del embarazo, la eutanasia, el cambio de sexo, la violencia mal
llamada de género, la memoria histórica, la prisión permanente revisable, etc.,
etc.
Siempre me ha extrañado que se sostenga que existe, de
acuerdo con el principio de Montesquieu, separación entre el poder legislativo
y el judicial, siendo así que jueces y magistrados están obligados a juzgar y
dictar sentencias de acuerdo con las leyes dictadas por los Parlamentos.
Ante el bochornoso espectáculo que en la constitución de las
Cámaras han dado “sus Señorías”, me echo a temblar pensando en las decisiones
que puedan tomar en asuntos trascendentales para la vida de las personas.
Leyendo los currículums de la mayoría de los parlamentarios
y de los dirigentes de los partidos, por no hablar del doctorado con plagio
incluido del futuro presidente del Gobierno Pedro Sánchez, me entra un más que
fundado desasosiego, que su actuación y sus rifirrafes en los debates
parlamentarios no hacen sino incrementar.
Y cuando nos encontramos con una profesora de Derecho
Constitucional como es la presidenta del Congreso, o con un catedrático de
Filosofía contemporánea y Filosofía de la Historia como es el presidente del Senado,
esos avales académicos no les libran de actuaciones rayanas en lo delictivo, o en
cualquier caso desafortunadas: así la dilación y resistencia de Meritxell Batet
a suspender en sus funciones a los diputados en situación procesal, y la declaración
de Manuel Cruz de que “Hay un escenario que podría reconciliar todo y es que
hubiera una sentencia absolutoria”, se entiende del Tribunal Supremo
que juzga a dichos diputados presos.
Déjennos los gobernantes y líderes políticos a los
individuos que nos equivoquemos en nuestros juicios y nuestras opiniones,
déjennos ejercer la más preciosa de las libertades, cual es la libertad de
pensamiento.
Cada vez soy más partidario de que los Gobiernos, tanto a
nivel nacional como local, se dediquen con todo su saber y entender a gestionar,
a ordenar el tráfico y el transporte, a velar por la seguridad ciudadana, a
cuidar la limpieza de las ciudades, a impulsar la industria y la construcción
de viviendas, a proveer a la Sanidad y a la Hacienda públicas de los medios
necesarios para su correcto funcionamiento…
Iba a añadir “a la Educación”. Pero aquí también lo mejor
que pueden hacer los poderes públicos es dejar que la propia comunidad
educativa, en colaboración con los padres y alumnos, sin distinciones entre
unas y otras Comunidades autónomas –cuya desaparición ya saben mis lectores que
propugno–, regule el funcionamiento de este campo fundamental para la formación
de unos ciudadanos libres e iguales.
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