3 de junio de 2019

La batalla de las ideas


Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Por si los políticos no tuvieran bastante con gobernar, también se arrogan la facultad de decidir y de imponer las ideas y las convicciones que los individuos debemos abrazar o rechazar.
En una sociedad cada vez más fragmentada ideológicamente como es la española actual, los gobernantes y los líderes políticos no se contentan con gestionar la cosa pública, sino que tratan de erigirse en instructores de las personas a las que pretenden imponer lo que deben pensar.
Aunque en la vida cotidiana cada vez nos parecemos más unos individuos y unos grupos a otros en hábitos, en formas de actuar y de divertirnos, en cambio en los pensamientos y en las convicciones existen grandes diferencias, que reflejan la diversidad y la oposición que se dan en los planteamientos y principios que defienden unas formaciones políticas y otras.
Pues bien, los dirigentes de los partidos políticos, a los que a menudo no acompañan una formación académica y una experiencia profesional dignas de mención, se atribuyen la misión de dirigir nuestras mentes y nuestras creencias.
Mentes y creencias han estado y están configuradas por nuestros mayores, nuestros profesores, nuestros propios estudios y lecturas, el ambiente en el que se han desarrollado nuestra infancia, adolescencia y juventud, las amistades que hemos frecuentado, las personas a las que hemos admirado y querido… Un papel con frecuencia esencial en la formación de nuestro pensar y sentir lo ha desempeñado la religión, la enseñanza religiosa. Bien sea abrazando esa fe o, por el contrario, rechazándola.
En este entramado de influencias irrumpen la política y los políticos, convertidos en maestros y predicadores laicos. “Hay que dar la batalla de las ideas”, proclamaban en las pasadas elecciones algunos candidatos. Y todos intentan convencernos de que sus propuestas son las mejores, mientras descalifican las de sus oponentes o adversarios.
Lo grave de este afán de adoctrinamiento es que, en la organización de nuestra democracia representativa, corresponden a los diputados de las Cortes la elaboración y la aprobación de las leyes que han de regirnos. Leyes que afectan a facetas de nuestra existencia tan cruciales como la interrupción del embarazo, la eutanasia, el cambio de sexo, la violencia mal llamada de género, la memoria histórica, la prisión permanente revisable, etc., etc.
Siempre me ha extrañado que se sostenga que existe, de acuerdo con el principio de Montesquieu, separación entre el poder legislativo y el judicial, siendo así que jueces y magistrados están obligados a juzgar y dictar sentencias de acuerdo con las leyes dictadas por los Parlamentos.
Ante el bochornoso espectáculo que en la constitución de las Cámaras han dado “sus Señorías”, me echo a temblar pensando en las decisiones que puedan tomar en asuntos trascendentales para la vida de las personas.
Leyendo los currículums de la mayoría de los parlamentarios y de los dirigentes de los partidos, por no hablar del doctorado con plagio incluido del futuro presidente del Gobierno Pedro Sánchez, me entra un más que fundado desasosiego, que su actuación y sus rifirrafes en los debates parlamentarios no hacen sino incrementar.
Y cuando nos encontramos con una profesora de Derecho Constitucional como es la presidenta del Congreso, o con un catedrático de Filosofía contemporánea y Filosofía de la Historia como es el presidente del Senado, esos avales académicos no les libran de actuaciones rayanas en lo delictivo, o en cualquier caso desafortunadas: así la dilación y resistencia de Meritxell Batet a suspender en sus funciones a los diputados en situación procesal, y la declaración de Manuel Cruz de que “Hay un escenario que podría reconciliar todo y es que hubiera una sentencia absolutoria”, se entiende del Tribunal Supremo que juzga a dichos diputados presos.
Déjennos los gobernantes y líderes políticos a los individuos que nos equivoquemos en nuestros juicios y nuestras opiniones, déjennos ejercer la más preciosa de las libertades, cual es la libertad de pensamiento.
Cada vez soy más partidario de que los Gobiernos, tanto a nivel nacional como local, se dediquen con todo su saber y entender a gestionar, a ordenar el tráfico y el transporte, a velar por la seguridad ciudadana, a cuidar la limpieza de las ciudades, a impulsar la industria y la construcción de viviendas, a proveer a la Sanidad y a la Hacienda públicas de los medios necesarios para su correcto funcionamiento…
Iba a añadir “a la Educación”. Pero aquí también lo mejor que pueden hacer los poderes públicos es dejar que la propia comunidad educativa, en colaboración con los padres y alumnos, sin distinciones entre unas y otras Comunidades autónomas –cuya desaparición ya saben mis lectores que propugno–, regule el funcionamiento de este campo fundamental para la formación de unos ciudadanos libres e iguales.

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