Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
El socialista Pedro Sánchez Torrejón ha ganado las
elecciones generales del 28 de abril, consiguiendo 123 escaños de los 350 que
componen el total del Congreso de los Diputados. El hecho de que ese número de
escaños esté muy lejos de la mayoría absoluta, que le permitiría a Sánchez
gobernar sin necesidad del apoyo o de la abstención de otras fuerzas
parlamentarias, no quita importancia a su victoria, respaldada por los votos de
7,4 millones de españoles.
Y el socialismo de Pedro Sánchez ha revalidado su triunfo
imponiéndose en las elecciones autonómicas, municipales y europeas del 26 de
mayo, si nos atenemos a las cifras globales de votantes que se han decantado
por los socialistas.
Independientemente de que el PSOE pueda gobernar en
comunidades autónomas y ayuntamientos donde no haya obtenido mayoría absoluta,
debido a la complejidad de los pactos con otros partidos políticos, no hay duda
de que el mapa de España se ha teñido de rojo.
Los electores que han dado su confianza a Pedro Sánchez ¿han
olvidado la trayectoria política y humana del líder socialista? Un personaje
que llega a la Moncloa gracias a una moción de censura apoyado por grupos tan
constitucionalistas como Podemos, secesionistas catalanes y nacionalistas
vascos, a los que solo unía el deseo de expulsar de la presidencia del Gobierno
a Mariano Rajoy, sin que el afán de regenerar la política les moviera en lo más
mínimo.
Episodios como el descubrimiento del plagio de la tesis
doctoral de Sánchez y la consiguiente mentira en sede parlamentaria de que
había sido publicada, o la información hecha pública desde Moncloa de que había
superado unos tests antiplagio, lo que se demostró falso; la utilización del
Falcon para fines particulares; el nombramiento de afines al frente de
importantes empresas públicas, incluido el de su propia esposa como directora
del IE Africa Center; el incumplimiento de compromisos adquiridos públicamente,
como el de convocar elecciones después de la moción de censura, o el de despedir
a colaboradores que hubieran utilizado sociedades instrumentales para eludir
impuestos; sus negociaciones secretas con el secesionista presidente de la
Generalitat, con posibles acuerdos sobre el derecho de autodeterminación; su
negativa a responder en el Parlamento si indultaría a los golpistas catalanes
en el caso de que fueran condenados por el Tribunal Supremo…
No parece que este retrato de Pedro Sánchez, desde luego
incompleto, responda a unas mínimas exigencias éticas.
Lo cual me lleva a preguntarme si quienes han dado su voto a
Sánchez aprueban su actuación al frente del PSOE y del Gobierno. O le han
votado, como expresó en cierta ocasión un conocido militante socialista,
“tapándose las narices”.
Otra posible explicación es que los votantes hayan
antepuesto su ideología socialista al rechazo de determinadas conductas
reprobables.
Sin que quepa descartar totalmente el efecto persuasivo de
ciertas medidas sociales y económicas del gabinete de Sánchez, como el aumento del
salario mínimo interprofesional, la subida de las pensiones de acuerdo con el
IPC, el incremento de los sueldos de los funcionarios, la convocatoria de
plazas para un funcionariado ya de por sí más numeroso de lo necesario…
No hace tanto tiempo que el entonces secretario general del
PSOE fue expulsado de este puesto el 1 de octubre de 2016 por el propio Comité
Federal. Pero los militantes le repusieron en el cargo el 2 de mayo de 2017, en
unas primarias en las que se impuso holgadamente a sus adversarios.
Después de los resultados de las pasadas convocatorias
electorales ya nadie discute el liderazgo de Sánchez. Ya no se alzan voces
críticas, ni de los llamados “barones” –siempre me ha extrañado esta
denominación en un partido que se declara socialista obrero–, ni mucho menos en
las bases. ¡Lo que une el poder!
Es más, según el último barómetro del CIS, todos los líderes
políticos suspenden, pero Sánchez es en opinión de los consultados el más
valorado con 4,1 puntos, seguido de Albert Ribera con 3,7 puntos, Alberto
Garzón con 3,6, Pablo Casado con 3,3, Pablo Iglesias con 3,1 y Santiago Abascal
con 2,6.
¿Habrá que concluir que ética y política son como el agua y
el aceite, contrapuestas e irreconciliables?
La democracia se basa en la fuerza de las mayorías. Pero una
mayoría, aunque fuera mayor que la obtenida por el PSOE de Pedro Sánchez, ¿es
capaz de convertir
lo éticamente malo, la trampa, la falta de palabra, la
mentira, el egoísmo, el nepotismo, en éticamente bueno?
Decía el que fuera segundo general de los jesuitas Diego
Laínez, como cuenta Feliciano Cereceda S. J. en su obra Diego Laínez en la
Europa religiosa de su tiempo. 1512-1565: “Yo temo siempre a la multitud,
aunque sea de obispos”.
Yo temo a las mayorías, aunque se den en democracia, el
menos malo de los sistemas de gobierno.
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