Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Admiro a los articulistas que son capaces de aunar la
publicación en los medios de comunicación de sus reflexiones sobre la actualidad
con trabajos de investigación que, después de largos años de dedicación,
fructifican en un libro o en una tesis.
Este es el caso del filósofo y escritor Gabriel Albiac,
que además ejerce la docencia en la Universidad Complutense de Madrid. Albiac
acaba de publicar una edición crítica de los Pensamientos de Blaise Pascal, con un estudio preliminar y una
indexación que permite el acceso digital a los manuscritos originales.
Desde mis tiempos de estudiante de Filosofía, disciplina
en la que me licencié en la misma Universidad Complutense de la que es
catedrático Gabriel Albiac, he sentido una especial predilección por esta obra
póstuma del matemático, físico y filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662).
En su corta vida, Pascal tuvo tiempo para construir la
primera máquina calculadora, desarrollar los conceptos de la presión y del
vacío, y sentar las bases del cálculo de probabilidades.
En filosofía, sobresale su concepción del hombre como un
ser intermedio entre lo más elevado y lo más miserable. El conocimiento humano,
a juicio de Pascal, no es puramente razón, ni sentimiento, sino una lógica del
corazón.
En 1968 llevé a cabo la traducción de la por entonces más
completa colección de los Pensées de
Pascal para una editorial que dirigía el escritor rumano Vintila Horia. El
autor de “Dios ha nacido en el exilio”, novela galardonada con el Premio
Goncourt, en reconocimiento a mi labor como traductor, me propuso trabajar en
la prestigiosa Editorial Guadarrama, hoy desaparecida. Así comenzó mi carrera
profesional en el mundo de la traducción y la edición. Solo más tarde pude
compaginar esos trabajos con la escritura de artículos y libros, mi más genuina
vocación.
Volviendo a Pascal, en mi ensayo Tiempo de respuestas. Sobre el sentido de la vida, publicado en el
año 2008, en el capítulo sobre “La existencia de Dios”, dedico puntual atención
a los Pensamientos, colección de
sentencias y argumentaciones, a veces incoherentes y paradójicas, pero siempre
dignas de ser tenidas en cuenta.
Una de esas reflexiones de Pascal reza textualmente: “Las
pruebas metafísicas de la existencia de Dios están tan lejos del razonamiento
de los hombres y son tan complicadas que impresionan poco; y aun cuando eso
sirviera a algunos, no serviría más que en el instante en que ven la
demostración, pero una hora después temen haberse equivocado”.
Dar el salto de nuestra experiencia –esto lo conjeturo
yo– a un ser que está más allá de toda experiencia es una ardua tarea, incluso
para las mentes filosóficamente más dotadas. Por eso la religión apela a la fe.
Proseguía así mi discurso en Tiempo de respuestas: “El vista de la dificultad de demostrar la
existencia de Dios, Pascal propone su famosa ‘apuesta’, que puede resumirse
así: Dios existe o no existe. El hombre no puede zafarse de este dilema, que no
es capaz de resolver la razón, porque Dios es un ser escondido, oculto, y no
conocemos ni su naturaleza ni su existencia. De ahí la necesidad de apostar en
pro o en contra, como si se tratara de un juego. Si se apuesta por la existencia
de Dios, se arriesgan una serie de bienes finitos, como placeres y riquezas.
Pero hay la posibilidad de ganar un bien infinito”.
Y, aunque esa ganancia no se alcanzara –cedo de nuevo la
palabra al propio Pascal–, “¿qué mal os acaecerá por tomar este partido? Seréis
fiel, honesto, humilde, reconocido, bienhechor, amigo sincero, veraz”.
Lo que salva a la religión cristiana de caer en un
teocentrismo basado en la adoración de un Dios al que hay que rendir culto y
obediencia, ofrecer sacrificios y total sumisión, es el enfoque ético, la
práctica de la verdad, de la honestidad, de la justicia, del amor al prójimo,
en especial a los más humildes, del desapego de los bienes materiales, en suma,
el cumplimiento de las enseñanzas que nos legó Jesús de Nazaret.
Pascal, en 1654, mientras rezaba, experimentó como otros
místicos la presencia del Ser Supremo, con una intensidad tal que cambió su
vida, retirándose de las vanidades mundanas.
No pudo llevar a cabo la gran obra en la que había puesto
sus mayores esperanzas: una apología del cristianismo. Pero nos dejó en los Pensamientos, no una construcción
sistemática de su razonamiento filosófico, sino una colección de sentencias que
invitan a quien las lee a pensar por cuenta propia, a rectificar si es necesario
–los manuscritos están llenos de tachaduras y modificaciones– y siempre a
buscar el sentido último de la propia vida, de las vidas de los demás y del
universo que nos rodea, sentido en el que se cifra la verdadera felicidad.
Concluyo con otra máxima de Pascal: “He descubierto que
toda la infelicidad de la persona deriva de una misma fuente: no ser capaz de
estar sentado tranquilamente en silencio, a solas consigo mismo”.
Ciertamente no siempre la razón -al menos la del hombre- tiene respuesta a a las cuestiones que suscita la verdad absoluta de la muerte. La religión, en cuanto aspiración a una respuesta válida ante la angustia de esa verdad, pende de la idea de un ser supremo, que unos necesitan, otros niegan y todos en algún momento de la vida buscan.
ResponderEliminarCuando la razón me hizo navegar por ese terreno sin senderos marcados en un momento me pregunté si mi comportamiento sería distinto de no existir Dios. Al responderme que la existencia o no del Ser divino no afectaría a mi conducta la religión dejó de ser un problema para mí, y comprendí que la intuición puede ser fuente de conocimiento. A partir de ese momento tengo la convicción que el principal problema del hombre es lograr el equilibrio entre razón y sentimiento, entre sus luces y sus sombras, entre su imposible perfección y su real imperfección; y para progresar en ese equilibrio sospecho que es preciso contemplar la Naturaleza y escucharla en su clamoroso silencio.
En consonancia con la máxima de Pascal de ser capaz de estar sentado tranquilamente en silencio, a solas consigo mismo, pienso que la felicidad tan sólo consista en estar en paz con uno mismo y en armonía con "lo" demás.