6 de septiembre de 2017

Santander y la playa

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

Aunque tratándose de la capital de Cantabria, habrá que hablar, más que de la playa, de las playas. De la espléndida sucesión de playas que se extienden desde la Bahía hasta el cabo Mayor. Ya en la incomparable Bahía, a la que comprensiblemente nunca cesan de referirse los santanderinos, están las playas del Puntal y de las Quebrantas, a las que se llega en un corto viaje en barco. Pegadas a la orilla de la ciudad, todavía en la Bahía, podemos bañarnos en la playa de los Peligros –no nos dejemos acobardar por su nombre–, en la de la Magdalena y en la de Biquinis –¿sería en ella donde se empezaron a usar estos bañadores de dos piezas?–. Doblando la península de La Magdalena, en la que solo asoma el torreón del Palacio del mismo nombre, rodeado y casi oculto por los pinos, nos encontramos con la playa del Camello, así llamada por una roca con la forma de este animal, ya en mar abierto, como frente a la abertura del Cantábrico se hallan la playa de la Concha y las dos más famosas del Sardinero, la primera y la segunda, que no muchos saben que también se llama de Castañeda.
Yo, que soy más bien hombre de montaña, enamorado de la sierra de Guadarrama como saben mis lectores, he sido cautivado, en esta si quieren mi segunda juventud, por el mar y por la playa. Por el mar y por las playas de Santander. Y, en asombrosa metamorfosis, he dejado de experimentar el frío que me atenazaba cuando me introducía en el mar, aunque fuera en las más cálidas playas de Levante, del Sur o del Archipiélago Balear. En las Canarias nunca tuve ocasión de bañarme.
Paseo con mi mujer, santanderina de nacimiento y de pasión, por la amplísima orilla de las playas del Sardinero. Hay espacio sobrado para la nutrida procesión de paseantes que van hacia el muro bajo el Hotel Chiqui, o vuelven. Bañistas de todas las edades, solos, en parejas o en pequeños grupos. Pienso que los bronceados son los nativos, pues no creo que las vacaciones, aunque sean de un mes, den lugar a los foráneos a adquirir ese envidiable tostado. El masaje natural de la arena húmeda en las plantas de los pies al caminar activa la circulación. Tamarindos y plátanos de sombra bordean por tierra las playas del Sardinero. Pero mi mirada se extasía sobre todo en el anchuroso mar. Al fondo, en la línea del horizonte, suelen verse algunos cargueros, que supongo fondeados, pues no se mueven.
El mar que me llama. Y entro, como digo sin sentir frío, en su seno, que unos días rompe en olas espumosas, y otros se balancea en vaivén más o menos pronunciado, que me abraza y penetra de agua, sal y yodo.
Salgo vibrando de la energía que estos elementos que la naturaleza pródiga nos regala; el mar, la arena y la luz del sol.
Aunque también llueve y hay días nublados en Santander, como en todo el norte peninsular. Pero en la capital, en un mismo día, puede lucir el sol, nublarse y caer un chaparrón o una llovizna.
Dicen cronistas que la lluvia y los montes que separan la verde cornisa cantábrica de la árida meseta protegen a estas costas y playas de un turismo masivo e invasor. Ese turismo al que han declarado la guerra mentecatos populistas, que no obstante se benefician de la mejora que a la economía española aportan los visitantes foráneos.
Sin alejarnos de las playas y de la Bahía de esta “novia del mar” a la que cantara Jorge Sepúlveda, disfrutamos de los paseos que desde el Centro Botín, novísimo edificio obra del arquitecto italiano Renzo Piano, nos llevan por la Avenida de la Reina Victoria hasta los jardines de Piquío.
Cuenta un chiste que un donostiarra, en esta cuidada “promenade” que nada tiene que envidiar a la de los Ingleses de Cannes, lloraba pesaroso.
–¿Por qué llora usted?
–Porque en San Sebastián no tenemos un paseo tan hermoso.

He vuelto a mi niñez, en las fotos grises del álbum familiar. Mis dos hermanos mayores y yo, con traje marinero, aparecemos junto a mis padres, también vestidos, en una playa, quizá la de Suances o la de Comillas. Porque las playas de Cantabria eran una de las salidas al mar preferidas de lo que entonces, en una división acaso no más artificial que las actuales Comunidades Autónomas, constituía Castilla la Vieja: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid y Palencia. 

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