Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Aunque tratándose de
la capital de Cantabria, habrá que hablar, más que de la playa, de las playas.
De la espléndida sucesión de playas que se extienden desde la Bahía hasta el
cabo Mayor. Ya en la incomparable Bahía, a la que comprensiblemente nunca cesan
de referirse los santanderinos, están las playas del Puntal y de las
Quebrantas, a las que se llega en un corto viaje en barco. Pegadas a la orilla
de la ciudad, todavía en la Bahía, podemos bañarnos en la playa de los Peligros
–no nos dejemos acobardar por su nombre–, en la de la Magdalena y en la de
Biquinis –¿sería en ella donde se empezaron a usar estos bañadores de dos
piezas?–. Doblando la península de La Magdalena, en la que solo asoma el
torreón del Palacio del mismo nombre, rodeado y casi oculto por los pinos, nos
encontramos con la playa del Camello, así llamada por una roca con la forma de
este animal, ya en mar abierto, como frente a la abertura del Cantábrico se
hallan la playa de la Concha y las dos más famosas del Sardinero, la primera y
la segunda, que no muchos saben que también se llama de Castañeda.
Yo, que soy más bien
hombre de montaña, enamorado de la sierra de Guadarrama como saben mis lectores,
he sido cautivado, en esta si quieren mi segunda juventud, por el mar y por la
playa. Por el mar y por las playas de Santander. Y, en asombrosa metamorfosis,
he dejado de experimentar el frío que me atenazaba cuando me introducía en el
mar, aunque fuera en las más cálidas playas de Levante, del Sur o del Archipiélago
Balear. En las Canarias nunca tuve ocasión de bañarme.
Paseo con mi mujer,
santanderina de nacimiento y de pasión, por la amplísima orilla de las playas
del Sardinero. Hay espacio sobrado para la nutrida procesión de paseantes que
van hacia el muro bajo el Hotel Chiqui, o vuelven. Bañistas de todas las
edades, solos, en parejas o en pequeños grupos. Pienso que los bronceados son
los nativos, pues no creo que las vacaciones, aunque sean de un mes, den lugar
a los foráneos a adquirir ese envidiable tostado. El masaje natural de la arena
húmeda en las plantas de los pies al caminar activa la circulación. Tamarindos
y plátanos de sombra bordean por tierra las playas del Sardinero. Pero mi
mirada se extasía sobre todo en el anchuroso mar. Al fondo, en la línea del
horizonte, suelen verse algunos cargueros, que supongo fondeados, pues no se
mueven.
El mar que me llama.
Y entro, como digo sin sentir frío, en su seno, que unos días rompe en olas
espumosas, y otros se balancea en vaivén más o menos pronunciado, que me abraza
y penetra de agua, sal y yodo.
Salgo vibrando de la
energía que estos elementos que la naturaleza pródiga nos regala; el mar, la
arena y la luz del sol.
Aunque también llueve
y hay días nublados en Santander, como en todo el norte peninsular. Pero en la
capital, en un mismo día, puede lucir el sol, nublarse y caer un chaparrón o
una llovizna.
Dicen cronistas que
la lluvia y los montes que separan la verde cornisa cantábrica de la árida
meseta protegen a estas costas y playas de un turismo masivo e invasor. Ese
turismo al que han declarado la guerra mentecatos populistas, que no obstante
se benefician de la mejora que a la economía española aportan los visitantes
foráneos.
Sin alejarnos de las
playas y de la Bahía de esta “novia del mar” a la que cantara Jorge Sepúlveda,
disfrutamos de los paseos que desde el Centro Botín, novísimo edificio obra del
arquitecto italiano Renzo Piano, nos llevan por la Avenida de la Reina Victoria
hasta los jardines de Piquío.
Cuenta un chiste que
un donostiarra, en esta cuidada “promenade” que nada tiene que envidiar a la de
los Ingleses de Cannes, lloraba pesaroso.
–¿Por qué llora
usted?
–Porque en San
Sebastián no tenemos un paseo tan hermoso.
He vuelto a mi niñez,
en las fotos grises del álbum familiar. Mis dos hermanos mayores y yo, con
traje marinero, aparecemos junto a mis padres, también vestidos, en una playa, quizá
la de Suances o la de Comillas. Porque las playas de Cantabria eran una de las
salidas al mar preferidas de lo que entonces, en una división acaso no más
artificial que las actuales Comunidades Autónomas, constituía Castilla la
Vieja: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid y
Palencia.
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