21 de septiembre de 2017

Parejas rotas

Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró

He pasado el mes de agosto y los primeros días de septiembre en Santander, cuna de mi mujer. La capital de Cantabria ocupa un lugar cada vez más privilegiado en mi corazón. Sus playas, su Bahía, el Muelle –así llaman los nativos al paseo de Pereda, pues según los anales en tiempos pretéritos hasta esta hermosa vía y más allá llegaban las aguas–, Puerto Chico, el Puntal, el perenne verdor de los praderíos y los montes circundantes…, son referencias obligadas para los habitantes y visitantes de esta ciudad y de estas tierras. A lo que hay que unir la cordialidad de los santanderinos y de los cántabros en general.
Insisto en estas notas positivas para paliar el aspecto negativo que me ha llamado la atención en mi reciente estancia en la “novia del mar”. Entre amistades, conocidos y familiares de mi mujer me ha sorprendido la gran cantidad de rupturas matrimoniales en la generación que sigue a la nuestra. Parejas que se casaron enamoradas y, después de unos años de convivencia y de traer al mundo a un hijo o más de uno, han decidido poner fin a su unión. Con el consiguiente dolor de sus padres, de los hijos y de ellos mismos.
Por si mi impresión se basaba en una observación limitada y subjetiva, he consultado las últimas estadísticas publicadas por el Consejo General del Poder Judicial. Pues bien, según este informe, en los tres primeros meses de 2017 las separaciones y los divorcios en toda España han aumentado en un 4,8% con respecto al mismo periodo del año anterior. Y, aquí viene el dato que confirma mi percepción, por Comunidades Autónomas están a la cabeza de esta triste clasificación Cantabria, Cataluña y la Comunidad Valenciana, con 0,8 demandas de disolución por cada 1.000 habitantes, mientras que Castilla-León es la autonomía que arroja la cifra más baja, con 0,5 demandas por cada 1.000 habitantes.
Los catalanes eran los habitantes de España –¿por cuánto tiempo podremos seguir considerándolos como tales?– que en el año 2015 registraron más rupturas matrimoniales, 2,6 por cada 1.000 habitantes, según datos del Instituto Nacional de Estadística, y los castellano-leoneses eran los españoles que menos se separaron y divorciaron, 1,5 por cada 1.000 habitantes.
Cuando mis coetáneos y yo éramos jóvenes, las separaciones constituían una excepción a la regla en la vida matrimonial, mientras que el divorcio aún no estaba legalizado en España. Los divorcios en aquellos tiempos eran cosa de los famosos en otros países donde la ley los permitía y, muy en especial, de las estrellas de Hollywood.
Lo cual no quiere decir que todos los matrimonios de nuestro entorno fueran un modelo de felicidad conyugal. Pero la opinión pública y, sobre todo, las creencias religiosas pesaban más que la libertad de separarse cuando la armonía de la pareja había dejado de existir. En determinados círculos sociales se veía con malos ojos y hasta se rechazaba al separado y, más aún, a la separada.
La autonomía económica de la mujer, que el acceso a trabajos fuera de casa hizo posible, es una de las causas de que, en la actualidad y en numerosos casos, puedan vivir por separado los miembros de la pareja. Y de que no sean ya solo ni predominantemente los hombres quienes toman la iniciativa de poner fin a la convivencia.
Junto a este aumento de las rupturas matrimoniales existe, siempre desde mi observatorio particular, un incremento de las segundas oportunidades. A mí me parece un hermoso gesto de abrir horizontes al amor volver a intentar una unión estable en pareja después de un fracaso.
Nos comentaba una amiga de mi mujer que ella no se sentía ya capaz de encontrar a alguien de quien enamorarse y con el que embarcarse en la bella y valiente singladura que es el matrimonio o la vida compartida.
Hallar a la persona idónea para iniciar una nueva navegación en común es, ciertamente, un regalo del cielo.

A esta mujer, y a otras personas solitarias, me atrevo a invitarlas a estar abiertas a la esperanza de abandonar su soledad –aun siendo consciente de que la soledad también comporta sus beneficios–, para entablar un diálogo y una compañía propiciados por el mutuo amor. 

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