Las
palabras y la vida
Alberto Martín Baró
He pasado el mes de
agosto y los primeros días de septiembre en Santander, cuna de mi mujer. La
capital de Cantabria ocupa un lugar cada vez más privilegiado en mi corazón.
Sus playas, su Bahía, el Muelle –así llaman los nativos al paseo de Pereda,
pues según los anales en tiempos pretéritos hasta esta hermosa vía y más allá
llegaban las aguas–, Puerto Chico, el Puntal, el perenne verdor de los
praderíos y los montes circundantes…, son referencias obligadas para los
habitantes y visitantes de esta ciudad y de estas tierras. A lo que hay que
unir la cordialidad de los santanderinos y de los cántabros en general.
Insisto en estas
notas positivas para paliar el aspecto negativo que me ha llamado la atención
en mi reciente estancia en la “novia del mar”. Entre amistades, conocidos y
familiares de mi mujer me ha sorprendido la gran cantidad de rupturas
matrimoniales en la generación que sigue a la nuestra. Parejas que se casaron
enamoradas y, después de unos años de convivencia y de traer al mundo a un hijo
o más de uno, han decidido poner fin a su unión. Con el consiguiente dolor de
sus padres, de los hijos y de ellos mismos.
Por si mi impresión
se basaba en una observación limitada y subjetiva, he consultado las últimas
estadísticas publicadas por el Consejo General del Poder Judicial. Pues bien,
según este informe, en los tres primeros meses de 2017 las separaciones y los
divorcios en toda España han aumentado en un 4,8% con respecto al mismo periodo
del año anterior. Y, aquí viene el dato que confirma mi percepción, por
Comunidades Autónomas están a la cabeza de esta triste clasificación Cantabria,
Cataluña y la Comunidad Valenciana, con 0,8 demandas de disolución por cada
1.000 habitantes, mientras que Castilla-León es la autonomía que arroja la
cifra más baja, con 0,5 demandas por cada 1.000 habitantes.
Los catalanes eran
los habitantes de España –¿por cuánto tiempo podremos seguir considerándolos
como tales?– que en el año 2015 registraron más rupturas matrimoniales, 2,6 por
cada 1.000 habitantes, según datos del Instituto Nacional de Estadística, y los
castellano-leoneses eran los españoles que menos se separaron y divorciaron,
1,5 por cada 1.000 habitantes.
Cuando mis coetáneos
y yo éramos jóvenes, las separaciones constituían una excepción a la regla en
la vida matrimonial, mientras que el divorcio aún no estaba legalizado en
España. Los divorcios en aquellos tiempos eran cosa de los famosos en otros
países donde la ley los permitía y, muy en especial, de las estrellas de
Hollywood.
Lo cual no quiere
decir que todos los matrimonios de nuestro entorno fueran un modelo de
felicidad conyugal. Pero la opinión pública y, sobre todo, las creencias
religiosas pesaban más que la libertad de separarse cuando la armonía de la
pareja había dejado de existir. En determinados círculos sociales se veía con
malos ojos y hasta se rechazaba al separado y, más aún, a la separada.
La autonomía
económica de la mujer, que el acceso a trabajos fuera de casa hizo posible, es
una de las causas de que, en la actualidad y en numerosos casos, puedan vivir
por separado los miembros de la pareja. Y de que no sean ya solo ni
predominantemente los hombres quienes toman la iniciativa de poner fin a la
convivencia.
Junto a este aumento
de las rupturas matrimoniales existe, siempre desde mi observatorio particular,
un incremento de las segundas oportunidades. A mí me parece un hermoso gesto de
abrir horizontes al amor volver a intentar una unión estable en pareja después
de un fracaso.
Nos comentaba una
amiga de mi mujer que ella no se sentía ya capaz de encontrar a alguien de
quien enamorarse y con el que embarcarse en la bella y valiente singladura que
es el matrimonio o la vida compartida.
Hallar a la persona
idónea para iniciar una nueva navegación en común es, ciertamente, un regalo
del cielo.
A esta mujer, y a
otras personas solitarias, me atrevo a invitarlas a estar abiertas a la
esperanza de abandonar su soledad –aun siendo consciente de que la soledad
también comporta sus beneficios–, para entablar un diálogo y una compañía
propiciados por el mutuo amor.
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