Las palabras y la vida
Alberto Martín Baró
Hace
unos días he soñado con la multitud de cosas que se almacenan en la casa de mi
mujer. Conforme pasan los años, todos vamos acumulando objetos dispares. Las
mudanzas de domicilio son una buena ocasión para desechar esos objetos, que a
menudo ni siquiera sabíamos de obraban en nuestro poder. Pero, claro, mucha
gente lleva años sin cambiar de casa, como es el caso de mi mujer. A esto se
añade su renuencia a desprenderse, por ejemplo, de ropa, de bolsos que ya no
usa, de adornos de todo tipo…
Dejo
aparte el capítulo –nunca aplicado con más propiedad– de los libros. En los
años que llevo conviviendo con Angelina, he instalado varias librerías y
estanterías que se añaden a las que existían y que ya están a punto de quedar
saturadas. Pero, insisto, en el mencionado sueño no aparecían los libros, que
son casi –o sin el casi– seres animados.
Que
ahora recuerde, encabezaban la procesión de seres inanimados los lapiceros, los
bolígrafos, las plumas estilográficas y los rotuladores. En la casa los hay por
todas partes, en cualquier habitación. Con la circunstancia agravante de que la
mayoría de ellos no escriben, bien sea porque habría que sacarles punta a los
lápices, o porque la carga de los bolígrafos y rotuladores o la tinta de las
estilográficas estaban agotadas. Al final, cuando mi mujer y yo nos disponemos
a escribir, tenemos que echar mano de los bolígrafos BIC, dos o tres, que
juegan al escondite y hay que buscarlos.
De
la trasera de la puerta del armario en que se guardan toallas, sábanas y fundas
de almohada cuelga un cosero. Esta palabra no la recoge el Diccionario de la RAE y sólo está documentada en el Diccionario histórico de la lengua española (1933-1936), pero aplicada a un tipo de camello. A mí me gusta utilizarla con el sentido de
pequeño almacén de cosas. Pues bien, en este cosero, que es un colgante con
varias filas de bolsas, se guardan pequeños adminículos relacionados con los
medios de escribir, como grapas, sacapuntas, papel cello, amén de otros que
poco o nada tienen que ver con la escritura, como pequeñas bombillas, cintas
métricas, pegamentos…
En
unas bandejitas –bandejuelas las llamaría el inolvidable presentador
Constantino Romero– que reposan sobre la mesa de centro de la sala, junto a los
ya mentados medios de escribir, encontramos un termómetro digital, que no
sabemos utilizar, unas tijeritas, varios cortaúñas, pinzas, limas de uñas, un
rosario, un candadito con su llave, un encendedor que no funciona…
Pensé,
ya en el duermevela, retirar estas bandejitas de la mesa del salón y ubicar su
contenido en distintos emplazamientos. Al final he desistido de esta
dificultosa tarea y ahí siguen, para que mi mujer me pida de vez en cuando una
lima de uñas.
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