17 de diciembre de 2023

Las luces de Navidad

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

Lo primero que me llama la atención en este fenómeno que he dado en denominar “Las luces de Navidad” es su gran extensión tanto en el tiempo como en el espacio.

En el tiempo, porque la iluminación supuestamente navideña se inauguró en mi barrio madrileño el 23 de noviembre, o sea más de un mes antes de las fechas en las que se circunscribe la Navidad, el 24 y el 25 de diciembre. Me consta que en otros lugares esta anticipación lumínica es aún mayor. Me cuenta mi mujer que, en un viaje a Hamburgo, ella se encontró la ciudad hanseática iluminada para la Navidad… ¡el 23 de octubre! No sé cuándo se habrán adornado con luces de colores la fachada del Ayuntamiento y la avenida de la Hontanilla de El Espinar, pero así las he encontrado yo el 11 de diciembre.

La extensión de las luces navideñas en el espacio me la demuestran, aunque no me mueva de la butaca ante el televisor, los informativos de todas las cadenas. Tanto por este medio como por el cine estoy al tanto de la afición de los estadounidenses a decorar profusamente con luces multicolores las fachadas de sus casas en estas fechas. Afición de la que hacen asimismo gala los distintos moradores de la Casa Blanca, dejando en esta residencia temporal el sello de su buen o no tan buen gusto.

Hay una diría competición entre ciudades para demostrar cuál alcanza la mayor intensidad del alumbrado en este tiempo.

Por supuesto, estoy hablando de Occidente que, mal que nos pese, no es más que una pequeñísima parte del mundo mundial. Como circunscrito asimismo a una muy reducida parcela del globo terrestre es el árbol de Navidad por antonomasia, el abeto, 0h Tannenbaum, que me viene a mi memoria musical en su nombre alemán.

¿De dónde procede esta tradición de asociar dicha conífera con el nacimiento de Jesús? Porque Jesús nació, si hemos de creer a los evangelistas, en la ciudad de Belén, situada en una zona geográfica más bien desértica y, desde luego, ajena al bosque de abietáceas. Según algunas versiones, se atribuye a san Bonifacio, un misionero en la Alemania del siglo VIII, el cambio del roble, árbol de hoja caduca que los lugareños solían utilizar como adorno, por el abeto de agujas perennes, símbolo de la vida eterna. Sea lo que fuere de esta y otras explicaciones, el abeto es en nuestro reducido mundo occidental el rey del ornato navideño.

Ahora bien, tanto en el caso de las luces como del abeto, la cuestión que a mí verdaderamente me intriga es su vinculación con la Navidad, es decir, con la conmemoración del nacimiento de Jesús. La alegría que suscita la venida del mesías esperado por los judíos y del salvador y redentor en el que creemos los cristianos puede manifestarse en la iluminación de nuestras calles y plazas, pero ésta no es, en muchas ocasiones, sino un reclamo para el afán consumista y comercial. A mí más me convencería unir esas luces con la estrella que guio a los Magos hasta Belén, o con las palabras de Jesús, quien, según refiere el evangelista san Juan, declaró: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no anda en tinieblas”.

Lo siento, pero, a pesar de san Bonifacio, continúo sin ver la relación del abeto con la Navidad.

Más me consuela observar que sigue viva en nuestro ámbito cristiano la hermosa tradición del belén o nacimiento.

Nacimiento que, después de este fin de semana, me dispongo a montar en casa con ayuda de las nietas de mi mujer.

 

 

 

 

 

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