24 de diciembre de 2023

Las hojas muertas

 Las palabras y la vida 

Alberto Martín Baró

No se cansan los árboles de mudar sus hojas todos los otoños. Me refiero a los caducifolios, que son los que predominan en mi barrio madrileño, mientras que en el jardín de mi casa de El Espinar alternan los de hoja caduca con los de hoja perenne: tuyas, abetos, pinos, pinsapos…

¡Qué guerra dan los arces, que yo mismo planté, y el membrillero, que ya me encontré cuando adquirí la casa! Sus hojas caducas cubren el césped y tengo que recogerlas con un rastrillo, pues se me estropeó la máquina aspiradora y sopladora. Claro que, como me dice mi hijo haciéndose eco de los expertos, podía dejar que las hojas se convirtieran en compost, para con su muerte dar vida.

Hubo una época en la que aprendí a distinguir las especies de árboles por sus hojas: lobuladas, palmeadas, lanceoladas, ovales, dentadas, aciculares…, habilidad que hoy en gran parte he perdido.

Me vienen a la memoria las hojas de las acacias del jardín de la casa espinariega que alquilaban los veranos mis abuelos maternos, en la calle que hoy lleva el nombre de mi abuelo: Calle de Fernando Baró. Él, ingeniero de Montes, sí que sabía distinguir unas plantas y unos árboles de otros, como nos enseñó a sus nietos a identificar las estrellas en las noches de verano.

Decía que recuerdo las hojas de las acacias de aquel jardín, en realidad falsas acacias o robinias, que nos servían para averiguar, al deshojar sus ramitas, si la chica que nos gustaba nos correspondía o no.

También me acuerdo de los versos que mi padre, el periodista y poeta Francisco Javier Martín Abril, dedicó al mismo jardín, unos versos que yo he citado más de una vez:

La puerta verde tenía

verde candado de hiedra.

¡Ay, si vieras qué despacio

 caían las hojas secas!

Como es para mí inolvidable la canción Les feuilles mortes, Las hojas muertas, de Yves Montand, que data de 1946, cuando yo tenía siete años, pero que no sólo acompañó mi infancia y adolescencia, sino que sigue resonando hoy día en mi alma romántica.

Muchos años después, en 2002, Medardo Fraile y Angelina Lamelas convocaron en un libro titulado Una hoja de otoño en el parabrisas a un elenco de escritores para recopilar y publicar sus cuentos.

En unos versos del poemario que está a punto de ver la luz con el título de Recuerdos y presencias, canta Angelina en el poema “De vientos lejanos y hojas secas”:

Los cristales del Muelle 

tiemblan de gozo, 

miran a la Bahía, 

que está rizada. 

Las hojas de otoño

juegan al corro

y vuelven a jugar. 

Medardo Fraile y yo 

y algunos más 

escribimos un cuento 

para soñar. 

Su título eraUna hoja de otoño en el parabrisas“.

 

Yo no puedo pisar las hojas de otoño sin estremecerme.

 

 

 

 

 

 

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